Sensación de vivir, con o sin Coca-Cola

Paseando por Estambul con mi amigo Enric, 1977. Fotograma de película S-8 realizada por Jordi M.

Últimamente, a menudo tengo en mente una frase que pronuncia mi más que queridísimo amigo Enric, en los buenos momentos: “què bé s’està quan s’està bé”; me apena no oírla desde hace tiempo. Sí, es cierto, “qué bien se está cuando se está bien”, y esto solamente sucede ─que uno siente que está bien─ cuando tiene consciencia de ello, si vive la sensación de estarlo; si no es así, si no se vive la sensación, uno se pierde en el limbo de la mera existencia, que en sí misma no tiene valor de realidad. El solamente apreciar el estar bien cuando algo te impide estarlo es lo que hace que la añoranza convierta la vida en algo que no es real, mientras que cuando eres consciente de estarlo sabes que en eso consiste la felicidad, que hay que tomarla al vuelo porque pronto se disipa al mismo tiempo que nuestro pensamiento.

He llegado a la conclusión de que la realidad, tal como nos la explican o la percibimos, no  existe, es igual que la irrealidad. Lo que existe es la sensación. La sensación es lo que rige nuestras vidas y lo que configura nuestro mundo, nuestro universo, pero a menudo también nos engaña y nos hace vivir falsas realidades de los demás, y creemos que son las nuestras propias, y entonces lo que vivimos no es nuestra realidad sino la ajena. En eso consiste la manipulación, en hacer creer sentir a los demás lo que no se siente, intentando crear realidades ajenas, o sea irrealidades propias. Sin embargo, también nos podemos apropiar de sensaciones ajenas sin admitir manipulación si estamos abiertos a la información y al conocimiento, desde un pensamiento crítico. Una cosa es que nos impongan sensaciones y nos hagan creer en realidades que no son nuestras, y otra es que nosotros mismos seamos los que nos apropiemos de sensaciones ─realidades─ de otras consciencias dispuestas a compartirlas.

Lo que nos produce la impresión de que algo es real es la sensación, tal vez porque seguramente es lo único que se puede llegar a considerar real; todo lo demás puede existir, pero si no hay consciencia de que se siente es que no es real. La Luna solamente es real cuando riela en el mar o cuando ilumina el camino en la noche y su presencia nos hace estremecer; si no es así no existe. El que se haya descubierto agua en la Luna no la hace real, pero la sensación que tengo de que llueve hacia arriba sí. No estoy hablando de sentimiento ni de sensibilidad, sino de pura y escueta sensación. Tampoco estoy hablando de sensación sensorial; me explico:

En todos los diccionarios o enciclopedias que he consultado, tanto en papel como en Wikipedia, la palabra sensación siempre aparece ligada a los sentidos físicos de nuestro organismo, aunque con variaciones en la carga física de la connotación.

El extremo más físico se encuentra en la definición principal dada por Wikipedia, que define la sensación “… como procesamiento sensorial, es la recepción de estímulos mediante los órganos sensoriales”. Esto define lo que yo llamo sensación sensorial, que no es la auténtica hacedora de realidad; ésta se trata de una definición engañosa ya que pretende hacer creer que la realidad depende de este fluir meramente orgánico. La sensación sensorial lo que hace es conectarnos a nuestro entorno desde el punto de vista material, pero sin hacerlo real, pues la mayoría de las veces no nos proporciona consciencia de ello. Materia no es sinónimo de realidad, y mucho menos de vida. Un ejemplo insignificante pero muy gráfico: ¿cuántas veces hemos pisado mierda de perro, proporcionalmente a la cantidad que hay en las calles? Actualmente hay mucha menos que en otros tiempos, pues sus dueños ─de los perros─ se van civicando, pero aún no lo suficiente y por eso todavía se puede hacer servir de pastoso patín. Respondiendo a la pregunta que planteaba, creo que proporcionalmente a las posibilidades de pisar en falso llegamos a hacerlo muy pocas veces, y eso es debido a que nuestro sentido de la vista nos produce una sensación sensorial que nos advierte de la existencia de tan sutil obstáculo, haciendo que sorteemos con éxito el mismo. Creo que en la mayoría de casos no tenemos consciencia de haber sorteado tal obstáculo, simplemente la vista nos advierte y nuestros pasos obedecen al estímulo del cerebro. La verdadera sensación hacedora de realidad llega cuando la sensación sensorial no ha funcionado y acabamos sintiendo aquel pisar blando tan característico que tan bien proporciona el natural elemento. Las otras veces, dichas pastosidades no han sido reales para nosotros a pesar de haberlas advertido nuestros sentidos, pero la última, gracias a la sutil sensación de blandura, leve desliz y pegajosidad, ha convertido la mierda de perro en algo muy real para nosotros. La realidad se ha hecho gracias a la sensación.

Francisco de Pájaro. Art is Trash.

Un artista, al cual no sabría cómo definir pero que de ninguna manera se le puede etiquetar como grafitero, que desarrolla su principal actividad en las calles utilizando la basura y los trastos abandonados como soporte, y que suele expresar con espectacular sinceridad su forma de pensar, en ocasiones también convierte en realidad la caca de perro gracias a la sutil expresión de sus conceptos sobre política. Este artista, nacido en Zafra y residente en Barcelona, y que trabaja con el nombre de Francisco de Pájaro utilizando los lemas Art is Trash o El Arte es Basura cómo firma indeleble, a la caca de perro le hinca una banderita a modo de etiqueta con una sentencia que constituye su crítica política o social, como por ejemplo “Gobierno de España”; así de directo es. De este proceder también deriva una sensación que proporciona una gran dosis de realidad.

Piel roja, 2013. Acrílico / tela. 162×130 cm. Francisco de Pájaro. colección particular.

Francisco de Pájaro, artista que no hace falta clasificar ─resulta imposible─, hace un arte aparentemente humilde, probablemente producto de su rapidez en la ejecución y del concepto que él capta al vuelo, pero a la vez extraordinariamente denso, sobre todo por el mensaje que transmite. En las redes sociales se puede apreciar que es seguido por un numeroso público incondicional y fiel, entre los que yo me encuentro, pero también cuenta con numerosos detractores que lo critican, boicotean y hasta insultan ─es lo peor que se puede hacer porque no se queda mudo─, lo cual creo que a él le place todavía más, por su espíritu de transparente contradicción y por su permanente estado de crítica para con la sociedad en el sentido más amplio.

Sus obras, al contrario de lo que pueda dar a pensar el hecho de que utilice la basura y objetos abandonados, son limpias y respetuosas con el entorno, pues no ensucia paredes ni suelos, ni mobiliario urbano. Se puede decir también que su arte callejero es efímero, pues desaparece cuando los servicios de limpieza retiran la basura o trastos.

En su arte, lo aparente, lo que se visualiza, suele formalizarse básicamente mediante la utilización de los colores primarios cian, magenta y amarillo (aunque no únicamente), y también con el omnipresente negro. Dicha combinación de colores, probablemente producto de la rapidez con la que debe actuar, convierte en muy visual su obra, pues se trata de una armonía de colores equidistantes en el círculo cromático, llamados también discordantes por “desentonar” la convivencia de dos de ellos, y que se equilibran una vez introducido el tercer color. Esta forma de proceder en la ejecución es lo que constituye la base de la sensación sensorial aludida, que es meramente orgánica, pero que en su caso, debido precisamente a su “discordancia” armónica, Francisco de Pájaro refuerza la verdadera sensación que convierte en vida real el mensaje que él se propone transmitir.

Tanto las actitudes y gestos contenidos en las formas representadas como el contenido del mensaje, proporcionan un resultado directo y contestatario, y también abrupto, irreverente, lascivo, y en muchos casos hasta sabiamente insultante, todo lo cual produce una auténtica sensación vívida de realidad, al contraponerse a la figuración empleada basada en el imaginario de la infancia de Pájaro, que en sí no está exento de cierta ternura. El choque que produce el artista fundiendo lo abrupto y lo tierno es lo que produce esa gran sensación de realidad.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Recientemente, y curiosamente mediante una figuración nada abrupta, incluso estando dotada de cierta ternura por la figura representada ─un caballo, en alusión a las fiestas de Menorca─, Francisco de Pájaro ha provocado un revuelo en Es Castell (Menorca), donde ha sido censurado y reprobado por algunas instituciones, tanto públicas como privadas, con el argumento de que la intervención en la fachada del antiguo hostal-restaurante Rocamar no contaba con la licencia pertinente. El hecho es que el gran caballo negro aparece acompañado de un gran texto rojo: “Art is Trash”, lema normalmente utilizado por el artista en alusión a sus acciones callejeras en las que utiliza la basura como soporte. En este sentido, el artista, sin ser seguramente su propósito, ha conseguido poner de manifiesto la ignorancia y los prejuicios de los ofendidos, demostrando que la cultura todavía es muy restrictiva y que el arte sigue siendo esclavo de la visión mercantilista de unos cuantos ignorantes con visión demasiado obtusa, ya que presumiblemente no han entendido el sentido del lema.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Atiendo ahora al papel, que no es más real que la virtualidad electrónica por mucho que pese en gramos. Los libros solamente me aparecen reales cuando el pasar las páginas, su tacto y el olor de la tinta impresa se une a su contenido, a su relato, proporcionándome la sensación de que me informo, aprendo, me documento o evado, aún sin ser cierto lo que sea que lea. Solamente es la sensación la que hace real al libro. Su contenido será real o no según me produzca sensaciones o no, independientemente de que sea o no una invención. Cuando tomo un papel para dibujar, la plana en blanco me aparece totalmente irreal, hasta que noto la emotiva sensación de arañarlo con la plumilla, tiznarlo con el grafito o carbón, o de acariciarlo con el pincel, que lo hacen del todo real. Lo que yo haya dibujado o pintado también será totalmente irreal hasta que a alguien le produzca alguna sensación, sea de aceptación, sea de rechazo. Si lo que produce es indiferencia seguirá no siendo real y yo no habré producido nada.

En diferentes ediciones de enciclopedias y diccionarios de papel, la definición de sensación sigue siendo muy física y basada en el organismo, pero en algunas publicaciones con alguna inclusión que va más allá de los sentidos:

El Diccionario General de la lengua Española, de Larousse, edición de 2000, define sensación como “información recibida por el sistema nervioso central, cuando uno de los órganos de los sentidos reacciona ante un estímulo externo”. Una vez más, esta definición nos explica en qué consiste la sensación sensorial, la que no hace real nada.

Sin embargo, he encontrado definiciones que intentan evocar cierto acercamiento al concepto de sensación no orgánica, introduciendo términos nada materiales.

El Manual Sopena, editado en 1962, define sensación como “impresión que las cosas producen en el alma por medio de los sentidos” (luego continúa). Hasta aquí la definición se queda corta, pues se sigue ligando la sensación a los sentidos del organismo, pero ya reconoce una huella más honda, aunque sea de forma extrañamente metafísica y tal vez demasiado sobrenatural.

Sospechosamente, cuarenta y cinco años más tarde, el Diccionari de la Llengua Catalana, IEC, del año 2007, define sensación con lo que parece una traducción casi literal de la anterior publicación citada: “Impressió que les coses causen en l’esperit per mitjà dels sentits”, “impresión que las cosas causan  en el espíritu por medio de los sentidos” (no continúa). En dicho aserto aparece el espíritu en lugar del alma, lo cual resulta algo menos poético y más técnico-teológico, pero que da a entender la misma cosa.

De todas las definiciones que he leído, la que más me ha llamado la atención es la que seguía como secundaria a la citada del Manual Sopena de 1962: “Emoción producida en el ánimo”. Personalmente, yo con esta me quedo, y hasta me atrevería a continuarla con una filosofera añadidura: “… que convierte en realidad la vida”.

En cuanto a mi vívida vida, tengo que reconocer que he sido muy afortunado en cuanto a sensaciones se refiere, habiéndome aportado grandes dosis de realidad, y en algunas, bastantes, hasta demasiadas.

Recuerdo a mi madre que cuando yo padecía ciertas crisis existenciales, me decía que yo necesitaba problemas para vivir y que cuando todo me iba como una seda yo mismo me los creaba. Es verdad, los problemas siempre me han proporcionado un tipo de sensaciones ─diría yo anti-sensaciones─, que me hacían sentir vivo y me ayudaban a percibir mejor la realidad, la mía, aclarándome mucho las ideas. Paradójicamente, esto me sucedía gracias a falsas realidades, como por ejemplo la hipocondría. Yo he sido un gran hipocondríaco, un gran creador de irrealidades internas que me hacían sentir muy vivo a través del sufrimiento gratuito. Esta anti-sensación aparece sin querer, tal vez por necesidad de sentir la vida y apreciarla como real, y no como algo que solamente te obliga a existir. Mi padre, otro sabio en estos menesteres al igual que mi madre, también me proporcionaba sutiles dosis de realidad a través de su fino sentido del humor. Cuando alguna vez le decía “cuando hago así me duele aquí”, con una sonrisa me respondía “pues no hagas así”.

Otro buen chute de sensación de vida lo proporciona el arte, al menos a mí; aunque se ha de ir con cuidado para no ingerir una sobredosis porque  a veces tanta sensación y realidad te pueden sobrepasar.

Hay personas que en ciertas circunstancias, como es mi caso, el experimentar unos instantes de felicidad le confieren cierto estado de ansiedad que puede provocar cierto exceso en las sensaciones evocadoras de realidad. A mí me sucede con varios aspectos de la existencia, pero sólo voy a mencionar uno: el arte. Hay circunstancias en que las sensaciones me provocan un estado tan de vida y de realidad que se me hace irresistible para mi organismo, sintiendo que me falta aire para respirar y que mi consciencia va a dejar de funcionar. Inmediatamente he de desconectar y bajar por unos instantes al mundo irreal de la mera existencia, saliendo del lugar en que me encuentro. Esto me ha sucedido en diversas ocasiones en museos, centros de arte  y galerías.  Con esto añado una tara más para con mi retorcida mente; se le llama síndrome de Stendhal.

El arte, seguramente, es la actividad humana, tanto desde el punto de vista del productor como del receptor, que provoca las más intensas sensaciones hacedoras de vida. Se suele atribuir estos hechos a la contemplación de la belleza, pero nada más alejado. El arte no tiene que ver con la belleza, al menos no más que cualquier otro aspecto de la existencia; la belleza o la fealdad solamente son cualidades subjetivas de la percepción, que es distinta para cada persona. Un concepto que en sí mismo no es bonito ni feo ─depende del receptor─ puede conmover y producir sensación de vida tanto o más que una obra de arte retiniana, como la calificaría Duchamp. Una obra de Velázquez o de David Hockney me puede proporcionar tanta vida real como pueda hacerlo una de Fina Miralles o de Pere Noguera. Por cierto, a lo que Duchamp llamaba retiniano, David Hockney lo denomina globoculación.

Unos días después de escribir este último párrafo estuve leyendo Arte y técnica (1952) de Lewis Mumford, y me permito insertar unas líneas en las que el autor relaciona íntimamente la emoción y el sentimiento con la vida y el arte. Lo reproduzco literalmente:

“…, podemos comprender las limitaciones de la ciencia y la técnica, pues constituyen de manera deliberada la expresión de esa parte de la personalidad de la que se han extirpado la emoción, el sentimiento, el deseo y la simpatía, la materia de la que están hechos tanto la vida como el arte”.

Vida y arte están hechos de lo mismo, de sensaciones, de emoción producida en el ánimo.

