Estando muerto tuve un sueño

Muerto soñando, 2012
Muerto soñando, 2012
Tinta / papel
29,7 x 21 cm

Todo el desvarío que sigue es rigurosamente cierto.

Hace pocos días me encontraba en un jardín, o mejor dicho en un claro rodeado de árboles en el que la hierba crecía cuidada como si fuera un jardín de césped bien rasurado. En él se había dispuesto diversas agrupaciones de asientos orientados a distintas mesas que hacían intuir prontas conferencias. No había nadie, pero en casi todas las sillas había alguna prenda de vestir o bolso, como queriendo reservar el asiento al modo cutre de las tumbonas playeras o de solárium de piscina. Por la distribución de las agrupaciones se podía intuir variedad de conferencias. Yo no tenía ni idea de qué iba el asunto pero me apetecía asistir a alguna de las oratorias. Me rebajé y, tal como habían hecho los demás, dejé mi chaqueta en una silla libre.
Me fui a dar un paseo entre el nadie y cuando volví a mi asiento auto-reservado encontré mi chaqueta debajo de la silla, en el suelo, y ésta ocupada por una prenda ajena. Repetí mi reserva dos veces más con el mismo resultado y siguiendo sin ver a nadie. Me pregunté si yo era alguien o si como los demás tampoco estaba allí.

Decidí marcharme a algún lugar en el que hubiera hervir de gentío, y se me ocurrió ir a aquel teatro de platea sin asientos, mezcla Liceo y La Paloma, que se encuentra en la plaza Gal•la Placídia de Gràcia, en una pequeña plazoleta adoquinada sin junta de mortero ─al modo romano─ y situada justo al lado de Atracciones Caspolino, en cuyo tiovivo los caballos y unicornios suben y bajan al son de la parisina música y del aporrear y petar de trole de los autos de choque. Sé de buena tinta que tan fina talla de adoquines ahí dispuestos proviene de las canteras de Caldes de Montbuí. Me gusta caminar sobre ellos sintiendo en la pisada el contraste simultáneo de la dureza pétrea y de la mullida hierba que crece entre sus entresijos.
Me dirigí hacia la entrada del teatro y atravesé el ostentoso vestíbulo decorado con panes de oro y telas púrpura, hasta el acceso a platea. Ni la persona de la taquilla ni el vigilante de puerta, ni tampoco quien parecía ser el innecesario acomodador, repararon en mí ni me reclamaron la entrada.
Accedí al gran espacio del público y la gente que allí se encontraba se mezclaba según permitía el mobiliario dispuesto. No había butacas; los espacios vacíos, con piso de madera fina, se combinaban en extraña alternancia con sofás, enormes sillones orejeros y grandes sillas tapizadas de raso rojo. Los altos paramentos alojaban nichos a modo de pequeños palcos, pero parecían vacíos. Todas las paredes estaban tapizadas de terciopelo verde esmeralda, conteniendo molduras doradas que configuraban extrañas geometrías.
Las personas que configuraban el supuesto público bullían con gran estruendo; iban y venían, parloteaban a voces o se agrupaban en pequeños círculos aparentemente de conocidos.

Tampoco aquí mi presencia parecía llamar la atención. Pasaba entre la gente intentando no rozar a nadie, lo cual me resultaba muy difícil ya que nadie hacía el mínimo ademán de apartarse para permitirme el paso. Era como si no advirtieran nunca mi presencia.
No sentía ni frío ni calor, a pesar de ver como las pieles brillaban húmedas.

