Recuerdo un verano en blanco y negro. Era temprano y me adentraba en una playa todavía desierta, caminando a la sombra de mis padres. La arena, todavía virgen, se nos ofrecía entera. Una vez llegados a la orilla mi padre extendió dos toallas grandes muy juntas y paralelas; mientras, yo hacía lo mismo con otra más pequeña pero a cierta distancia de las otras y sin preocuparme el paralelismo. Pronto estuvo instalada mi bandera, o sea el perchero, o sea la sombrilla. Al cabo de poco tiempo aparecieron más toallas y más “banderas”. El paisaje cambiaba paulatinamente mientras la costura de la orilla se iba cosiendo con el vaivén de la gente al ritmo de las olas. Pronto apareció el señor del “mantecao helao”, serpenteando entre las parcelas de algodón. En esa época yo construía castillos y fortalezas. Y muchas de las veces me gustaba hacerlo en mi propia parcela, encima de la toalla, porque entonces no eran ni de moros ni de cristianos; yo era el señor del castillo. Pasadas las horas las sombrillas se apagaban, las parcelas se enrollaban y los pies robaban algo de arena. Actualmente, en el verano ya de color, sigue ocurriendo igual. Sólo una cosa ha cambiado a parte de la ausencia de mis castillos; ahora, en lugar del señor de los helados, pasa el señor africano de las chanclas dispensadoras de arena, ofreciendo ilegalidades varias y otras bagatelas.
Hasta hace relativamente poco, el espacio público consistía en algo parecido a esa playa de nadie pero de todos, susceptible de verse apropiada eventualmente a pedazos, por cualquiera y por decisión propia. El espacio público era siempre físico, terrenal, urbanístico; que se ocupaba efímeramente con la simple presencia personal o a tiempo indefinido hasta que el “gran jefe de la nada de todos” levantara el pétreo marcaje territorial estatuario, las toallas o las sombrillas hito. Actualmente la noción de espacio público ya no tiene sólo un sentido territorial; ya no es mesurable. Ahora es adimensional y tiende al infinito. Ahora no consiste solamente en la extensión de arena, sino también en las huellas escritas y en los rastros socavados delatadores de presencia, relaciones y acciones anteriores, y en la costura cosida de la orilla, de los cuales el viento y la marea se encargarán de hacer desaparecer (junto con las máquinas limpiadoras), para que al día siguiente puedan volver a aparecer; y así cíclicamente. Es de este modo como este espacio público ahora puede configurarse con diversas apariencias, porque actualmente éste depende también de uno mismo, de su entorno y de sus relaciones.
También, hasta hace relativamente poco, en el espacio público terrenal, solamente tenían cabida obras de arte públicas, es decir estatuas y otros objetos más o menos contundentes, conmemorativos de algo, demostrativos de algunas vanidades, o hitos metropolitanos; y en la playa castillos de arena en territorio de nadie y de todos, es decir fuera de la toalla, y sombrillas hito. Pero ahora, en el espacio público adimensional subyace el arte público, que formando un bucle con él al constituir su construcción alternativa y crítica, aporta más que nunca aquello que le hace falta a la realidad para completarla. En otro tiempo sólo yo era artista en la playa, y únicamente mis castillos eran las obras; pero desde hace apenas cuatro décadas bien podría haberlo sido el señor del “mantecao helao” labrando camino e interactuando con los chavales sirviéndose de los Popeyes de dos y media. “¿De naranja o de limón?” preguntaba. Pero actualmente el verdadero artista de la playa podría serlo el sufrido señor africano de las chanclas, que cargado de bagatelas y otros inconfesables, crea territorio efímero tejiendo parcelas de algodón hincando las rodillas en sus lindes. “Brato, brato”, repite incansable intentando inútilmente entrar en empatía. Bien pudiera ser que ambos hidalgos de las playas, si sus tránsitos no fueran tan cruelmente de tipo estacional, consiguieran convertirse con el tiempo en “residentes”, y así poder recavar en los interiores mediante una labor quintacolumnista. Material para analizar no les faltaría.
Yo no recuerdo como eran mis castillos de arena, pero sí que la torre más alta estaba coronada por el palo de un Popeye de dos y media, y de limón.