Para quien le pueda interesar la lectura de este libro vale la pena mencionar la editorial, pues parece ser que solamente ésta ha publicado su traducción al castellano, hace relativamente poco, en 2014. Me cuesta creer que una publicación con tanto interés ─eso me parece a mí─ no haya sido traducida y publicada antes en España; será por algo parecido que en la contraportada del libro, al nombre de la editorial le sigue una coletilla muy aclaratoria a la vez que cómicamente pesimista:

“pepitas de calabaza ed. Una editorial con menos proyección que un cinexín”

Deseo a la valiente editorial una larga vida llena de emoción en el ánimo.

Por otra parte, dicha extensión me hace pensar en que el presente escrito tampoco tiene más proyección que un “cine-nic”, que todavía es más antiguo.

Hay sensaciones que te hacen notar la vida, pero que no la hacen más real de lo que lo es el tiempo, que nada más nacer muere, y por tanto, filosóficamente hablando, podría decirse que apenas existe, que no es real. Me refiero a un tipo de sensación de poco recorrido, de altos y bajos, de ilusión y decepción, que suele estar muy relacionada a la uniformidad de un colectivo afín a unas mismas apetencias o creencias. Estas sensaciones en sí no son perjudiciales, ni siquiera criticables, pero son proclives a proveer al individuo de anteojeras para privarle de visión periférica, y esto sí puede derivar en algún problema de falta de criterio propio que pueda convertir en estéril la sensación, perdiendo así la noción de realidad. 

Este tipo de sensaciones, que podríamos llamar de colectividad, puede convertirnos fácilmente en miembro de un redil, algunas veces de andares voluntarios pero otras muchas con cabecilla y perros pastores que intentan por todos los medios que se sienta su realidad y no la de uno mismo.

La sensación de victoria, absolutamente necesaria para el ser humano y seguramente como producto de ser la especie más prepotente del planeta ─hemos sido capaces de autodenominarnos Sapiens sapiens (sí, dos veces) ─, tiene dos modos: el individual y el colectivo.

Hay quien prefiere hacer real, por ejemplo, las montañas y picos escarpados o la fuerza de gravedad mediante la indómita sensación producida por su escalada o por la caída en el mal llamado vacío. Yo, miserable cobarde, prefiero hacer realidad este tipo de portentos naturales mediante un acto de fe, que dicen que también mueve montañas. ¿Qué más real que mover una gran mole de peñascos? En estos casos cambio la sensación de victoria por la de salvoelculito. Este tipo de sensación individual surge de la emoción personal que produce un acto de superación de sí mismo y de haber vencido el riesgo gracias a la buena gestión del miedo, que es en lo que consiste la valentía.

Al respecto, me viene a la memoria cómo el ejército hace uso y manifiesto de algunos conceptos como éste. Hace poco encontré mi arcaica cartilla militar y observé cómo en un afán de descripción de mis aptitudes bélicas, en el apartado “valor” aparecía la frase manuscrita “se le supone”. ¡Mal supuesto! pensé yo, aunque en aquel tiempo no se lo dije a nadie.

Todos los modos de obtener la gran y necesaria sensación de victoria comportan cierto riesgo, pero a mi entender, el que mayor peligro comporta es el de tipo colectivo, pues es de fácil adscripción,  y  la unión de un conjunto de similares sensaciones individuales puede consolidar una potente sensación que suele ser antagonista de otra, también colectiva, pudiendo producirse así, fácilmente, la violencia en la confrontación entre ellas. Un ejemplo muy extendido es el de los deportes de equipo, ya que su adscripción es muy fácil y la sensación que proporciona de muy alto voltaje. Este tipo de sensación se basa en la apropiación de la victoria de otros individuos. Por eso el fútbol es tan popular y tiene tantos seguidores, porque proporciona una buena dosis de sensación de victoria, y es gratis el adherirse al sentimiento colectivo, a pesar de que se alterne con la sensación opuesta de derrota, otra sensación que proporciona gran cantidad de realidad. No hay que ser muy avispado para saber porqué los equipos más ricos, y por tanto con mejores jugadores, son los que más seguidores tienen; son los que mayor probabilidad tienen de proporcionar sensación de victoria. Se puede ser simpatizante del Club Esportiu Europa, pero lo más probable es que también se sea del Fútbol Club Barcelona. Sin duda, primero se siente la pasión de la incertidumbre con la alternancia de puntuales pero intensos arrebatos de sensación de victoria y de frustración, y finalmente se desencadena la más electrizante, delirante y duradera sensación de victoria, cuando el equipo amigo resulta el ganador. Y seguidamente viene el conflicto de la confrontación, porque a la sensación de victoria de unos le corresponde la de derrota de otros, lo cual puede llevar a la violencia fácilmente y de la forma más absurda.

Otro ejemplo similar, pero de todavía mayor potencia en cuanto a extensión y efectos se refiere, es el patriotismo. La sensación que proporciona es producto de una extraña mezcla de  sentimientos de orgullo y de anhelada victoria que si no existe se inventa o simplemente se imagina. El patriotismo no es más que una ensoñación que convierte en realidad la tierra, los paisanos, la cultura y la historia del mundo más próximo en que vivimos. El concepto de extensión de la tierra en que vivimos es distinto para cada colectivo de personas; la noción de país, entendido como terruño, mueve sus fronteras según sea la mentalidad de cada persona, en función de su capacidad inclusiva o exclusiva, de su historicismo mental o de su capacidad de movilidad o inmovilidad. La inconmensurable sensación de fervor que proporciona cualquier tipo de nacionalismo, no siempre pero sí fácilmente, puede derivar en sensaciones xenófobas de funestas consecuencias, cómo se ha podido constatar ininterrumpidamente durante toda la historia de la humanidad.

La sensación de patriotismo es hacedora de realidad, sobretodo en usos y costumbres, cultura, tradiciones e historia, pero me pregunto para qué sirve todo ello y si no será por la necesidad de asentar el propio yo para sentir, es decir, para hacer reales las raíces que nos inmovilizan. Los patriotas, esas personas que claman en voz alta las excelencias del que sienten su país, a menudo lo hacen en pro de la unidad o de la libertad, dos términos que siempre aparecen en los manifiestos patrióticos y que sin embargo sólo son compatibles en la ensoñación, pues la unidad configura el grupo y la libertad verdadera es siempre individual.

También me pregunto por qué se siente orgullo patriótico si no se ha hecho nada concreto por el país. No sirve responder que se ha contribuido a levantar el país con el esfuerzo del trabajo y por haber pagado los impuestos, ya que éste sería un pensamiento de lo más hipócrita, pues quien pudiera vivir sin trabajar lo haría y si se puede evitar pagar impuestos no se pagan.

El sentir patriótico, en sí mismo, no corresponde a una realidad y por tanto, por sí solo, no constituye sensación de vida, pues parte, en un principio, de un sentimiento irracional que no responde a nada en concreto, es el compartir colectivo de ese mismo sentimiento que convierte el patriotismo en una sensación de vida, y al cual también resulta muy fácil y gratuito el adherirse.

El ya citado Manual Sopena de 1962, el diccionario enciclopédico que he encontrado que más afina en sus definiciones, y difiriendo mucho de los demás, define patria como “Nación propia nuestra, con la suma del pasado, presente y futuro, ya material o inmaterial, que atrae o ejerce irresistible influencia en el ánimo de todos los patriotas, cautivando su amorosa adhesión”; y en segundo término la define como “Lugar, población o país en que se ha nacido”.

Sin embargo, a pesar de complacerme la manera de expresarse de esta publicación, yo tomo una vez más como primera, la segunda definición expuesta, por ser más neutra en sentimiento y por expresar de forma implícita que la configuración de la patria y su extensión es subjetiva y variable para cada individuo respetando la libertad de su sentir. La primera definición creo que contribuye más bien a permitir entender lo que es ser “patriota”, ya que el no poder evitar incluir esta palabra a mí me hace pensar que es el patriota quien hace a la patria y no al contrario, por tanto, una vez más, es la sensación lo que convierte en real algo que por sí solo no es más que geografía cartografiada.

La orografía del mundo en que vivimos cambia muy lentamente, teniendo que hablar en términos de milenios o de bastantes siglos, sin embargo, los mapas políticos son dibujados y cambian con relativa e inevitable rapidez. Pocos años son necesarios, pocas décadas, a lo sumo pocos siglos, que no son nada, para desplazar fronteras o redibujar países. Y entonces ¿qué pasa con las patrias y los patriotas?

Las patrias cambian más rápido que los patriotas y eso es un problema inherente a la historia, producido por el sentir que hace real el arraigo y que no deja asimilar el redibujado de los mapas. Las raíces son de sentimiento individual y aunque coincidan en un colectivo, no pueden entenderse como si de una misma plantada se tratara. Cada paisano se nutre de los elementos que siente entre los que le ofrece su tierra y nadie puede imponer a otro de qué alimentarse; unos se aferran a la historia y las tradiciones, otros a hechos y elementos culturales distintivos, otros a la tierra propiamente dicha, muy variable en extensión, y otros a cosas tan simples y pueriles como puedan ser la tortilla de patata o el pan con tomate. El patriota se nutre de todo ello y también muestra su orgullo nacionalista, a un solo paso de la gula.

Hace tiempo, que para no aporrear a los de su mismo sentir, se inventaron elementos distintivos que permitían no errar el golpe represor o de muerte. Actualmente, dichos elementos distintivos, como pueden ser la bandera, el escudo, los estandartes, los uniformes o el himno, son utilizados por los patriotas que piensan, desean o intentan imponer su sensación de arraigo a quienes tienen otros sentires; quieren que la realidad sea para todos la misma, la suya. Estos patrioteros, que no son más que patriotas de sentimiento exagerado y brabucón, la realidad que consiguen mediante su sensación patriótica está llena de relojes blandos y elefantes de largas y afiladas patas, creando así un mundo surrealista, que tal vez se viva pero sin que exista, como sucede en un sueño. Los elementos simbólicos, que en un principio constituían signos para distinguir, ahora se convierten en signos de “distinción”; las banderas se tornan capas supermaneras, los escudos y colores broches y otras alhajas, y los himnos componen coplas vindicativas. A pesar de todo ello, la sensación que proporciona el patriotismo puede hacer real los relojes blandos y los paquidermos de finas patas, pero es una realidad personal, porque para mí pueden no ser más que pegajosas gominolas y elefantes con zancos, y eso quiere decir que la perpetuación de la patria pende de tantas sensaciones personales que resulta absurdo pretenderla.

Recientemente, un telenoticias, excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas ─manipulación─, me ha proporcionado un singular ejemplo de sensación de victoria colectiva, sublime hacedora de realidad de rebaño, mediante una curiosa pero exquisita combinación de sentir deportivo y patriótico, el súmmum del espejismo convertido en realidad.

En la sección de deportes, se nos ilustraba sobre la liga americana de la NBA y se mencionaba todos los enfrentamientos en los que participaba algún jugador español. Resulta que solamente ha ganado uno de los equipos en los que ha participado un jugador español, en este caso Los Angeles Lakers con Marc Gasol. El presentador de la importante noticia se ha referido a ella cómo “la única victoria española”. Sublime.

Sentimiento deportivo y patriótico a menudo van de la mano en una curiosa simbiosis, la cual creo que alela las mentes tortuosas ávidas de sensación de victoria. Es como si se quisiera una ración doble de vida: imposible frenesí.

También recientemente, el periodismo cutre de banderita-muñequera me obsequió con otro flamante ejemplo de fusión esperpéntica en el paradigma de la Eurocopa 2020. En una rueda de prensa, el iluminado “repórter Tribulete que en todas partes se mete” atendía a una importante cuestión deportiva con una pregunta altamente impertinente según mi parco gusto: “¿Tú te sientes plenamente español…?

Tal chinchorrería iba dirigida a Aymeric Jean Louis Gerard Alphonse Laporte, francés de nacimiento, jugador del Manchester City, de nacionalidad española y con nombre que, por su extensión, casi podría ser también portugués. Con todo esto va el “Tribu” y busca su minutito de vida ─que no de gloria─ a costa del deportista. Pues resultó que su patriotismo deportivo de pacotilla se dio de bruces con la respuesta del futbolista, con la que calificando la pregunta de “fuerte” le dejó claro que no debía padecer porque haría todo lo posible para que el equipo ganara. Y de lo del sentimiento ni mu.

No soy de los que necesita este tipo de sensación para que la vida se me torne real, pero gracias a este “Pelayo” preguntón sí me gustaría que la victoria final dependiera de una intervención de este futbolista español nacido en Francia, que juega en un equipo inglés y que se llama casi como si fuese portugués. ¿Importa lo que sienta?

Las recientes Olimpiadas de Tokio también han aportado sus redondos y colgantes sentimientos patrióticos, ofreciendo un sinfín de oportunidades para apropiarse de la sensación de victoria de los participantes, que, por otra parte, no ha sido tan espléndida como la aportada por otros países con un medallero ─fea palabra─ mucho más triunfal.

Este gran y a la vez devaluado evento deportivo también ha dado la oportunidad a los patriotas más patrioteros de la patria para que pudieran mostrar su marca de ganado grabada al rojo y gualdo, al especular con el sentir patriótico de dos auténticos ganadores, solamente por el color de su piel, como si la nacionalidad de las personas hubiera que buscarla en una carta de colores.

El mismo día en que escribo estas líneas, en el país de la anhelada estrella blanca con fondo azul, el dios del fútbol Leo Messi deja el Barça. Ante tal desgracia nacional, Pilar Rahola nos ha obsequiado con la siguiente perla: Leo Messi és una icona catalana de nivell mundial. Segurament el símbol més gran de catalanitat…” ─“Leo Messi es un icono catalán de nivel mundial. Seguramente el símbolo mayor de catalanidad…”─. Soy de los que piensa que Leo Messi es el mejor futbolista de la historia y que tal vez sea en cierto modo un icono catalán (aunque dudo de dicha literalidad), pero decir que puede ser el mayor símbolo de catalanidad es proponerse de forma muy ingenua saciar el hambre de patriotismo más cutre. Todo sea por sentir la vida como real sin importar que sea de mentirijillas.  

Otra similar fuente inagotable de sensaciones grupales es la religión, que paradójicamente utiliza la muerte como principal sensación de vivir. Las religiones tienen mucho en común con el patriotismo y, junto a él, es uno de los mayores impositores de anteojeras, y sin esconderlo, pues en alguna de ellas hasta se habla de ovejas, rebaños y pastores. En general no hago mención de ello como una crítica, porque quien entiende la metáfora acepta libremente sin anteojeras formar parte del rebaño.

Cruz de la contradicción, 2021. Plumilla y tinta / papel de verso. Fede Fábregas.

Solamente conozco afondo una confesión, la que heredé de mis padres, aunque creo que si bien existen muchas, en realidad, el hecho de creer es único y universal. El ateísmo también es una forma de creencia basada en el no creer, es una confesión negacionista. En realidad, las únicas personas que son verdaderamente aconfesionales son aquellas a las que les importa nada cualquier forma de creencia, basada o no en la existencia de una deidad; son las personas que no se hacen ningún planteamiento al respecto ni atienden a ningún razonamiento sobre la cuestión. Y solamente lo son por eso, porque no consideran ni la existencia ni la no existencia de nada relacionado con este asunto.

Las sensaciones que hacen real la vida producidas por cualquier religión, pueden llegar a ser fuente de tanta fuerza y agresividad como las proporcionadas por el patriotismo, e incluso resultando más complicado y retorcido, ya que en ella la sensación de vivir es producto del pensar en una vida que no es la que pretendemos sentir, sino en otra venidera tras el trámite de la muerte.

La creencia en el nacer para una presente existencia, en la muerte, la resurrección y la vida eterna, es lo que proporciona la sensación que convierte en real la vida que palpitamos, en la mayoría de las religiones, si bien existen diferentes variantes para dichos términos, como por ejemplo la reencarnación.