La gran sala esmeralda contrastaba agresivamente con el gran frente de espesos ropajes y telones rojo carmesí que enmarcaban el gran escenario. En él se encontraba una mujer sinuosamente enfundada en un vestido plateado y centelleante. Llevaba el cabello recogido y era rubio, y cantaba maravillosamente con la voz de Ella Fitzgerald. Estaba situada en el centro del entablillado y detrás de ella, ligeramente desplazadas hacia su derecha, la acompañaban tres mujeres vestidas con ajustados vestidos largos, también muy brillantes pero de color azul Prusia muy oscuro. Sus voces, las tres de diferente matiz, parecían ser el eco de la voz principal, aunque con un extraño contraste debido a su sonido en sordina; cantaban como The Andrews Sisters, como si de una retransmisión radiofónica de los años cuarenta se tratara. Sus movimientos eran al unísono y de una sutileza exquisita.
Parecía como si solamente yo las oyera, porque las demás personas parecían ignorar a las artistas igual como hacían conmigo.

Mientras pasaba entre la gente sin notar sus estrechos roces, advertí que una de las cantantes de brillante azul Prusia era mi amiga Rosa, hermana de mi gran amigo Xavier, a la cual hace mucho tiempo que no veo; a él lo veo casi cada día en sueños, en lo que parece ser su oficina ubicada en la calle ─casi siempre está reunido─. Me alegró mucho el verla y apresuradamente me dirigí al escenario subiendo a él de un salto, cosa rara en mí. Mientras cantaban me dirigí hacia ella y fui a abrazarla, pero cuando me planté ante ella ni se inmutó; su vista me atravesaba sin reposar en mí. Hice espavientos y le hablaba esforzándome para que me oyera, pero sin ningún efecto.

Decidí dejar el abrazo para mejor y más discreta ocasión, volviendo a la hirviente platea, pero cuando salté del escenario sentí como si alguien me agarrara por detrás. Eran los pesados cortinajes rojo carmesí que se me habían pegado a la espalda. Yo intentaba con todas mis fuerzas caminar como contra Tramontana, y a medida que avanzaba sentía cómo el ropaje iba estirándose como un inmenso chicle.
Aquella gran lengua que me lamía la espalda no se despegaba y mientras yo avanzaba escuchaba el vocerío de las gentes reclamando que se cerraran las puertas para evitar el vendaval de la corriente de aire que movía de tal manera el cortinaje. Se acumularon las personas detrás de mí asiendo fuertemente la pesada tela para intentar dominarla.
Al cabo de poco noté un sesgo de tela y también cómo cedió la fuerza que intentaba absorberme, aunque no experimente ni el más mínimo desequilibrio.

Pasado un instante advertí la presencia de muchos ─ puede que todos─ de mis amigos, familiares y conocidos. Me pareció que todas las personas que allí se encontraban tenían algo que ver conmigo, pero parecía que yo no era nadie para ellos. Me paseaba entre ellos buscando una mirada, pero todas me traspasaban; intentando notar un roce, pero nunca había caricia. De pronto me encontré enfrente de un grupo de amigos que estaban sentados en sofás circulares con altos respaldos, y entre ellos se encontraba mi amiga de toda la vida Núria, que estaba junto a su marido, Joni, también amigo. Llamé a Núria pero siguió hablando con Montse, la cual tampoco me hacía ningún caso. Sin embargo, mi amigo Joni, volviéndose, me mira y con su rostro tranquilo de siempre me dice: “Hola, Fede, ¿qué haces por aquí?”; y dirigiéndose a Núria, continúa: “¡Mira quién está aquí! Fede”, a lo que ella le responde: “¡Vaya tontería! ¡Con lo que ya hace que nos dejó!”
Pregunté a Joni que cómo podía ser que me viera, y él simplemente me respondió: “Tienes la camisa rota. Por ahí están los demás”. Lo dijo sin mostrar ningún tipo de extrañeza.

Los dejé y me dirigí a ese por ahí que me indicó, y al otro extremo de la sala me encontré con mis amigos de toda la vida (¿vida?) ─casi todos lo son─, pertenecientes a la colla de Premià, y llamo a cada uno de ellos por su nombre. Todos me ignoran excepto Andreu, que es a quien más tiempo hace que no veo. Se vuelve y me dice: ¡Vaya, mira quien está aquí! Yo le dije: “¿Puedes verme?, a lo que me respondió lo ya escuchado antes: “Tienes la camisa rota. Por ahí están los demás”.