Existe una pararreligión con cierto ruido de cadenas, relativamente reciente, que se autodefine como no religión pero sí como doctrina filosófica, el Espiritismo, que tiene su origen en Francia a mediados del siglo XIX y cuya fundación se atribuye a Allan Kardec (seudónimo de Hippolyte León Denizard Rivail). Su libro sagrado es El Libro de los espíritus, escrito por él pero dictado por los mismísimos espíritus; aunque existen cuatro más también escritos por él, que junto a éste forman el Pentateuco kardequista.

Los adeptos al espiritismo, o los espíritas, tal como se hacen llamar, cambian los nombres de los eternales eventos de la interminable existencia, por términos muy sofisticados: el personal no nace, se encarna; no vive, transita su encarnación; no muere, se desencarna; y para acabar de aclararlo, se reencarna una y otra vez hasta haber purificado su espíritu, para así dejar de reciclarse para siempre, entrando en… (eso no lo tengo claro)… para la eternidad.

El Espiritismo no es una religión, pero los espíritus les han dicho que la moral correcta y verdadera es la cristiana, aunque también les han aclarado que Jesucristo no es Dios, sino un hombre con un espíritu muy evolucionado y de alto nivel.

Ellos no creen, ellos saben, tienen la absoluta certeza de que lo que dicen es cierto porque su fe es razonada, y que se apoya en hechos incontestables y lógicos, porque todo se lo han contado los espíritus mediante vía directa.

Para los espíritas el espíritu es material, muy sutil pero con cierta masa, y su cuerpo es el periespíritu. Definen el alma como el espíritu encarnado y por esto hay personas de un nivel espiritual muy elevado que tienen la facultad de ver los espíritus ajenos.

El Espiritismo también constituye una potente fuente de sensación de vida; qué mejor realidad que la que te constatan los mismísimos espíritus. Y doy fe de ello, ya que ahora hace poco más de un año, movido por mi insaciable afán de aventura e intrigante conocimiento, arrastré mi espíritu hasta Ciudad Real, para asistir a un congreso espiritista. Fueron cuatro días de ilusión por escuchar el ruido de cadenas por los pasillos del hotel, pero por lo visto la moqueta ensordeció el tintineo; y de ver periespíritus sobrevolando los espacios, pero tampoco fue posible. Lo que sí escuché es una voz pareciendo provenir de ultratumba, con embelesadora cantinela brasileira, salida de boca de un tal Divaldo Franco, líder mundial ─aunque niegan jerarquías─ del Espiritismo. El hombre ─supongo─, de noventa y tres años y con seiscientos hijos, haciendo gala de una notable oratoria, y a modo de homilía cardenalicia gótica, excitaba a los reencarnados allí concentrados, que le aplaudían y vitoreaban fervorosamente, cual ángeles posesos. Sería por eso que los periéspiritus desaparecían abrumados por tanta credulidad. Nada más comenzar su sermón ─en el programa ponía “conferencia”─, dio la bienvenida a todos los reencarnados asistentes, y también a los espíritus que habían acudido, a los que decía ver y que contaba como mucho más numerosos. Reconozco, que así, nada más empezar, entre su esofágica voz y tales palabras, un escalofrío recorrió mi cifoescoliótica columna, lo cual advertí como una inequívoca sensación de vida que convertía en real cualquier tipo de espíritu asistente.

Sin embargo, lo mejor que escuché y que me proporcionó mayor sensación de vida, no fue en las largas homilías, sino en tiempo de alimentar la carne adherida a nuestro espíritu o en otras circunstancias más mundanas.

Un día, mientras alimentaba mis escuálidas carnes, escuché como uno de los comensales explicaba a otra alma en pena que transitaba la mesa como yo, unos hechos que me llamaron poderosamente la atención. El hombre en cuestión, maestro espiritista y director de un centro espírita, decía con contundente convencimiento que el sexo practicado con amor era el único que se desarrollaba en plena intimidad, mientras que el sexo por el sexo, sin amor, sin nosotros apreciarlo, se constituye en una orgía en que la intimidad no existe, pues los espíritus de la más baja estopa acuden a participar del festín. También reconozco que me impresionó tal aseveración, pensando que, para mí, el sexo ya no sería nunca más lo mismo; no sé si peor o mejor.

Tal impresión sobrevenida, no exenta de gran sensación de vida que paradójicamente convierte en realidad el sexo, me estimuló a dirigirme a la sala que habían habilitado en el hotel para vender cientos de publicaciones sobre el tema espírita. Mientras ojeaba un libro sobre sexo espírita, se me acercó una mujer, que decía ser médium, y me obsequió con la frase más imaginativa que jamás haya escuchado: “El sexo es el santuario de la reencarnación”.

No pude evitar comprar el libro que tenía en las manos; se me hizo de lo más real. Aunque he de reconocer que no lo he leído; sexo y espíritus, mala combinación.

Anteriormente decía que los telenoticias son una excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas, como también lo es la prensa de cualquier tipo. Algunos medios se autocalifican de independientes e imparciales, y dicen solamente trabajar en pro de la verdad, pero es imposible desprenderse de las afinidades personales, que algunos, engañándose, intentan colar como criterio neutral, aún sabiendo que eso no existe.

Todos ellos dicen que informan de forma veraz, pero lo que hacen es formar opinión partiendo de hechos o de palabras pronunciadas por terceros, extrayéndolos del contexto en que se han dado, lo cual facilita enormemente la orientación de la opinión a conveniencia de los dictados editoriales. Esta manera de proceder constituye una estrategia quintacolumnista para reafirmar a los adeptos y adscribirlos al gran grupo afín a su opinión. El aparato, aparentemente destinado a informar, lo que hace es fabricar sensaciones colectivas para convertir en realidad ajena lo que piensan ellos mismos. La manipulación de las mentes ávidas de sensaciones que den sentido a sus vidas, de forma consciente o inconsciente, se pone en marcha en beneficio e interés de los poderes políticos y sobretodo económicos. Para confirmar dicha intención basta con fijarse en los medios que se integran en un mismo grupo empresarial, mal llamado de la información: cadenas de televisión y radio, y prensa escrita, con opinión contraria, conviven en el mismo grupo; lo importante es manipular a la mayor cantidad de personas. Ellos dicen que con eso demuestran su imparcialidad y transversalidad, cuando lo que en realidad pretenden es retroalimentarse creando confrontación y así crear una mayor cantidad de realidades ajenas falsas. Entonces, ¿todos los medios manipulan?; la respuesta es que depende de la capacidad de criterio propio que posea quien recibe la información y de su disposición o no a dejarse colocar las anteojeras. La mejor forma de no perder la visión periférica es informarse mediante medios de distinta opinión, y cribar utilizando el cedazo de nuestro sentido crítico, pero esto lo hacen muy pocas personas, porque a la mayoría nos gusta regocijarnos en las opiniones afines a las nuestras, nos molesta contrastar, porque lo que nos parece que nos proporciona la mejor sensación de vida es lo que nos gusta ver, escuchar o leer, olvidando que lo que probablemente vivamos sean realidades ajenas impuestas.

Envase de Coca-Cola, de vidrio y con marca en relieve.

Pero por fin la Coca-Cola, aquella doble con envase de vidrio de vuelta y muy fría, y con la marca en relive. ¡Esa sí que era la verdadera “sensación de vivir”!, la que en la canícula estival te espumeaba la nariz y te hacía sentir la realidad más dulce y vívida. En mi adolescencia veraniega, había que conseguir dos duros para que después de un sudoroso pedaleo pudiera deglutir aquel negro y mágico líquido, que convertía en la más deliciosa realidad mis vacaciones. Sentado en el murete, delante de Ca’n Corbalán, alzaba la fría botella y cerraba los ojos para concentrarme en la más placentera sensación, entrando en el sublime trance que tornaba real el paro del tiempo.

El márquetin es un poderoso invento para fabricar sensaciones que creen realidades falsas, pero el de algunas marcas casi consigue cambiar el signo de dicha realidad. Creo que Coca-Cola es la compañía que mejor ha conseguido esto, al menos en el tiempo que yo he vivido.

Los eslóganes de Coca-Cola casi siempre han hecho referencia a la vida y a la sensación de sentirla, con la consciencia clara de que su producto despertaba unas sensaciones físicas poco comparables; este hecho han sabido explotarlo siempre.

El filón de oro negro burbujeante, lo descubrieron en 1886, y en esa época se limitaron a dar una orden: “Toma Coca-Cola”. Pronto, hace 130 años, ya nos invitaban  a disfrutar, pero aún se trataba de deleitarse del producto en sí: “Disfrute Coca-Cola”. Curiosamente, hace muy poco, en 2019, se nos invita una vez más a ello, permitiéndose tutearnos al ya ser viejos amigos, con un “Disfruta Coca-Cola”.

A partir de entonces, el sentido de los eslóganes, salvo contadas excepciones, ha ido incidiendo en la vida y en la sensación de que Coca-Cola nos la hace real. Ya en 1969, era “La chispa de la vida”, y en 1976 ya se atrevía a más, con su “Coca-Cola da más vida”.

A principios de los años 80 hubo un pequeño lapsus en el que simplemente “Coca-Cola es así”, pero ya en 1987 se nos volvía a decir “Vive la sensación”, en 1990 “Es sentir de verdad”, y en 1992 nos la definían como “Sensación de vivir”.

En el año 2000 un sencillo “Vívela”, dejándonos con la duda de si se refiere a la Coca-Cola o a la vida, aunque enseguida, en 2001, nos lo aclaran con dos eslóganes: “La vida tiene sabor” y “La vida sabe bien”.

A partir de entonces, no sé si porque el aluminio produce menor sensación que el vidrio, los eslóganes dejan de aludir a la vida y a la sensación de sentirla, y se concentra en el propio producto o se adapta a una cruda realidad que no hace falta que nadie nos ayude a sentir: en 2016 “Siente el sabor”, en 2019 “Disfruta Coca-Cola” y en el 2020 la escalofriante advertencia de que “Mantenernos separados es la mejor forma de estar unidos”; aunque en 2021 ya se retractan: “Juntos para algo mejor” y “Destapa ese ahhhh…”

Lejos ha quedado aquella vida real proporcionada por la sensación que te producía apoyar en los labios aquel  borde redondeado de frío vidrio, dejando fluir el carbónico líquido que te colmaba el paladar y que cosquilleaba la nariz, mientras abrazabas aquella escarchada forma, cuenta la leyenda que de mujer, sintiendo el sutil tacto del relieve en redondilla de la marca. Actualmente se dice que la forma de la botella responde al intento de que sea reconocible al tocarla en la oscuridad o al romperse, y que se asocia a la forma del grano de cacao. No sé si esto es así o si se pretende el olvido de la leyenda por motivos de tipo machista/feminista.

Con la lata de aluminio esta sensación se evaporó, por mucho que nos indicara el eslogan, y entiendo que ya sea difícil aludir a la vida y a su sensación de realidad. Ya no he vuelto a beberla, pues dejó de ser la pócima mágica que hacía real mi vida.

Para los gustosos de sensaciones patrióticas, la Coca-Cola también puede ser de su deleite por otro motivo: según el diario alemán Der Spiegel, el oscuro mejunje se inventó en España, concretamente en un pueblo de la provincia de Valencia llamado Aielo de Malferit, y que se comercializó con el nombre de “Nuez de Kola-Coca”. ¿Les suena a algo el nombre? El señor Bautista Aparici fue el responsable de tamaña heroicidad en 1.886. Parece ser que el incomprendido señor creó un brebaje para botica que en el país no tuvo demasiado éxito, visto lo cual, decidió viajar a Estados Unidos a buscar paladares más atrevidos. Para conseguir dar a conocer el producto repartió centenares de muestras, de las cuales una cayó en manos de un espabilado también interesado en brebajes de druidas. Y resulta que este último señor, introduciendo una pequeña variación en su composición, registró el producto con el nombre de Coca-Cola, cuya marca se diseñó de forma rápida, manuscrita e improvisada a plumilla en una simple cuartilla de papel. La marca, invariable en el tiempo, sigue siendo la reproducción de esa palabra compuesta, escrita en redondilla, derivada de la de don Bautista.

En 1.954, la compañía americana, cuando se propuso introducir la Coca-Cola en España, se encontró con que el organismo de patentes y marcas prohibió su comercialización, argumentando que el producto y su marca entraban en colisión con los correspondientes al del mencionado producto, todavía existente en aquel tiempo, “Nuez de Kola-Coca”, pudiéndose prestar a confusión. Fue entonces cuando la compañía americana no tuvo más remedio que comprar la marca y los derechos del producto español, por la irrisoria cantidad de lo que actualmente, por su poder adquisitivo, equivaldría a unos 10.000 €. Los descendientes de Bautista Aparici deben estar estirándose de los pelos, a menos que se conformen con la sensación vívida de que Coca-Cola es mérito de sus ancestros.

Sirva éste de ejemplo para otros productos del país. Me viene a la memoria el cuturrús, licor a modo de aguardiente de orujo, con hierbas aromáticas y digestivas, y con diversos frutos secos, de potente ingesta que aporta una dosis sensitiva vital digna de experimentar. El licor ancestral que se produce en diversos lugares astures y leoneses, especialmente en El Bierzo, según me contaba un lugareño de Las Médulas también ha sufrido un “cocacolazo” a nivel local, pero esta vez con ni un euro de compensación. Desde hace siglos, este contundente pero exquisito brebaje ha sido elaborado por diversas familias para su consumo propio y para compartir con el viajante o peregrino que está de paso, pero una familia realizó el mencionado “cocacolazo”, registrando el cuturrús con la marca Las Médulas, con el consiguiente enfado de sus paisanos, que se sienten traicionados al haberles sido usurpados sus ancestrales derechos  adquiridos por tradición familiar; y para mayor escarnio, con el nombre de la población como marca. No me imagino a alguien registrando la paella, y con la marca “Valencia”.    

El márquetin es poderoso, pero no son sus eslóganes los que producen la sensación vital; sólo hacen que lo creamos, pues la misma sensación me producía, en la adolescencia, otro líquido, esta vez transparente, aunque también contenido en casco de vidrio pesado y frio, con serigrafía incluida. Hasta su apertura producía el mismo efecto efervescente que el de la Coca-Cola, sólo que sustituyendo la chapa por algo un poco más sofisticado pero no más novedoso: un tapón de porcelana con junta de goma y sujeción de alambre. La Coca-Cola empezaba con un ssshhh y la gaseosa con pshclic.

Envase de gaseosa Pompilio Pujol, Premià de Mar.

Era la sensación de efervescencia del propio líquido lo que producía en ambos casos el mayor deleite de la vida, eso sí, siempre alzando la botella y cerrando los ojos, y en ocasiones con un rojizo regusto a óxido de chapa o alambre.

Esta burbujeante forma de sentir la vida me la evocó también, en mi cincuenta aniversario, mi también más que estimadísimo amigo poeta Jordi Mullor (Premi Jacint Verdaguer 2019 de poesia), dedicándome un sentido poema titulado A la recerca inacabada de l’home, en el cual, haciendo alusión al compartir de la más real de nuestras jóvenes vidas, escribía sus versos iniciales diciendo:

“És qualsevol migdia d’estiu a la teva pèrgola,

perfumada amb pètals de dames de nit,

a tocar d’una ampolla de gasosa,

de la qual recordo el seu vidre gruixut,

com recordo bicicletes eternament desinflades

i genolls amb cràters pintats de mercromina…“

El poema empieza con gaseosa y acaba también con gaseosa:

“… Ara ja ho hem aconseguit, Fede.

Ens ho revelen els cossos en gest sincer.

Ja som grans!

I encara que la barba creix amb blanquinosa discreció,

tinc la impressió, al sentir-te,

que no estem tant lluny d’aquella pèrgola,

ni de l’ampolla de gasosa Pompilio,

ni tampoc de la complicitat i màgia d’aquells capvespres d’estiu.”

Y para dejar constancia de que la sensación de efervescencia convertía en realidad nuestras incipientes vidas, mi amigo firmaba el poema escribiendo:

“Jordi Mullor, 6 de maig de 2.005;

per a tu Fede, celebrant de tot cor (i amb gasosa…) el teu 50é aniversari”

Desde que la Coca-Cola dejó de ser negra y de frío vidrio, y la gaseosa dejó de hacer pshclic y de llamarse Pompilio o Pujol (eran la misma), ya no he vuelto a beberlas. Los blandos aluminio y PET ya no dejan lugar a la vívida vida.

Pero ahora, más viejo pero no menos vivo, me dejo seducir por aquellas mismas sensaciones de vida, pero con diferente líquido y también muy frío; el de ahora también cosquillea, pero es dorado y espirituoso. Por lo que yo aprecio, los hay de gruesa y de fina burbuja. Para mí los segundos; sus esferas ascienden con más lentitud buscando su liberación, siendo su estallido en el paladar más sutil pero no menos vigoroso, proporcionando una sensación vital más suave y apaciguada, acorde con la actual etapa de mi vida. Todas las bebidas mejoran en según qué compañía, especialmente las etílicas; el tintineo del chocar de copas ya te empieza a introducir en la vida real, aún sin haber comenzado a ingerir el líquido dorado. Durante el brindis, miras a los ojos de tu chocante en busca de su alma, como si su retrato dibujaras, y luego, cuando apoyas los labios en el afilado borde de frío cristal, cierras tu mirada juntando su ánima con la tuya dispuesto a compartir una misma realidad de vida. Dicen que para que la dicha vital sea completa hay que beber el espumeante oro en copa fina y alargada; a mí me gusta alternar la sensación de realidad de dos vidas: la contenida en dicha copa y también la menos espumosa pero más reposada, vertida en ancho y aplanado cáliz de vidrio tallado. La primera es vigorosa, la segunda sosegada.

El cava, al igual que la Coca-Cola y la Pompilio, ha de beberse muy frío, y por mí, a poder ser ha de ser Sumarroca, que aunque no es imprescindible sí es el que mejor realidad de vida me proporciona. Que cada cual haga con su vida lo que mejor le plazca.

“… ¿Qué es la vida?, un frenesí;

¿qué es la vida?, una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.”

Con estos versos concluía un diálogo el cautivo Segismundo, pensando que “el vivir sólo es soñar” y  que “todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende”.

Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño ─me gustan los nombres completos fáciles─, creó con La vida es sueño una realidad paralela, cómo lo es una obra de teatro de versos cantarines, que invita a reflexionar sobre lo confuso y difuso de la existencia vital.

Realidad, virtualidad, sueño, ensueño, verdad, mentira; todo ello aparece confuso en la vida y nada y todo la conforma. Lo único que me parece sin lugar a dudas cierto es que es la sensación la que tiene el poder de conferir el carácter de realidad a la vida, la vívida y la soñada.

¿Un sueño es verdad o mentira?, lo acaecido en él ¿sucede o no sucede?

El recuerdo, incluso en su aletargo, ¿en qué difiere en sensación de vida de lo que llamamos vivencia real?

En el transcurrir del tiempo los recuerdos pueden sufrir modificaciones, pero ¿la sensación en su evocación es menos real?

¿Qué es verdad?, ¿qué es mentira?

¿Es verdad todo lo que es?, ¿es verdad solamente lo que corresponde con la realidad?, o ¿también puede ser verdad lo que simplemente parece?

Por el contrario, ¿lo que no se ajusta a la supuesta realidad es siempre mentira?, ¿es también mentira todo lo que solamente parece?, o ¿también puede ser mentira algo que a la vez es presuntamente real?

Un sueño, ¿es verdad o mentira?; lo que sucede en él no es real, pero ¿es mentira? ¿No es cierto que los sueños se viven?; y la vida ¿qué es?, ¿verdad o mentira?

Un recuerdo, ¿verdad o mentira?; es posible que lo que permanezca en la mente haya sido considerablemente distorsionado por el transcurrir del tiempo, pero ese recuerdo ¿deja de ser verdadero?; sin embargo no es real.

Si la verdad no puede ser mentira y a la vez tampoco la mentira puede ser verdad, ¿en qué consiste la fe?

Lo que para unos es verdad para otros es mentira y viceversa. Entonces, ¿dónde se encuentra el gazapo?, ¿qué diferencia existe entre la verdad y la mentira?

Verdad y mentira es lo mismo, y ni una ni otra es importante.

Lo que realmente tiene valor es el pensamiento, la esencia de la realidad, la estela del recuerdo, las sensaciones asimiladas, los sentimientos forjados.

Si existiera una fábrica de recuerdos y me inyectaran uno, ¿es que no sería verdad lo que recordara?; pues lo mismo con los sueños: ¿son verdad o mentira?

Y ¿por qué no puede ser verdad lo que solamente parece?, lo que no es real, lo que no es.

Lo imaginado, ¿es verdad o mentira? Para quien lo siente es verdad, para el que no lo siente es mentira. El yerro está en que no todo lo que es verdad es real, es el sentir lo que convierte la verdad en vida, y lo mismo sucede con la mentira, que si se siente también se convierte en vida.

Realidad, virtualidad, imaginación, sueño, ensueño, recuerdo, verdad y mentira, todo puede ser o no vida, depende de la sensación, de la emoción producida en el ánimo.

Y como planteó Calderón de la Barca, tal vez la propia vida no sea más que un sueño, y entonces, la vida ¿qué es?: ¿verdad o mentira?

Soñemos y así viviremos, vivamos y así soñaremos, imaginemos i sintamos, que en ello se encuentra la verdadera vida.

Feliz vida, felices ssshhh y pshclic… y poomssshhh.

La fotografía a fuego lento de Richard Learoyd. Para ver de otra forma.

En la sala Fundación Mapfre Casa Garriga Nogués, en Barcelona, hasta el próximo 8 de septiembre, se exhibe un conjunto de obras fotográficas de Richard Learoyd que requieren, más que ser vistas, ser observadas de forma minuciosa y distinta a la de cualquier otra exposición de esta especialidad. Recientemente, mientras visitaba la fascinante luz captada por el fotógrafo, me llamó la atención que los visitantes con los que coincidí recorrían las distintas salas observando cada fotografía de la misma manera que lo hubieran hecho en la exposición de cualquier otro fotógrafo, es decir, situándose a una distancia de la obra que permitiera admirarla en su totalidad, que en este caso requiere ser mayor de lo habitual, dado el considerable formato de las fotografías. Pensé que con esa forma de contemplación se perdían buena parte del interés que ofrecían las diferentes capturas, debido a la existencia de un hecho diferencial.

Además de esta forma de ver la exposición, que de por sí ya ofrece sumo interés, la obra fotográfica de Learoyd regala otra forma de lectura, dado que las imágenes no han sido capturadas ni con una cámara analógica ni tampoco digital. Las instantáneas, que en realidad no lo son, han sido captadas mediante la utilización de una cámara oscura de grandes dimensiones, diseñada por el propio fotógrafo, y mediante la cual, en la mayoría de casos, fija cada imagen de forma única y original directamente en el mismo material soporte que va a ser expuesto, y por tanto con sus mismas medidas definitivas, que para tratarse de una fotografía resultan de considerables dimensiones, lo cual hace que la realidad retratada aparezca con admirable detalle.

En este caso, cada una de obras expuestas ofrece la posibilidad de fragmentarse a nuestra vista en infinitos retales con interés propio, de forma independiente del conjunto de la fotografía de la que forma parte, de modo que podemos aproximarnos y advertir un sinfín de detalles, muchos de los cuales podría constituir una obra por sí solos. Conviene explorar los paisajes y arquitecturas para encontrar otras naturalezas y descubrir superposiciones de elementos reales que no pueden apreciarse a la distancia normal de observación; en las naturalezas silenciosas (lo prefiero a muertas) se encontrarán abstracciones formadas por texturas, filamentos, óxidos y cenizas inadvertidas de otra forma; mapeando los cuerpos retratados se descubrirán magníficas orografías de pieles y precisas topografías de telas.

En la prensa y en publicaciones especializadas se ha escrito bastante sobre esta exposición, y aparte de mencionar el empleo de la cámara oscura, lo que se puede leer versa sobre asuntos como la interpretación de las fotografías y su contexto, sobre las intenciones del autor, o sobre la influencia de Ingres y los prerrafaelistas, pero ninguna hace mención de la posibilidad de descubrir los secretos que las imágenes ofrecen. Y no observar de cerca para poder leer las pequeñas pero nítidas indiscreciones que muestran las fotografías de Learoyd, conlleva el escribir sobre cuestiones solamente supuestas y pudiendo no ser ciertas. Hace dos días leí un artículo en la prensa, dedicado a la exposición, en el cual se decía que en la dependencia anexa a la cámara oscura, donde posaban los y las modelos, se iluminaba a éstos con potentes focos. Naturalmente no es un error grave, pero sí ilustra lo que expongo en este escrito. Tal afirmación resulta lógica tras deducir que cuanto mayor es la iluminación de la persona a retratar menor resultará el tiempo de exposición necesario en la cámara y que por tanto habrá menor riesgo de que la persona se mueva; sin embargo, si se observan los ojos de las personas retratadas se podrá ver de forma muy nítida que las pupilas están muy dilatadas, lo cual indica que la luz existente es muy baja, y que por tanto el tiempo de exposición es alto, con lo que también se puede decir que la persona retratada ha tenido que permanecer totalmente inmóvil y casi conteniendo la respiración, durante un periodo de tiempo bastante incómodo, hecho que también infiere un mérito inestimable a las personas que han servido de modelo para el buen resultado de las fotografías. Y podemos adentrarnos más en el detalle y leer las pupilas; veremos en todas ellas el perfecto reflejo de los focos de luz tenue empleados, uno de ellos de luz indirecta.

Esta es la magia que ofrece Learoyd con su cámara oscura, al controlar los largos tiempos de exposición de la luz incidiendo de forma directa en el soporte fotosensible de grandes dimensiones, consiguiendo un detalle y nitidez nada usual en el mundo de la fotografía, sea del modo analógico o digital.

Resulta paradójico que con un medio de captación (no de fijación) conocido ya en la época medieval ─la cámara oscura─, en manos de Learoyd se superen en posibilidades artísticas y técnicas los medios actuales. Las fotografías de Richard Learoyd, captadas a fuego lento, parecen sobrepasar incluso a la pintura hiperrealista, movimiento artístico nacido para superar en realismo a la fotografía.

Creo que no existe analogía entre Learoyd y David Hockney, ni tampoco pretendo establecer comparación entre ellos, pero sí entreveo algunos puntos de conexión que, precisamente por discurrir en sentidos opuestos pero en la misma línea, pueden propiciar que la observación de las obras de uno pueda reforzar la mirada sobre las del otro. Hockney siempre se ha interesado por los sistemas de captación de imágenes y por los medios ópticos que se han ido desarrollando durante la historia, y ha realizado estudios en los que concluye que pintores como Canaletto o Vermeer, entre otros, utilizaban la cámara oscura para representar con mayor fidelidad la realidad aparente; sin embargo, para la realización y muestra de su obra, él adopta los últimos avances tecnológicos en el ámbito de la imagen.

Learoyd también se pasea por la historia de la captación de la imagen, pero al contrario que Hockney  decide captar las luces de la realidad mediante la cámara oscura, el medio que constituyó el origen de todos los hoy empleados.

Para ejecutar la obra fotográfica “Pearblossom highway”, David Hockney tomó más de 700 fotografías, cada una desde un punto de vista distinto, y las compuso a modo de gran collage conformando una única y vibrante obra. En esta misma línea, pero al contrario, Richard Learoyd realiza una sola captura con un único punto de vista y fija la imagen de forma directa en un soporte de gran formato, obteniendo así gran detalle y definición, posibilitando al espectador la realización de tantas porciones virtuales como alcance mediante su observación.

Actualmente, Richard Learoy dice estar muy interesado en la fotografía aérea; mientras, yo quedo a la espera con impaciencia.

Fede Fàbregas

Julio 2019

 

Huyendo de mi propia sombra

Retrato casual

Retrato casual

Nunca había sido consciente de estar, a menudo, pegado a una mancha oscura que me persigue e imita de forma reiterada y casi irritante. Fue Walt Disney quien hizo que me percatara de la existencia de este chicle oscuro y pegajoso, gracias a la película Petter Pan. Pero en este cuento de James Matthew Barrie, la sombra se desprendía de quien la pisaba, incluso de forma impertinente y agresiva.

Desde entonces, siempre que se me aparecía la sombra, yo intentaba inútilmente desprenderme de ella, unas veces saltando, otras dando grandes pasos, y otras tirándole tierra intentando cubrirla. Pero siempre permanecía anclada a mis suelas. Más tarde supe que esa tiniebla que me perseguía era creación mía por el solo hecho de no ser transparente. Seguí con aquella inquietud, y creyendo que sería más fácil que dejar de ser opaco, pensé en trampas utópicas para hacer que se desvaneciera.

Sombra celta

Sombra celta

Un tiempo después, cuando al mediodía me dirigía a la escuela, el sol se alineaba con las calles que atravesaban la dirección de mi camino hacia las otras tinieblas (el cole), iluminando las intersecciones. Cuando yo caminaba sin sol, nadie me seguía, pero cuando asomaba la cabeza por la esquina pronto aparecía aquel “tío” con cartera, arrastrándose por el suelo. Su color siempre era similar; en unas ocasiones aparecía más claro y en otras más oscuro, pero siempre era de un color gris que dejaba transparentar su soporte, a la vez que se adaptaba como una pátina íntima a cualquiera que fuese la forma o volumen de este último.

Tres pendiente

Tres pendiente

Inútilmente, pero con toda la fe del mundo, cuando faltaban pocos pasos para llegar a la esquina, tomaba impulso y cruzaba la calle saltando y brincando. Pocas veces lo hice y ninguna fue efectiva, aunque sí hubo una vez, la última, en la que por un instante sí me sentí libre de mi sombra, notando como me estiraba de la cartera de cuero resistiéndose a dejarme. Pero pronto me di cuenta, por los gritos e improperios que oía, que mi oscura compañera había sido atropellada, y que mi cartera se había enganchado en el parachoques cromado de un automóvil. Incluso la maltratada pero intacta sombra me ayudó a recoger los Alpino que rodaban calle abajo, mientras yo recordaba aquella rutinaria y diaria letanía: “hijo, mira bien antes de cruzar la calle”.

Después de ese episodio me olvidé de toda sombra por una larga temporada.

Sombra de piel roja

Sombra de piel roja

Pasó el tiempo, y no fue hasta que mi hija comenzaba a dejar la niñez que recuperé aquella vieja y bella obsesión, cuando juntos viajamos a la República Dominicana. Allí advertí que, hacia el mediodía, las almas oscuras de cada persona eran cruelmente pisoteadas, casi desapareciendo ─ cosas del Ecuador ─. En aquel tiempo mi hija pasaba muchos ratos conmigo, sobre todo durante las vacaciones, riendo y acompañándome en mis tonterías. Y esta fue una de ellas: saltar lo más alto posible intentando desprenderse de su sombra. Allí casi parecía que se conseguía. Todavía oigo sus risas cuando le dije que me lanzaría desde lo alto de un muro contra mi sombra para estamparla en la arena para siempre jamás. Sin embargo, más reí yo cuando ella me contestó que lo más probable fuera que no acertara y que cayera fuera de mi propia sombra. Se equivocó: acerté de lleno, aunque no conseguí enterrarla.