Muy cerca, sentados alrededor de una mesa, estaban algunos de mis amigos artistas: uno llevaba, como casi siempre, una flamante gorra de visera curvada (cuando no la lleva es porque tiene el sombreo puesto); otro leía un libro de Ramón Gaya; el que fue mi profesor de pintura hace ya muchos años, con su gabardina negra, mostraba su nuevo visor de cartón a mi amiga venida de Francia, que llevaba un deforme peluche debajo del brazo; también estaba el escultor de las crisálidas de acero, acompañado de su gran e inseparable caniche; la exuberante y siempre sonriente pintora metida a política; el dibujante de hombres del saco y de hombres ciervo, con las manos negras de carboncillo; el pintor de batiburrillos de monstruos y de payasos; el profesor de grabado con las manos llenas de tinta… Ninguno de ellos reparó en mí. Me pareció que barruntaban alguna nueva laFutura sin mí.

Volví a dirigirme a un nuevo por ahí, ansioso por ver a mi familia, y a lo lejos me pareció ver unas barbas casi tan blancas como las mías debajo de una gorra de lobo de mar, y muy próxima a ellas también podía distinguir una brillante cabeza ─en todos los sentidos─. Eran mis hermanos que, en pie, conversaban alegres como siempre que están juntos; y con ellos se encontraba también, participando de la conversación, mi yerno, el cual les mostraba un antiguo volante de Mini.
Me dirigí hacia ellos para abrazarlos pero algo me lo impidió; en un instante pasaron de estar delante de mí a encontrarse detrás. Quienes tenía enfrente en esos momentos era a mi hija, que estaba sentada al lado de su madre y su suegra. Entre las dos últimas, de pie y con sus manitas puestas en la rodilla de cada una de ellas, se encontraba mi pequeño y activo nieto. Formando corro con ellas, pero en pie, también se encontraba el padrastro de mi hija, que hablaba con su hijo, hermano de mi hija, el cual sostenía entre sus brazos a un bebé, su hermano, pero no de mi hija. Parece complicado pero no lo es, yo me lo he acabado aprendiendo.
Emocionado, repetí el nombre de mi hija varias veces. A cada pronunciamiento ella respondía con un volver de cabeza, pero una vez más me sentía atravesado por la mirada. Tal vez me sentía pero no me veía.
Al cabo de un momento me sentí acariciado por una pequeña e inocente mirada, que a diferencia de las demás sí se posó en mí; era la de mi nieto, que sonriendo y señalándome pronunciaba repetidamente el monosílabo “¡Bi!”.
¡Ah!, sí, ese era yo: Bi.
Con esto me quedé satisfecho y casi feliz. Él me veía.
Muy cerca estaban mis cuñadas con mis sobrinos, y también toda mi familia al completo.
Fui pasando entre ellos pero continuando siendo nadie.

A cierta distancia advertí también la presencia de las mujeres que han paseado de un modo u otro la supuesta existencia conmigo. Ahí no me arriesgué y no me acerqué, no fuera que alguna de las miradas no me traspasara y que todavía quedara alguna filípica o reproche pendiente. Llámenme cobarde.

Y así seguí un rato más, sorteando personas con las cuales he cruzado caminos durante mi posible existencia.

Ni cansado ni descansado, me dirigí a la salida, muy pequeña en proporción al gran espacio esmeralda, y cuando me dispuse a cruzar el vestíbulo una voz me recordó que tenía la camisa hecha girones y que debía arreglarla. La advertencia provenía de una persona a la que no conocía y que se encontraba en la guardarropía. En ella no había ninguna prenda, ni siquiera perchas, solamente se podían ver las barras de colgar.
La persona no me pareció ni hombre ni mujer, tenía el rostro como el blanco de titanio y no se le veían las manos por estar ocultas en el interior de unas largas mangas terminadas en puñetas de tresbolillo. No supe distinguir si tenía cabello o no. Su vestimenta, sin botones, era de color morado.
La cárdena figura, con un rígido ademán, me invitó a seguir un marmóreo pasillo. Al final de él, una gran puerta de zinc se erigía con más aspecto de final que de principio. Una luz blanca se filtraba por su intersticio inferior y su estela se entrelazaba con el reflejo de una reptante luz roja, cuya fuente provenía del más puro y brillante gas neón de diez protones y diez electrones. El texto explicitaba: “Mundicia y Alfayate”.