Diana en triedro

Diana en triedro

Desde entonces no he dejado de sentir un especial interés por las sombras, aunque siempre con un “he de hacer” que no cesó hasta hace poco tiempo. Tan sólo han habido algunos apuntes sobre posibles actuaciones y proyectos artísticos dirigidos a relacionar las tres dimensiones arquitectónicas con las dos dimensiones del plano, sirviéndome de la sombra como elemento articulador , como si se tratara de algo parecido a un procesador que transforma la realidad en imagen, haciendo subjetiva la naturaleza de la primera y experimentando aquello que dice Michel Melot en su Breve historia de la imagen: “Toda imagen es un término medio entre un ideal y una realidad”.

Llama oscura

Llama oscura

La sombra, por su naturaleza camaleónica, es perfecta para este tipo de experiencia, ya que es a la vez tridimensional y bidimensional, precisamente por siempre ser pátina íntima de lo que cubre. Si su soporte es plano, ella se desliza plana; si es cilíndrico, ella se transforma en camisa muy ajustada; si constituye un diedro, tanto cóncavo como convexo, ella se dobla en dos planos; y siempre es muy glotona porque engulle todo lo que encuentra a su paso.

No hace mucho tiempo comencé a ordenar todos estos pensamientos para así poder experimentar con tinieblas, y para intentar dar un paso de cara a conseguir la independencia de la sombra, el intercambio de su “dueño”, o para poder construir una nueva realidad en dos dimensiones.

Un primer paso para experimentar con la ligazón que adhesiva la sombra a su dueño, ha sido a nivel de laboratorio, sirviéndome de una maqueta, de un recinto ajeno a mi persona, de diversos objetos que me acompañan en la vida, y de otros que me son ajenos, escogidos más o menos al azar.

La idea parte del intento de establecer un diálogo entre mi entorno próximo y el que poco tiene que ver conmigo, sirviéndome de diversos objetos cuya relación entre ellos es prácticamente nula, utilizando tanto sus sombras propias como las proyectadas en dos arquitecturas, una cóncava, la interior más íntima, y otra convexa, la exterior más compartida; e intercambiando los contextos de estos objetos consiguiendo un diálogo entrecruzado que tal vez conlleve el acercamiento entre la intimidad de lo interior y lo público de lo exterior.

Uno doblado

Uno doblado

Intentar intercambiar las sombras, variar la naturaleza de los objetos que las producen mediante ellas mismas, incluso convertir un objeto opaco en transparente, o dotar de vida propia a la sombra, emulando Petter Pan, es lo divertido (la vida es eso) que puedo ir encontrando mientras camino hacia la utopía.

En mi mundo continuaré intentando encontrar la sombra viva de Petter Pan, ir a la escuela otra vez, dando saltos hasta lograr librarme de mi eterno perseguidor, demostrar a mi hija que puedo lograr ser tonto y no hacer diana al saltar sobre mi propia sombra, y vete a saber qué más, recordando como ya he hecho en otras ocasiones, aquello de que la utopía es el horizonte hacia el cual se camina dos pasos a la vez que éste se aleja otros dos, y hacia al que nos dirigimos más lento o más rápido, pero al cual nunca se llega.

Y entonces, si no se alcanza, ¿para qué sirve la utopía?… Pues para caminar.

E... spermatosombra

E… spermatosombra

Fede Fàbregas

La perspectiva como herramienta del arte contemporáneo

La realidad, a la vez  verdad y engaño.

Nos podemos preguntar dónde radica la importancia de la realidad, para dilucidar la auténtica esencia de ésta; y plantear si la realidad consiste en lo que (algo) “es” o en lo que “aparenta”. Por una parte, si lo relevante de la realidad recae en lo que “es”, estamos condenados a ser ciegos, pues nunca vamos a poder apreciarla globalmente, en su verdadera magnitud. Y por el contrario, si lo importante de la realidad es lo “aparente” viviremos instalados en la mentira.

El cubismo intentó representar la realidad en su forma de lo que se “es”, de la misma manera que un arquitecto la intenta mostrar antes de que “sea”. El uno facetando, el otro también. El uno en la misma obra, el otro mediante planos gráficos representativos. Ambos se diferencian de los artistas que han seguido la línea tradicional de la representación de la realidad, en que estos últimos siempre lo han hecho a partir de lo “aparente”, es decir, del engaño.

Los niños, que todavía no entienden de engaños, cuando dibujan un vaso encima de la mesa suelen hacerlo mediante la disposición de un trapecio situado en el límite de una mesa. Esto es lo real, esto es lo que “es”; sitúa el punto de vista en la línea donde su parte izquierdo del cerebro le dice que lo que ve es verdadero. Van Gogh, en sus comienzos, hacía lo mismo con los pies de sus personajes, es decir los alineaba porque eso era lo verdadero.

Romper con la forma de ver la realidad como “verdad”, como lo que algo “es”, es difícil, pues nuestra capacidad mental verbal y científica nos arrastra con el lastre de lo conocido ya procesado. La “comprensión espacial”, como ejercicio de entender desde una posición más abstracta, es decir, libre de estereotipos, nos ayuda a traducir lo “aparente” en “verdadero”, para poder comprender la realidad en (casi) toda su magnitud; y a la inversa, es decir, nos ayuda a partir de la verdad de la realidad, para representar su apariencia.

La comprensión espacial constituye una herramienta de tipo intangible que responde al modo de pensamiento cognoscitivo; sin embargo existe otra herramienta, la perspectiva lineal, que actúa según el modo de pensamiento verbal y numérico, la cual permite manipular de forma directa las nociones de “verdad” o “engaño” de la realidad, bien para poder representar directamente lo que “es”, bien para mostrar cómo algo que “es”,  también puede mostrar el engaño.

Los artistas contemporáneos, a menudo utilizan la perspectiva lineal como herramienta tangible ─es así porque se basa en leyes y razones geométricas y matemáticas─, pero con un fin diferente al del arte tradicional, el cual se ha propuesto representar la realidad aparente.

En el arte contemporáneo, los productores utilizan la perspectiva lineal para flirtear tanto con la noción de la verdad como con la del engaño de la realidad, invirtiendo en muchas ocasiones los términos, para revertir en una mayor conceptualización de sus trabajos. El artista contemporáneo, incluso trabaja con la descomposición de la perspectiva, es decir, construyéndola en sentido inverso,  para mentir de forma consciente sobre la realidad mostrada. Con esta forma de proceder, el artista contemporáneo no incide en la realidad, sino que la construye, manipulando sus distintas nociones de espacio, hecho que representa una intervención marcadamente arquitectónica.

Si bien es verdad que a partir del siglo XV había artistas que construían anamorfosis, también es cierto que no lo hacían utilizando ninguna herramienta de la arquitectura, sino que lo hacían con la ayuda de elementos ópticos, como lentes y espejos; y que su significación atendía a criterios simbólicos, y no conceptuales.

Voy a exponer dos ejemplos que ilustran cómo el artista contemporáneo puede construir una realidad engañosa, a partir de la mentira o desde la verdad, respectivamente. Son dos obras bastante alejadas en el tiempo, que si bien ambas construyen una mentira aplicando la perspectiva lineal a la inversa, cada una de ellas consigue una realidad opuesta.

Figuras 1 y 2

Figuras 1 y 2

Perspective Correction, Big Square, 1968 (fig.1), de Jan Dibbets, es una obra fotográfica en blanco y negro en la que se puede apreciar el marcaje de un cuadrado perfecto realizado en la superficie de un campo de hierba. Pero no se trata de una vista aérea, o sea, que el cuadrado no “es” tal, ya que solamente lo es, visto desde el punto de vista desde el cual se tomó la instantánea. Si pudiéramos ver según una vista en planta, es decir desde un punto de vista elevado situado en un eje perpendicular al prado de hierba, lo que veríamos sería un trapecio. Lo que el autor ha hecho es invertir la fuga única de las líneas laterales de un cuadrado, de modo que su foco se sitúe en el lado contrario del de un cuadrado, es decir, del lado de la cámara fotográfica; a la vez que ha aumentado la profundidad relativa del cuadrado, es decir, que ha separado las líneas anterior y posterior del cuadrado inicial. Pero ¿qué es lo real?, ¿la mentira del cuadrado o la verdad del trapecio? Yo no tengo la menor duda de que la realidad es la construida por el autor.

Esta obra estuvo expuesta en el MACBA hace algún tiempo, y se encontraba acompañada por otra anexa, la cual contenía el croquis geométrico correspondiente al cálculo de corrección de la perspectiva lineal del cuadrado.

En el caso de la obra de Rafal Bujnowski, titulada Two framed pictures juxtaposed, 2003 (fig.2), lo importante, para lo que estoy exponiendo, radica en el hecho de que en la obra interactúan dos aspectos de tipo arquitectónico: uno de tipo tangible como es la perspectiva lineal, y otro intangible como es la visión arquitectónica real física. En esta obra podemos ver que la realidad que “es” es verdadera, es decir, vemos dos trapecios porque el artista ha dispuesto dos trapecios. Pero estos dos cuadros con esta forma no es más que el núcleo de la obra, ya que la obra la completa el espectador cuando la presencia, y esta realidad finalmente construida acaba por ser una realidad mentirosa. Esto sucede porque, por un lado tenemos que el artista dispone dos trapecios cuyos ejes de los límites superior e inferior de ambos coinciden y confluyen en un mismo punto, situado, aproximadamente, en la línea de horizonte correspondiente a la vista del espectador; y por otro lado, y en consecuencia de esto último, tenemos el hecho de que actúa el lado izquierdo del cerebro del espectador, engañándole a causa de la imagen percibida que procesa, confundiendo, y ganando paradójicamente lo aparente a lo verdadero. Este proceso mental lo provoca el artista partiendo del elemento arquitectónico de la perspectiva lineal, y completándolo con la visión arquitectónica, gracias a la cual prevé que la mente del espectador, cuando visualice la obra, ejercerá un sistema de fuerzas centrífugas que ampliará la percepción a su contexto físico adyacente, apareciendo así una contradicción arquitectónica entre una perspectiva aparente y otra real.

Es significativo también, el hecho de que el contenido de los cuadros trapezoidales sea otro trapecio vacío de contenido formal, por una parte por reforzar la mentira de la perspectiva, y por otra porque actúa de forma similar a una obra de Hans Haacke, en la cual sus marcos están vacíos de contenido. Sin este hecho sería difícil que existiera la apropiación del contexto, y por tanto la contradicción arquitectónica.

Teniendo en cuenta lo expuesto, para ser precisos, cuando nos referimos a la perspectiva, deberíamos distinguir entre dos acepciones distintas. Por una parte, la perspectiva es la imagen que procesa el cerebro al traducir el efecto visual de la realidad espacial que percibe el ojo. Como ya he dicho, en este sentido se puede decir que la perspectiva es un engaño, ya que a decir verdad, ésta constituye una deformación de la realidad espacial; es decir, sólo es un efecto óptico que permite que toda la realidad que se encuentra en frente de nuestros ojos “quepa en nuestro cerebro” de forma aparentemente ordenada. De esta manera obtenemos la ayuda precisa para relacionar los objetos que percibimos en un ámbito visual determinado, estableciendo relaciones de distancias, escalas, volúmenes, y en general de todas las referencias espaciales precisas para entender la realidad. Sin estas referencias no existiría el espacio entendible. Esta forma de perspectiva “engaño” es la que considero más interesante en el caso del arte contemporáneo. Un ejemplo de este concepto de perspectiva, aplicado al arte, serían los ukiyo-e o estampas japonesas de finales del siglo XIX, en los que la relación de profundidad o lejanía de la realidad representada se percibe, no mediante la perspectiva lineal basada en parámetros geométricos, sino mediante la superposición de capas en las que la referencia más alejada se encuentra en la capa superior. Este criterio no responde a ningún criterio geométrico ni trigonométrico, sino a la simple percepción “engañosa” de la realidad, en la que según nuestra visión, en un mismo plano horizontal por debajo de nuestra vista, a medida que los objetos se van alejando de nosotros, éstos se van percibiendo situados más arriba de los inmediatamente más cercanos.

Por otra parte, la perspectiva lineal es la especialidad de la geometría descriptiva (disciplina independiente) que nos ofrece la posibilidad de representar en dos dimensiones la imagen “engañosa de la realidad” antes aludida. Dicha acepción de la perspectiva, al ser geométrica, responde a criterios matemáticos que aportan gran exactitud a la representación, pero que sin embargo, su manipulación expresa (o su falta de conocimiento) puede generar interés en el proceso creativo. Si bien, como he dicho, esta forma de perspectiva se puede ajustar matemáticamente a la representación de la realidad, también es verdad que por limitaciones en los supuestos geométricos con respecto al órgano sensorial de la vista, ésta, aunque exacta en su ejecución, también puede resultar al final, como ya hemos visto, mentirosa, pero no por ello menos interesante en el ámbito del arte contemporáneo. Sólo un ejemplo de este tipo de limitación: el campo visual del ojo en posición inmóvil es de aproximadamente treinta grados sexagesimales; la parte de la realidad que no se encuentra dentro de este ángulo se percibe mediante el “barrido” de la vista. Según esto, por ejemplo, las perspectivas lineales de interiores que se ajustan a la realidad no son posibles si no se sitúa el punto de vista fuera de la estancia que se desea representar, con lo cual la vista también resulta imposible, y por lo tanto también engañosa. El hecho de la exactitud matemática es la que hace de la perspectiva lineal una herramienta útil para la arquitectura, y el aspecto manipulable y “mentiroso” de la perspectiva es lo que resulta atractivo para la labor creativa en el arte contemporáneo.

En este sentido veamos una demostración a partir de analizar tres obras relacionadas, una de ellas muy distanciada en el tiempo, aunque no por ello inconexa ya que constituye el origen de las otras.

Sin incidir en la cuestión conceptual, ni en otros fines que puedan perseguir los artistas, sí que voy a poner de manifiesto el mecanismo tangible de índole arquitectónico aplicado por ellos, que leído de forma inversa a la cronología de la producción de las obras, nos ayuda a descubrir el secreto que evidencia la mentira contenida en la obra primigenia. Es decir, a partir de la extraña verdad de una obra contemporánea, llegaremos a poner al descubierto la magnífica mentira de una obra del siglo XVII.

Las tres obras llevan como título Las Meninas. Las dos más recientes son versiones producidas dentro de la década del 2000, y que pertenecen a los artistas Sophie Matisse y Shinji Ogawa; y la primera ─la magistralmente mentirosa─ se trata de la realizada por Diego Velázquez, supuestamente en 1656. Quiero destacar que existe otra versión reciente del artista José Manuel Ballester que, en el sentido que aquí trato, viene a ser igual a la versión de Sophie Matisse. Mi deseo ha sido el ejemplarizar el caso con su obra, ya que según mi criterio es de mayor calidad, sin embargo no me ha sido posible conseguir la imagen correspondiente.Figuras 3, 4 y 5

En la versión de Sophie Matisse (fig. 3), ─o de José Manuel Ballester─, Las Meninas no contiene a las meninas, ni a ningún otro personaje o animal. Han sido eliminados de la composición y la estancia aparece vacía, conteniendo un vacío arquitectónico hueco, cuyo principal interés recae precisamente en lo que sabemos que no está. Si realizamos un análisis de la perspectiva lineal de la estancia representada, podemos apreciar cómo todas las líneas de la arquitectura que actúan en profundidad confluyen perfectamente en un mismo punto de fuga situado en una línea horizontal que aproximadamente pasa por el tercio superior de la puerta abierta situada al fondo, y también por la mitad del espejo. La perspectiva es del tipo frontal, ya que solamente existe un punto de fuga, y por tanto, éste coincide con la situación del punto de vista de quien contempla la estancia, o de quien la pinta. Según estas consideraciones se puede decir que la realidad representada es verdadera, y que ésta corresponde a la de una estancia normal, cuyos paramentos verticales y horizontales forman diedros ortogonales. Inclusive, se puede considerar que el punto de vista corresponde al de una persona que se encuentra de pié al nivel del suelo, dado que la línea de horizonte queda situada con respecto a la altura de la puerta abierta del fondo en una proporción muy verosímil.

Atendiendo ahora a la versión de Ogawa (fig. 4), de momento solamente me permitiré decir, por una parte (y perdón por el solemne disparate), que únicamente difiere de la obra de Velázquez en que ha omitido en su composición a la infanta Margarita, situada en la posición central; y por otro, que esto es causa de que la realidad representada, al contrario que en la obra hueca de Sophie Matisse, sea mentirosa, pero en este caso, de una forma bastante inútil. La explicación de ello se deduce, en este sentido, del análisis de la obra de Velázquez.

Las Meninas de Velázquez (fig. 5), espacialmente hablando, también constituye una obra mentirosa, aunque, eso sí, esta vez se trata de un prodigio de mentira. Velázquez, al igual que S. Matisse y Ogawa, (espero que se entienda el nuevo disparate) pinta la arquitectura del interior de su obra con el mismo rigor; y del análisis, según la perspectiva lineal, se desprende que el punto de fuga, de forma bastante aproximada, se sitúa en el mismo punto ubicado en la puerta abierta. De esta forma se establece una línea de horizonte situada en la misma posición que las otras versiones contemporáneas. Sin embargo, a diferencia de la obra de S. Matisse, en la composición espacial de Velázquez, ésta no constituye la única línea de horizonte. Si nos fijamos en los personajes, veremos que todos aparecen representados de una forma frontal, es decir como si el punto de vista del Artista con respecto a cada personaje fuera independiente el uno del otro, apareciendo así múltiples líneas de horizonte. Ésta era una forma de trabajar habitual en los artistas de siglos pasados, por cuestiones operativas, y cuya práctica queda referenciada, aunque no explícitamente para Las Meninas, en la tesis expuesta por David Hockney en su libro El conocimiento secreto.

Solamente parecen no estar pintadas, según este criterio, las figuras correspondientes al propio Velázquez y a la del perro, las cuales parecen estar representadas según un punto de vista situado aproximadamente en la zona intermedia existente entre ambos, o sea, frontal a las meninas, lo cual refuerza la consideración anteriormente expuesta. Fijémonos cómo el rostro del Artista aparece visto desde abajo, mientras que el perro parece ser visto desde un punto superior. ¿Pero todo esto por una cuestión meramente operativa? Estoy seguro de que no.

Lo que creo es que aquí es donde radica la magistral mentira de Las Meninas de Velázquez. El Artista lo que ha conseguido es construir una realidad aparente que no corresponde a lo que “es”, aplicando sus conocimientos (probados) de perspectiva lineal, con el fin de lograr representar una profundidad espacial envolvente, imposible de conseguir, en este caso, considerando un solo punto de vista, y por tanto, estableciendo una sola línea de horizonte.

Es decir, si Velázquez solamente hubiera establecido un solo punto de vista, el situado en la línea de horizonte ubicada a un nivel frontal a las meninas, hubiera ocurrido que las líneas de profundidad de la arquitectura representada hubieran fugado hacia dicho punto de vista, ya que hemos de recordar que se trataría de una perspectiva lineal de un solo punto de fuga coincidente con el punto de vista, como hemos podido ver cuando hemos analizado la versión contemporánea de Sophie Matisse. La consecuencia de esto hubiera sido que, en la representación de la arquitectura, la línea resultante de la intersección del plano de la pared del fondo con el plano horizontal del suelo, hubiera desaparecido detrás de las figuras de los personajes, con la consiguiente desaparición del espacio existente entre estos y el final de la sala, y en consecuencia de la profundidad aparente.

Por tanto, creo que Velázquez, consciente de la falta de profundidad de la que adolecería su obra en caso de tomar la línea de horizonte más baja, frontal a las meninas, como soporte del único punto de vista; lo que hizo fue introducir, además, otro punto de vista más elevado, independiente del anterior y correspondiente a la arquitectura, para que así, en su realidad representada, la línea de intersección del diedro formado por la pared posterior y el suelo, pudiera ser lo suficientemente visible para poder construir un espacio envolvente y, para así también, poder disponer en el suelo un haz luminoso proveniente de la puerta abierta, con el fin de reforzar aún más la sensación de espacio y atmósfera envolventes. He aquí la gran mentira de Las Meninas de Velázquez.

Antes he dicho que la versión de Las Meninas de Shinji Ogawa es mentirosa, al igual que la obra de Velázquez y al contrario de la versión de Sophie Matisse; y que lo es de forma inútil. Digo que esto es así, en su caso, porque la mentira constituida por la existencia de las dos líneas de horizonte es estéril desde el punto de vista espacial (tal vez no compositivo), ya que al suprimir la figura de la infanta Margarita, con un punto de vista bajo también se hubiera apreciado suficientemente la línea de entrega de la pared del fondo y el suelo, resultando de ello, probablemente, la misma sensación de profundidad que la del original.

Han habido filósofos, estudiosos y artistas que han elucubrado sobre Las Meninas, que han realizado maquetas ─totalmente inútiles y equívocas según mi criterio─, que han tratado el tejido de las miradas entre los personajes como hacedor de espacio, como Michel Foucault en su libro Las palabras y las cosas; que han versionado la obra, como son los casos mencionados anteriormente; o como Eve Sussman, que dirigió la filmación de una performance producida por Rufus Corporation titulada 89 segundos en el Alcázar, la cual fue presentada en la Bienal de Whitney en 2004, y en cuya representación puede apreciarse cómo la línea citada baja considerablemente hasta esconderse, ante la evidencia de que la realidad “viva” no permite trabajar desde dos puntos de vista simultáneos. Es curioso ver, comparado con esta performance, cuánto más profundo y atmosférico tiene la obra de Velázquez en comparación con la mismísima realidad filmada. No en vano dice Ramón Gaya en sus ensayos: “Velázquez no quiso pintar la realidad, sino salvarla”.Figura 6

En el mundo real y perecedero, no es posible la percepción simultánea desde dos o más puntos de vista distintos, sin embargo, por su carácter temporal, sí puede introducirse este factor como una cuarta dimensión, y así poder construir otra realidad a partir del movimiento. Esto es lo que ha hecho Velázquez en Las Meninas, moviéndose de un punto de vista a otro; así como también lo ha hecho David Hockney, para construir la realidad representada en su obra Carretera de Pearblossom, 1986 (fig. 6), consistente en un fotomontaje realizado a partir de unas 750 fotografías, tomadas, cada una, desde un punto de vista distinto, y con lo cual, al igual que Velázquez, consiguiendo una sensación de proximidad a todas las cosas, y al mismo tiempo profundidad.

Respecto a su obra, Hockney dice lo siguiente: “… los ojos de nuestra mente van de un lado para otro cerca de todas las cosas, excepto el lejano horizonte, que tiene que estar cerca de la parte superior del cuadro”. Es decir: Hockney eleva el horizonte; y Velázquez también. Bendito engaño.

Fede Fàbregas

(Texto incluido en tesis de Máster de arte actual, IL3 Universidad de Barcelona)

El dibujo como caricia inocente

Dedicado a esas mujeres y hombres que, posando como modelos, prestan duros y estáticos retales de su vida, ofreciendo sus luces y sus sombras a los artistas, para que éstos sufran el deleite de la falsa creación.

Las caricias no tienen sombra, sólo un rastro de sensación que se fija en la memoria para fabricar un recuerdo. Los objetos, las plantas y los animales sujetan sus propias sombras y soportan el desliz de las ajenas, mientras que el ser humano se deja acariciar por ellas y se esfuerza en materializar el alma para que se pose suavemente en su semejante.

Cuando dibujo un objeto, observo fríamente sus sombras, que no su alma, e intento trasladarlas a su tocayo papel, con sentimiento matemático y frío. Cuando más allá del papel hay una mujer o un hombre, o ambos, inconscientemente percibo mayor vida; tal vez porque lo que se ve no son sombras sino esencias. Y necesito entablar conversación sobre ello con la blanca plana fabril, hablando con los dedos; con esos dedos de acariciar pieles y de captar esencias. Y entonces siento que dono caricia humana, pero no de hombre, con suavidad inocente, a cuerpos con alma; y a veces con más de una: con la propia y la interior engendrada.

Unas veces, las sombras y las luces aparecen de entre mis yemas mientras éstas ennegrecen, no de forma fácil y segura, sino con el titubeo dulce de la responsabilidad de reproducir esencias humanas. En otras ocasiones, intermediarios  de la creación rayan o pincelan entrelazos de cuerpos, deseando que sombras ajenas muy próximas reposen en sus íntimas pieles.

Mujeres y hombres se acarician con sus sombras, a veces ocultas en el vientre, para que otras mujeres y otros hombres, como yo mismo, tengamos el privilegio de atrevernos a aprehender las almas contenidas en sus luces.

Gracias a todas ellas y ellos. Y a la oculta u oculto también.

Fede Fàbregas


 

El què hem vist. (Intervención en lafuturA, julio 2012) Si las paredes hablaran…

Si las paredes hablaran…

En lafuturA el modo condicional no existe: las paredes hablan. Y lo hacen sin cesar: hace casi año y medio que no callan; a veces susurrando, a veces en voz alta.

Ellas siempre ofrecen su carne al piercing y su piel al tatuaje, pero no con un hablar por hablar, sino haciendo de juglar.

Muchas son ya las historias que nos han contado, siendo en unas ocasiones llanas y en otras abruptas. Esta vez nos cantan historias ilustradas que nacidas de cuentistas distintos, se entrelazan en relatos entre cándidos y subversivos.

A iniciativa de Iván Sanjuás, miembro resistente de lafuturA, y bajo el lema El què hem vist, altruistas ilustradoras e ilustradores han intervenido en las paredes de ésta la que es vuestra casa, trasladando lo que parece pertenecer a un mundo de formato reducido a otro que hasta parece envolverte. A esta nueva escala, los personajes parecen tratarte de tú a tú y con mayor descaro, pareciendo rogar mayor edad, al saber que pronto, por efímeros, van a desaparecer bajo un blanco y opaco velo, ignorando que en ese futuro y plano limbo, en secreto, podrán departir con algún demente acostado, con ciertos encapuchados y con otros singulares personajes ya sólo visibles en nuestra propia memoria.

Cuando en el día de la inauguración accedí a la sala, tuve una sensación extraña. En el umbral me mentí sintiendo el vacío, como cuando se entra en un lugar abandonado y escondido en el que las paredes han sido cubiertas de fríos y callados graffiti, que a diferencia de otros escandalosamente gritones y a plena luz, sólo pretenden dejar una huella de paso. Pero este engaño solamente dura un instante, porque lo que de las paredes de lafuturA emerge y a la vez socava, no es graffiti, sino ilustración. Lo adviertes cuando te adentras y discurres viendo la panorámica de forma frontal, como cuando lo haces ante el papel. Si embargo, este cambio de escala produce otro tipo de emoción, ya que la vista rastrea la superficie leyéndola de forma secuencial, apareciendo así el relato, sin necesidad de palabras. Y cuanta mayor atención se presta más crece la narración, apareciendo escondidos secretos, muchos de los cuales, tal vez, son fruto de la improvisación.

Por esto podemos pensar que los pájaros bien pudieran estar emparentados con los saltamontes (o que de lo que se come se cría), según nos cuenta Ariel Moraes; o que los cabellos de la mujer del nº 8 sirven para peinarlos y también para pisarlos en el vacío con amor, o que han robado el santo de la hornacina del nº 60, según nos relata Sonja Wimmer; que los zapatos de los Rolling Stones se abrochan con cordones de scooby-doo, o al menos así lo explica Olivia Cara; que la dueña de una muñeca ya ha dejado de ser niña, a juzgar por el contenido de la papelera de Ina Fiebig; o que tal vez la que abandonó la muñeca fue la niña presumida de Isabel S. Schirmeister, que ya creció por amor; que en el Poble Sec también se vigila a las parejas por la ventana, mientras el amor entra por la rejilla de ventilación, según grafía Laura Gómez; o que a veces la incompetencia sólo permite respirar a través de un cristal roto, según me parece leer de David Bermúdez; que la cifra temporal 786 como encabezamiento de un sabio menú verbal caligrafiado por A. W. Sabaté, esconde un año grande en la cultura islámica, ya que en él asciende al trono califal Harun Al-Rashid, inmortal de Las mil y una noches, y padre también en ese mismo año, de Al Manun, tal vez el más grande de los califas de la historia del Islam, y al cual se atribuye el esplendor del Al-Andalus, interrumpido muchos siglos más tarde por los Reyes Católicos, tal vez por desgracia, según podría deducirse del presente; o que hay caballos con cabellera y mujeres con crines, y caballos con pata de pollo y pollos con cuerpo de caballo gracias a los macizos équidos de José Luís Tercero y a la impertinencia de Martín; o que Supercutreman lleva calzoncillos Punto Blanco, y que hay ciertos “pollos” de cresta postiza que, para sentirse por encima de los demás, necesitan llevar zancos, según las historias de Rema Varela.

No me queda más que invitar a quienes piensan que las paredes no hablan (y a los demás también), a visitar lafuturA hasta el próximo día 28, para descubrir muchas más historias con el fin de conseguir que aunque tal vez las paredes no lo digan todo, las imágenes que nos muestran no se conviertan en solitarios espectros al carbón, a la tinta, al collage,…

Fede Fàbregas

El paseante y el asesino. Exposición de Iván Sanjuás (lafuturA, 2011)

… Sus pasos conviven en la noche sucediéndose rectos o tortuosos, divergentes o coincidentes; mirando e imaginando, u observando y matando.

El hacedor de arte parece atravesar la noche a cuatro patas, con pasos vacilantes de huellas muy juntas que parecen atropellarse hundiendo el polvo. Es decir, anda y también mata, caminando en dirección al horizonte que nunca alcanza; en dirección a la utopía. En su singladura desfallece, y por eso mata. Para sobrevivir. Da vida a sus exploradores para más tarde quitársela. Porque le torturan. Estos guías de parajes desconocidos y cartografiados “hic sunt dracones” le agotan y a la vez le envilecen, y lo pagan caro; con su vida. Y así da por concluida su obra que, desde entonces, yace postergada ensoñando.

Iván Sanjuás practica el arte del ensueño, pero no cual guerrero tolteca castanediense, o sea en sí mismo, sino para aquellos que osen visitar lugares donde hay dragones. Sus obras exploran realidades mentirosas y apariencias verdaderas, pero fallecen porque el artista desfallece, porque él no es pétreo ni hierático como los Atlantes de Tula, sino dúctil y humano; aunque por cansancio, asesino de sus obras.

Fede Fàbregas

El retrato como instante del gesto o como secuencia resumida

“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 15-21) Es posible que Jesús de Nazaret no hubiera podido salirse por la tangente con éxito, hablando de impuestos, si no fuera porque quinientos años antes de que le pusieran en un aprieto al respecto, los reyes persas tuvieran la idea de estampar su rostro en las monedas. No es mi intención insinuar que el “retrato” sea la causa de que en estos últimos días hayamos tenido que cumplir con nuestros deberes para con el “César”, no sin antes decidir si cumplimos con la segunda parte del mandato divino marcando la casilla correspondiente a la colaboración con la Iglesia; sino sólo mostrar cual fue el inicio de lo que más tarde se entendió como retrato, evolucionando más o menos (dudo de en qué medida) el concepto y su forma de expresión, hasta la actualidad.