Abrí la puerta, y a cierta distancia pude distinguir unas figuras que ni parecían cuerpos ni espíritus. Como dicen algunos, tal vez se trataba de periespíritus. Yo no lo sé.
Todos los rostros me eran reconocibles y la mayoría hacía mucho que no los veía. Buena parte de ellos los reconocía incluso sin haberlos visto nunca.
A un lado, nueve ancianas pero frondosas moreras encuadraban la vista de una pérgola cubierta por una nube violeta, perteneciente a una espesa y espinosa buganvilla. En ella aparecían sentadas, alrededor de una mesa redonda, varias personas que me eran muy familiares y que se encontraban escuchando la radio. Muy cerca, y también alrededor de una mesa circular, mi abuelo, a quien nunca conocí, me observaba en compañía de su familia. Me pareció que el protagonismo del rondo recaía en una atractiva botella de Calisay.La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es abuelo-federico-con-familia-y-calisay-bn.jpg
Justo después del umbral se encontraba mi padre, el cual, invitándome a entrar, me obsequió con unas gafas de sol y una gorra de visera que en ese momento él mismo llevaba puestas. Me vestí dichos atavíos y seguí caminando cogido de su mano.
Anduvimos entre muchos conocidos, unos vistos anteriormente y otros no; todos me saludaban con un gesto de mano o llevándose la mano al pecho; yo correspondía del mismo modo. Entre ellos había familiares, amigos y otras personas con las que alguna vez había cruzado caminos. Me llamó la atención un señor de largas barbas decimonónicas, que era igual que uno de mis hermanos; pero no era él, ya que este último se encontraba en la gran sala esmeralda. Era mi bisabuelo.La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es 1890-aprox-bisabuelo-federico-fabregas-del-pilar-duran-padre-de-abuelo-federico-fabregas-farrujia.jpg
Por fin me encontré con mi madre. Estaba sentada frente a un camastro cubierto por unas sábanas blancas que caían por los laterales en forma de largos faldones, con tantos pliegues ondulados que casi parecían plisados. Alargó su mano y me pidió que le diera la camisa para reparar el girón. Me rogó que mientras esperara me estirara sobre las sábanas y descansara.

Así lo hice, con gorra y gafas. Y me dormí. Y comencé a soñar:

Me vi sentado en una cama en la que había dormido muchos años. Era antigua, con cabezal y pie de marquetería de varias maderas finas. La hizo mi bisabuelo o tatarabuelo, no estoy seguro. No llevaba puesta la gorra ni tampoco las gafas. Pronto, un discreto pero alegre chapoteo matutino me indicó que comenzaba un nuevo día.
Seguí soñando diversas rutinas durante días, y en sueños me dispuse a escribir el presente relato de lo vivido cuando estaba despierto.

Me pregunto cuánto me queda todavía por soñar y para despertar, y lo que falta para que mi madre me devuelva la camisa remendada para lucirla junto con la gorra y las gafas.
No tengo prisa, ninguna prisa, me gusta seguir soñando aunque haya más rutina que sorpresas. De momento me place estar entre las personas que comparten sueño conmigo.
Sin embargo, sé que llegará el día en que despertaré para no volver a soñar nunca más. Ese día me pondré la camisa remendada, la gorra de visera y las gafas de ver más allá del arcoíris, y pasearé sin prisas la interminable eternidad.

2 comentarios en “Estando muerto tuve un sueño

  1. molt bé!!!,,,penso que amb aquest escrit has pujat un esglaó important, tant amb la forma com amb la història,,,,dues parts inseparables dins la teva obre,,,felicitats!!!, repeteixo, molt bé!!!

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