El tema del retrato puede abordarse desde muchos puntos de vista, sin embargo, esta vez, solamente incidiré en su acepción artística (a menudo presunta), ligada al hecho de entender el factor tiempo como el médium de la vida que la conforma como un transcurrir de instantes sucesivos e incesantes.

Según este planteamiento, el retrato puede responder al criterio de único instante, al de unidad secuencial, o al de paralelismo con la vida misma, es decir al de tiempo real. Un criterio no es mejor que otro; cada uno de ellos responde a una forma distinta de mostrar una realidad o de simularla. Pero hay que poner atención, porque no siempre lo que parece más real es lo verdadero, ni tampoco el simulacro se alimenta de la mentira. Todos los criterios construyen caminos que conducen a la representación de una misma realidad, aunque utilizando tempos de vida distintos. La falsedad solamente la podemos encontrar en el interior del retratista si éste confunde los caminos, o cuando menospreciando a uno de ellos y a pesar de ello utilizándolo, se avergüenza de ello y lo esconde, no cayendo en la cuenta de que en lo único que yerra es en lo que le parece vislumbrar al final del camino por el que deambula.

En esta ocasión no me voy a referir al retrato según el criterio de tiempo real, pues lo que pretendo con las presentes reflexiones es establecer las diferencias o similitudes que existen entre aquellos criterios que llevan a resultados a veces confusamente semejantes en apreciación, pero a la vez muy distantes en su concepción y en el proceso seguido para llegar a la concreción final, siendo obvias la diferencias con este tercer criterio citado, cuyos ejemplos procesales los pueden constituir el video o la performance.

Si la vida no se puede entender sin la estrecha unión del espacio y el tiempo, resulta difícil apreciar lo vital en la parálisis del tiempo, es decir, en un solo instante extraído del transcurrir de la vida, que por independizarse se convierte en huella de ella y por tanto en recuerdo. Sin embargo, quien se adentra en el único instante vital y se apropia de él consciente de su carácter extractivo, puede jugar a ser Dios y dotar de vida a aquello que ha sustraído de ella.

Aquellos aventureros que pasean su existencia paralizando el tiempo y captando sus huellas, si están atentos, y son ellos los que encuentran y no los que son hallados, serán capaces de dotar de una nueva esencia a aquel instante robado a Khronos, para que deje de ser huella y vuelva a ser vida. Los fotógrafos que escrudiñan su camino sin mapearlo, si escogen un instante y no otro sin escanear el tiempo mediante su cámara, son los que consiguen retratar la vida y lo que en ella anda, convirtiendo el mero recuerdo en nuevo soplo vital.

En estos días, y lo cito como ilustración de lo dicho y por proximidad (kilométrica) a quien escribe, han coincidido, entre otras, dos exposiciones de interés: una en La Casa de Cultura de Girona y otra en lafuturA, en Poble Sec de Barcelona. La primera muestra La Mirada de Steve McCurry, fotógrafo consagrado desde ya hace tiempo,  y la segunda, denominada Antepupila, comparte la visión del mundo de Jesús G. Pastor, otro fotógrafo que bien merece atención y reconocimiento, y la visión de las transformaciones de Poble Nou de la fotógrafa Elena Panzetta.

De Steve McCurry, quién no conoce su Peshawar. Pakistan, aquel retrato de una joven de ojos verdes y de pupilas pequeñas, reflejo de la luminosidad de su mundo, que con el contraste de rojos y verdes consigue devolver a la vida una exhalación de ella misma. O su Weligama.Sri Lanka, que palpita sin la más mínima arritmia gracias al ingrávido equilibrio de los pescadores de “pierna larga” que faenan suspendidos en el limbo existente entre las espumas del mar y de las nubes.

En esta línea, recientemente he conocido a otro joven aventurero, a Jesús G. Pastor, que con su cámara también consigue dar vida a la vida, extrayendo recuerdos de ella para luego devolverles el pálpito atemporal. En la mencionada exposición de lafuturA, presenta dos líneas de instantáneas aparentemente distintas, dispuestas una frente a la otra, como confrontándose, y de sensibilidad óptica diferente. Pero no; toda ella es una, todo la misma vida; son las huellas robadas al tiempo las que se encuentran alejadas, las que se han hendido en el polvo de caminos muy distantes. El discurso de ambas líneas es el mismo pero con un binomio cambiado: pobreza y aparente placidez a un lado, y aparente progreso y desquicio al otro. Y eso tiñe la vida de distintos colores, y Jesús nos lo muestra, incluso introduciendo gestos compositivos comunes, tal vez casuales, que nos advierten que la existencia es común y que los caminos, por muy alejados que se hallen, a veces se encuentran.

Si bien gracias a la fotografía, o mejor dicho, a los que la utilizan como hacedores de vida, consiguen aproximarse a ella misma utilizando el único instante, también los hay que se acercan a ella, no con menos intensidad pero sí con más dilación, robando al tiempo con tiempo y como no disponiendo de él para conseguir la brevedad, solamente concretando al final con una unidad secuencial. Esta forma de volver a dar vida a la vida, en su modo más puro, es la que utiliza lo que David Hockney denomina “globoculación”, que él mismo define en su libro El conocimiento secreto, como “la manera en que un artista se sienta delante de un modelo y dibuja o pinta un retrato usando sólo las manos y el ojo, nada más, mirando la figura y luego tratando de recrear el parecido sobre el papel o el lienzo. Al actuar de este modo, “tantea” la forma que ve delante de él.”

La “globoculación”, paradójicamente, es la forma de proceder que posibilita con mayor precisión acercarse a la verdad de la vida, que no a la realidad, precisamente, como explicaré, por no utilizar la ayuda de otros elementos presuntamente más fieles al calco de la realidad aparente. Con esto no estoy menospreciando a quienes los utilizan, sin embargo sí que cuestiono a quienes se sirven de ellos con la única finalidad del mero virtuosismo, o a quienes piensan que el fin de su trabajo es lograr, sin más, la mayor fidelidad posible en la representación de la realidad.

Al respecto, tampoco hay que caer en el error de pensar que los hiperrealistas forman parte de este grupo, ya que en su proceder se encuentra la intención, no de acercarse al máximo a la realidad, sino de superarla a ella misma y a aquellos medios que tradicionalmente son considerados como sus más fieles reproductores, como es la fotografía, intentando desmentir dicha opinión. (Otra cuestión es si lo logran)

Durante toda la historia, la distancia entre la realidad y su representación ha ido variando, surgiendo el interés por hallar métodos y artilugios que permitieran acercarlas el máximo posible; y también, produciéndose el efecto contrario, ha habido descubrimientos e inventos que han provocado el interés por su alejamiento.

A principios del siglo XV, Brunelleschi inventa la perspectiva geométrica como método de traducción espacial que permite representar muy fielmente en dos dimensiones, aquello que se ve en tres; así como también se desarrolla la óptica y la fabricación de lentes. Otros instrumentos como los visores reticulados permiten a artistas como Durero solucionar la representación de acusados escorzos, apareciendo también para ello y para la representación fiel de complicadas escenas, a principios del siglo XIX, la cámara clara.

La cámara oscura y el logro de la fijación de la imagen en soporte físico como vidrio o papel, también colaboró a acortar distancias entre la realidad y su representación, sin embargo, paralelamente, junto a otros descubrimientos resultantes de experimentos físicos realizados con la luz, que llevaron a la elaboración de la nueva teoría de los colores, también hizo que muchos artistas sintieran interés precisamente en su alejamiento. Delacroix y, más tarde, los impresionistas, fueron probablemente los primeros.

Y con la aparición de la fotografía también surge la confusión en cuanto a la semejanza de resultados y en su apreciación, precisamente debida a su dualidad, porque es a la vez medio directo de expresión y herramienta compartida de otras disciplinas. Es precisamente esta dualidad la que puede confundir y hacer que en muchas ocasiones su uso sea inadecuado, y muestre torpemente la vanidad escondida de quien se sirve de la fotografía como herramienta interdisciplinar. La coherencia del resultado depende del uso adecuado del medio, que en el caso de la fotografía depende del ser consciente de que se aplica el criterio de único instante extraído a la vida; y en el caso de otras disciplinas como pueden ser el dibujo, la pintura o la escultura, depende de ser conciente de que se actúa siguiendo el criterio de unidad secuencial.

En el primer caso, los fotógrafos suelen ser coherentes en su proceso, independientemente del resultado, sin embargo no siempre sucede lo mismo con los demás artistas plásticos, que a menudo, probablemente sin apercibirse, en su proceso se equivocan al intentar convertir en instante aquello que de forma natural constituye una secuencia, es decir, un transcurrir de instantes sucesivos. Y si son conscientes peor, porque entonces son de los que muestran sus vanidades escondiendo su vergüenza.

No hay más que ver qué diferente resulta un retrato con modelo al natural de uno que parte de una fotografía. Paradójicamente, el segundo, que precisamente parte de la captura de un instante real, parece mucho más irreal. El resultado de éstos es más hierático, como si los rostros padecieran de cierta parálisis. ¡Y como no va a ser así!, si la fotografía consiste en esto, en producir un gran «parón» de la realidad.
Sin embargo, el retrato del natural resulta VVV: vibrante, vigoroso, y veraz. Pero no porque el modelo que se encuentra en frente nuestro esté vivo, sino porque mientras dibujamos, el rostro «palpita», y por tanto se mueve. Más o menos sutilmente, pero se mueve. Si se mira un rostro con atención y se fija la mirada en algún detalle de éste, como por ejemplo en el párpado inferior de un ojo, y seguidamente la persona a la que se observa sonríe levemente; ni eso, si sólo hace una mínima insinuación de sonrisa, se podrá apreciar como ese párpado cambia completamente; aparecen nuevas arrugas, se dibuja un contorno de ojo distinto, el reflejo del iris cambia, las sombras se transforman radicalmente, etc.
Esto es lo que precisamente proporcionan las VVV al retrato dibujado con modelo vivo: los rostros, mínimamente, siempre se mueven, por relajados que estén, y mientras el dibujante se fija en un párpado, en el transcurso del vaivén de sus ojos (modelo-papel), el rostro del modelo sigue palpitando. El dibujante va captando todas esas sutilezas, en principio incongruentes porque posiblemente el detalle de ese párpado corresponde a otro movimiento de labios, y así sucesivamente.
Pero en eso reside el secreto de la viveza del resultado, ya que en la realidad, cuando vemos a las personas, éstas casi siempre se encuentran en movimiento y las imágenes que captamos son el resultado de una alternancia: ahora dirijo la vista a los labios, ahora a los ojos, etc., pero nunca vemos con nitidez toda la anatomía a la vez.

Esto es lo que se reproduce cuando se dibuja con modelo vivo, no siendo así cuando se parte de una fotografía. En ella, una forma responde siempre a otra contigua en una correspondencia anatómica perfecta, pero eso no es lo que apreciamos en la realidad.

Voy a poner un ejemplo, un tanto pernicioso, que a mi juicio explica ciertas cábalas humanas que encierran algún inocente engaño, y en el cual nos gusta creer para inútilmente desdecir la mella que en nosotros produce el paso del tiempo. Me refiero a la obsesión que surge en muchos de nosotros, a partir de cierta edad, de no ser “fotografiados”, que no retratados, para ignorar y no tener constancia de que el transcurso del tiempo, como a todos, nos redibuja el cuerpo cruelmente, incidiendo especialmente en el rostro. La causa de nuestro feo a la cámara fotográfica no la tiene el paso del tiempo, sino precisamente el “no paso”, o sea el parón, o sea el solitario fotograma extraído de la película de nuestra vida. No nos gusta nuestra apariencia cuando nos vemos en él, porque nos percibimos desagradablemente diferentes o simplemente viejos; y entonces devenimos en víctimas de nuestra propia vanidad. Porque, qué mejor que aparecer menos agraciados en una fotografía que en el espejo. La verdad es que yo me rio de la fotogenia y temo la frase “qué guapo estás en esta foto”, pues lleva oculto que en la realidad no lo soy tanto. Prefiero aquella que dice “qué mal has quedado”, o mejor todavía, “qué viejo pareces en la foto”. Ah!, sí, qué ilusión; quiere decir que en la realidad lo parezco menos.

La culpa de todo este malentendido la tiene el captar el recuerdo y no el retratar, ya que si lo que se busca es solamente la huella, lo que aparece es solamente eso, es decir, una imagen casual, con una iluminación casual, en un gesto casual; y eso monta su propio teatro, sin necesidad de quien oprime el disparador, y nosotros pensamos que es real. Y el resultado no somos nosotros, sino solamente un instante de nosotros en nuestra casual circunstancia; y creemos que aquel entramado de líneas oscuras que envuelven nuestro rostro son gruesas arrugas, mientras que lo que percibimos son simplemente sus crueles pero efímeras sombras dilatadoras, que al instante siguiente ya pueden haber desaparecido sin que la cámara lo haya advertido.

Como he dado a entender, en el retrato fotográfico el soplo vital lo infunde su autor, entendiendo el instante robado al tiempo, no como un recuerdo de lo acontecido, sino como elemento ya atemporal dotado de vida propia. Pero esto solamente es privilegio de esta disciplina, y lo consigue el autor con su voluntad y con clara premeditación, moviéndose entre la maleza de la existencia intentando predecir el gap, o jugando a parar el tiempo para captar el lapso, buscando el posado y creando un contexto adecuado.

En el retrato dibujado, pintado o esculpido, sucede algo distinto. El autor tiene tiempo para la reflexión y puede llegar a ver mucho más de lo que el modelo deja ver, incluso diría yo que hasta puede ver diferente a lo que se es; y todavía más, puede advertir que la fealdad exterior no existe, que solamente es una ilusión, y que cada rasgo puede esconder un misterio. En este tipo de retrato no existe el solitario fotograma de la vida, sino una sucesión de ellos. En su proceso no se roba un instante al tiempo, sino que se crea tiempo con el mismo tiempo. El modelo presta parte de su vida y el artista se la devuelve con la suya propia. Ambos forman parte del mismo relato y se funden en la misma bobina de la vida, construyendo una secuencia resumida de ella.

Mientras el fotógrafo disfruta del alumbramiento de su ser, el pintor o escultor se recrea en su gestación, escribiendo con su propia caligrafía cada uno de los rasgos y huellas que lee en su modelo. Y esta lectura es profunda, porque cuando deletrea la superficie pronuncia palabras halladas en el interior; cuando su mano construye el iris no se dibuja un ojo sino la vista en sí misma que emerge desde el interior. Para el modelo esto es duro y violento, ya que siente como le escudriñan su interior y teme ser descubierto en sus secretos, porque si el artista es buen lector los encuentra, y su mano los dibuja con escondida caligrafía. Modelo y artista comparten vida, precisando valentía el primero y  osadía el segundo. Pero cuidado con la apariencia, porque quien parece desvalido ante la intensa prospección del artista, si es osado como él, también puede leer los secretos de quien le palpa su interior, sin saber el creador que también puede ser creado.

El artista Alberto Giacometti, sin saberlo, fue creado mientras creaba; fue retratado mientras retrataba. Mientras James Lord posaba para el artista y éste último le leía y releía durante dieciocho sesiones, el primero, recíprocamente, también tomó como modelo al artista convirtiendo en palabras aquello que éste, sin darse cuenta, iba deletreando de su vida y su interior. No hay duda: la existencia es única y, si no eterna al menos tendiendo al infinito, constituye un mapa en el cual coexisten muchos caminos; tantos como personas. Y por ello, de una única secuencia resumida de la vida surgen dos trechos de caminos andados: la pintura Retrato de James Lord, 1964, y el libro Retrato de Giacometti, 1964-1980.

Los procedimientos y técnicas son específicos para cada disciplina, sin embargo, como hemos visto, en ocasiones existen encuentros. Inclusive, una puede tomar a otra como herramienta. Ya hemos visto cómo, durante la historia, se han incluido herramientas de ayuda como el visor reticulado o la cámara clara, y desde que apareció la fotografía, disciplina autónoma, cómo, ésta también, la emplean dibujantes, pintores y escultores como herramienta de trabajo. Pero como toda interdisciplinariedad, debe darse con tino y mesura, con el fin de que sea en pro de la creatividad y no del aparente virtuosismo. Y la fotografía (al igual que el ordenador), a veces se presenta como manzana de Eva (o como manzana de bruja de Blancanieves para los no creyentes), y se sucumbe en el atajo en lugar de en el trabajo.

Hay que reconocer, que para un posible modelo, posar durante horas en varias sesiones resulta incómodo y difícil, y la fotografía se nos presenta como una alternativa sustitutiva. Sin embargo, el artista no ha de olvidar que a quien se retrata es a la persona y no al elemento, y que una cosa es representar al personaje que aparece en él, y otra es copiar la propia fotografía.

Retratar a partir de una fotografía, en contra de lo que pueda parecer, es muy difícil, pero copiarla no tiene demasiada dificultad, ya que solamente se precisa cierto dominio de la técnica, resultando más cómodo el mimetismo quela interpretación. La dificultad estriba en que durante el proceso, el artista debe ver la verdad y ser honesto, y a la vez debe engañarse. Me explico:

Una señora que observaba una obra de Matisse dijo al artista “Estoy convencida de que el brazo de esta mujer es demasiado largo”; a lo que Matisse le respondió “Madame, estáis equivocada. Esto no es una mujer, es un cuadro”.

En nuestro caso, aplicando la lógica de Matisse, la verdad la constituye el hecho de que se observa una fotografía, porque eso es lo que es y no una persona, y esto el artista no debe olvidarlo; pero a la vez también debe engañarse al igual que la señora y no ver una fotografía sino una persona. Conseguir esta doble conciencia resulta difícil.

Sin embargo existen modos de proceder que allanan el camino, como por ejemplo el comenzar el retrato con el modelo en una primera sesión, para luego, y desde el mismo punto de vista del artista, captar una instantánea para poder proseguir el trabajo con una fotografía. Y para finalizar el retrato puede completar los últimos toques en una última sesión, del mismo modo que en la primera, es decir, con la persona posando. De esta forma el artista siente estar absuelto de mentirse, a pesar de que el retrato todavía resulte poco secuencial, y de que por tanto adolezca de cierto carácter de instante demasiado congruentemente compensado para representar la vida.

Si el dibujante, pintor o escultor, con el retrato, resume una secuencia de la vida, y lo hace ayudado por una fotografía, dado el carácter de único instante de ésta, deberá ser cauteloso con aquellas instantáneas en las que se redunda en éste, es decir, con las que constituyen instantes del gesto, de la mueca, o de la risa o del sollozo, los cuales solamente son síntomas de vida si el tiempo transcurre con ellos.

El conocimiento por parte del artista de la persona a la que se retrata, también puede contribuir a superar el carácter único de instante. Y también su memoria puede hacerlo. Pero esta última no solamente entendida como imagen sobrevenida del recuerdo de la persona figurada, sino también como el cúmulo de imágenes fijadas en la mente por el continuo retratar sin caligrafiar, es decir, el que es fruto de la observación gratuita en el transcurrir normal de la vida, y de la lectura secreta de quienes la habitan.

Un ejemplo extremo de esta memoria leída la podemos apreciar en un delicioso dibujo de Pierre Prud’hon, en el cual figura una joven y sonriente Constance Mayer, discípula, ama de llaves y amante del artista. Su rostro aparece con una limpia sonrisa, la cual resulta imposible de captar durante un posado, ya que nadie puede resistir el mantener el gesto durante un dilatado periodo de tiempo. Y sin embargo su rostro representado palpita, a diferencia del hieratismo, casi me atrevería a decir grotesco, de expresiones similares mimetizadas en el papel a partir de instantáneas de pose casual, es decir, de fotografías tomadas sin el fin de servir de herramienta para la representación.

Dado que el retrato de Constance Mayer fue realizado en 1801 y el primer daguerrotipo (primer procedimiento fotográfico fijado sobre soporte físico) no se difundió hasta 1839, no hay duda de que Prud’hon no utilizó la fotografía como herramienta; y por tanto creo que lo más acertado sería pensar que el profundo conocimiento de la persona y la memoria del artista fueron los que le permitieron vitalizar lo que a primera instancia comenzó con un esbozo al natural.

Otro aspecto a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre el retrato en relación a la utilización de la fotografía, es el pensar que no existen dos seres vivos idénticos, sino como mucho de muy parecidos, con lo cual, al tener la persona retratada una vida, y su representación otra distinta creada por el artista, en el retrato el mimetismo no tiene cabida. Su fin es la similitud, que ésta, por ser siempre relativa y subjetiva, permite al creador, como al “Otro”, crear a imagen i semejanza suya.

Si contemplamos retratos (o autorretratos), por ejemplo, de Van Gogh, Picasso, Bacon, Giacometti, Modigliani, etc., podemos apreciar la vida por ellos creada, a partir de un parecido que sin duda (y gracias a Dios) no corresponde a una realidad mimetizada.

Un último pensamiento me viene a la mente antes de dar por finalizadas estas reflexiones entorno al retrato. Dibujar, pintar o esculpir un rostro de tú a tú, es decir, uniendo dos vidas (que no dos carnes) en aras de crear una nueva, deviene en una labor ardua, tensa e intensa, y también incisiva, a menudo impertinente por penetrante y escudriñadora; y siempre aleccionadora. Se aprende sobre lo que es la belleza y sobre la inexistencia de la fealdad; y cuando las pupilas de modelo y artista se unen en mirada honda y penetrante durante interminables instantes, ambos se descubren el alma apareciendo siempre limpia; y entonces, como en el Tango, ambos se enamoran con sentimiento efímero, pensando que no es posible conocer a una persona hasta que no se le retrata o se le posa.

Dedicado a mis buenos amigos y colegas Marcelo, David e Iván.

Como dice la mamá de Forrest Gump…

… “es tonto el que hace tonterías”; y yo pienso como ella: es arquitecto el que hace arquitectura, es diseñador el que hace diseño, es fotógrafo el que hace fotografías, es artesano el que hace artesanía, es escritor el que hace escritura (lo admito, esto queda un poco forzado), es músico el que hace música (esto también), es conferenciante el que da conferencias, es cineasta el que hace cine, es pintor el que pinta, es escultor el que esculpe, etc. Es decir, lo que resulta determinante es lo que se hace, no quien lo hace, o mejor dicho, no en calidad (profesión) de qué se hace. Parece obvio  lo que es una obra de arquitectura, o un diseño, una fotografía, o una pieza de artesanía, un libro o artículo,  una canción o partitura, una conferencia, una película o vídeo, una pintura, o una escultura. Pero, ¿y una obra de arte?,… ¿está tan claro?

La señora Gump diría que es artista el que hace obras de arte. Pero, ¿qué es una obra de arte?, ¿qué o quién determina lo que es o no es obra de arte? Resulta paradójico, pero es más fácil definir el arte (aunque no voy a ser yo quien se atreva a hacerlo) que determinar lo que es obra de arte, y por tanto establecer quien es artista; o mejor dicho, decir en qué consiste ser artista.

Un arquitecto, un diseñador, un fotógrafo, un escritor, etc., no es, por su condición, un artista. Lo será si hace obras de arte en el ejercicio de su profesión, o en el de otra disciplina.

Hace cierto tiempo tuve la oportunidad de cruzar una palabras con Josep Mª Espinàs, escritor catalán a quien tengo gran admiración, y habiéndole dicho (con toda sinceridad) que él es escritor y artista, él me contestó (creo que también de forma sincera),… “No, no. Yo solamente escribo”. Lo que quiero decir es que tal vez no sea preciso ser consciente de que se hace arte, y que existen artistas porque existen obras de arte; es decir, que son las obras las que hacen al artista y no a la inversa. Espinàs, según mi opinión, es artista; no solamente por sus libros, sino porque también creo que constituyen verdaderas obras de arte algunas de sus sencillas columnas publicadas en la prensa. Y además de ser artista por su escritura, casi pienso también que lo es como pintor; parece que también “pinte” con su Olivetti.   Eso es lo que me parece cuando leo cualquiera de sus libros titulados “A peu per…”. Explico esto, también, en alusión a que es arriesgado ejercer ciertas profesiones con el fin de “artistear”, ya que el virtuosismo va ligado a la técnica o al procedimiento, y muchas veces se confunde virtuosismo con arte; y a veces sucede que a algunos arquitectos y pintores lo primero les “engulle” lo segundo.

Según esto, parto de la base de que, en sentido genérico, la arquitectura no es arte; sin embargo algunas o muchas de sus obras pueden llegar a serlo, y por lo tanto, los arquitectos autores de éstas serán considerados artistas. Pero muchos que no lo son intentan ser considerados como tal, pues desean un “valor añadido” para sus obras, tal vez pensando que la condición de artista les aporta un mayor prestigio social.

Suele decirse que existe la arquitectura y la construcción. Esta última acepción puede corresponder a aquellas obras que son banales, y que aún siendo correctas bajo todos los puntos de vista, incluso estando bien diseñadas, éstas no tienen más interés que el de ser útiles y de cumplir aquel programa funcional para los que han sido proyectadas. ¡Cómo si esto fuera poco! Evidentemente, como en todo, existen obras “de construcción” buenas y también malas. En cuanto a las obras de “arquitectura”, parece que el término engloba a las dotadas de un plus normalmente asociado a la estética; como si el trabajo correspondiente al diseño fuera, en este caso, más esmerado. Así pues, a veces, la funcionalidad parece quedar relegada a un segundo término comenzando a aparecer el “ego”. Es entonces cuando, casi siempre y ¿casualmente? propiciado por algún ente público, aparece “una obra de arquitectura estrella” que convierte (o reafirma en caso de reincidencia) a su autor en “arquitecto estrella”, empleando términos de Maratí Peran. El suponer que dicho arquitecto pretenda conseguir un mayor prestigio social, quiere decir, probablemente, que anhela el rango de artista, como si la acepción indicara un escalafón jerárquico, un grado más: arquitecto, doctor arquitecto, artista; o sea, general de división, teniente general, capitán general. Pero la cuestión es si su obra es o no es una obra de arte. Parece paradójico en este tiempo, cuando el arte contemporáneo ha puesto en crisis la representación, liberando al objeto de la responsabilidad de constituirse como factor determinante del calificativo de obra de arte, dejando paso a la vía conceptual y al proceso; decía que resulta paradójico que sea ahora, cuando sucede todo esto, que el arquitecto megalómano recurra a la interdisciplinariedad artística para utilizar los medios o herramientas como abasto para dotar a su edificio de una mayor carga estética, de una mayor carga objetual, con el fin de que éste pueda ser considerado obra de arte.

Según mi criterio, el edificio, para ser una obra de arte, primero debe ser arquitectura; y la arquitectura es siempre un cuerpo con alma, útil para el ser humano. Su cuerpo podrá ser concebido siguiendo los criterios arquitectónicos más clásicos o tradicionales, y también utilizando nuevas técnicas de proyecto o aquellos “encuentros” resultantes de la voluntad de interdisciplinariedad; pero su alma siempre seguirá siendo la misma: la propia del ser humano a quien ha de ser útil, constituida por su programa funcional. A partir de aquí ya se verá si es arquitectura o “A”rquitectura.

Y sin embargo, a pesar, o tal vez gracias a todo ello, me planteo la siguiente pregunta: ¿Hasta qué punto es necesario distinguir entre arte y arquitectura, o entre arte y diseño?

El señor de los helados y el africano de las chanclas

Recuerdo un verano en blanco y negro. Era temprano y me adentraba en una playa todavía desierta, caminando a la sombra de mis padres. La arena, todavía virgen, se nos ofrecía entera. Una vez llegados a la orilla mi padre extendió dos toallas grandes muy juntas y paralelas; mientras, yo hacía lo mismo con otra más pequeña pero a cierta distancia de las otras y sin preocuparme el paralelismo. Pronto estuvo instalada mi bandera, o sea el perchero, o sea la sombrilla. Al cabo de poco tiempo aparecieron más toallas y más “banderas”. El paisaje cambiaba paulatinamente mientras la costura de la orilla se iba cosiendo con el vaivén de la gente al ritmo de las olas. Pronto apareció el señor del “mantecao helao”, serpenteando entre las parcelas de algodón. En esa época yo construía castillos y fortalezas. Y muchas de las veces me gustaba hacerlo en mi propia parcela, encima de la toalla, porque entonces no eran ni de moros ni de cristianos; yo era el señor del castillo. Pasadas las horas las sombrillas se apagaban, las parcelas se enrollaban y los pies robaban algo de arena. Actualmente, en el verano ya de color, sigue ocurriendo igual. Sólo una cosa ha cambiado a parte de la ausencia de mis castillos; ahora, en lugar del señor de los helados, pasa el señor africano de las chanclas dispensadoras de arena, ofreciendo ilegalidades varias y otras bagatelas.

Hasta hace relativamente poco, el espacio público consistía en algo parecido a esa playa de nadie pero de todos, susceptible de verse apropiada eventualmente a pedazos, por cualquiera y por decisión propia. El espacio público era siempre físico, terrenal, urbanístico; que se ocupaba efímeramente con la simple presencia personal o a tiempo indefinido hasta que el “gran jefe de la nada de todos” levantara el pétreo marcaje territorial estatuario, las toallas o las sombrillas hito. Actualmente la noción de espacio público ya no tiene sólo un sentido territorial; ya no es mesurable. Ahora es adimensional y tiende al infinito. Ahora no consiste solamente en la extensión de arena, sino también en las huellas escritas y en los rastros socavados delatadores de presencia, relaciones y acciones anteriores, y en la costura cosida de la orilla, de los cuales el viento y la marea se encargarán de hacer desaparecer (junto con las máquinas limpiadoras), para que al día siguiente puedan volver a aparecer; y así cíclicamente. Es de este modo como este espacio público ahora puede configurarse con diversas apariencias, porque actualmente éste depende también de uno mismo, de su entorno y de sus relaciones.

También, hasta hace relativamente poco, en el espacio público terrenal, solamente tenían cabida obras de arte públicas, es decir estatuas y otros objetos más o menos contundentes, conmemorativos de algo, demostrativos de algunas vanidades, o hitos metropolitanos; y en la playa castillos de arena en territorio de nadie y de todos, es decir fuera de la toalla, y sombrillas hito. Pero ahora, en el espacio público adimensional subyace el arte público, que formando un bucle con él al constituir su construcción alternativa y crítica, aporta más que nunca aquello que le hace falta a la realidad para completarla. En otro tiempo sólo yo era artista en la playa, y únicamente mis castillos eran las obras; pero desde hace apenas cuatro décadas bien podría haberlo sido el señor del “mantecao helao” labrando camino e interactuando con los chavales sirviéndose de los Popeyes de dos y media. “¿De naranja o de limón?” preguntaba. Pero actualmente el verdadero artista de la playa podría serlo el sufrido señor africano de las chanclas, que cargado de bagatelas y otros inconfesables, crea territorio efímero tejiendo parcelas de algodón hincando las rodillas en sus lindes. “Brato, brato”, repite incansable intentando inútilmente entrar en empatía. Bien pudiera ser que ambos hidalgos de las playas, si sus tránsitos no fueran tan cruelmente de tipo estacional, consiguieran convertirse con el tiempo en “residentes”, y así poder recavar en los interiores mediante una labor quintacolumnista. Material para analizar no les faltaría.

Yo no recuerdo como eran mis castillos de arena, pero sí que la torre más alta estaba coronada por el palo de un Popeye de dos y media, y de limón.