Sensación de vivir, con o sin Coca-Cola

Paseando por Estambul con mi amigo Enric, 1977. Fotograma de película S-8 realizada por Jordi M.

Últimamente, a menudo tengo en mente una frase que pronuncia mi más que queridísimo amigo Enric, en los buenos momentos: “què bé s’està quan s’està bé”; me apena no oírla desde hace tiempo. Sí, es cierto, “qué bien se está cuando se está bien”, y esto solamente sucede ─que uno siente que está bien─ cuando tiene consciencia de ello, si vive la sensación de estarlo; si no es así, si no se vive la sensación, uno se pierde en el limbo de la mera existencia, que en sí misma no tiene valor de realidad. El solamente apreciar el estar bien cuando algo te impide estarlo es lo que hace que la añoranza convierta la vida en algo que no es real, mientras que cuando eres consciente de estarlo sabes que en eso consiste la felicidad, que hay que tomarla al vuelo porque pronto se disipa al mismo tiempo que nuestro pensamiento.

He llegado a la conclusión de que la realidad, tal como nos la explican o la percibimos, no  existe, es igual que la irrealidad. Lo que existe es la sensación. La sensación es lo que rige nuestras vidas y lo que configura nuestro mundo, nuestro universo, pero a menudo también nos engaña y nos hace vivir falsas realidades de los demás, y creemos que son las nuestras propias, y entonces lo que vivimos no es nuestra realidad sino la ajena. En eso consiste la manipulación, en hacer creer sentir a los demás lo que no se siente, intentando crear realidades ajenas, o sea irrealidades propias. Sin embargo, también nos podemos apropiar de sensaciones ajenas sin admitir manipulación si estamos abiertos a la información y al conocimiento, desde un pensamiento crítico. Una cosa es que nos impongan sensaciones y nos hagan creer en realidades que no son nuestras, y otra es que nosotros mismos seamos los que nos apropiemos de sensaciones ─realidades─ de otras consciencias dispuestas a compartirlas.

Lo que nos produce la impresión de que algo es real es la sensación, tal vez porque seguramente es lo único que se puede llegar a considerar real; todo lo demás puede existir, pero si no hay consciencia de que se siente es que no es real. La Luna solamente es real cuando riela en el mar o cuando ilumina el camino en la noche y su presencia nos hace estremecer; si no es así no existe. El que se haya descubierto agua en la Luna no la hace real, pero la sensación que tengo de que llueve hacia arriba sí. No estoy hablando de sentimiento ni de sensibilidad, sino de pura y escueta sensación. Tampoco estoy hablando de sensación sensorial; me explico:

En todos los diccionarios o enciclopedias que he consultado, tanto en papel como en Wikipedia, la palabra sensación siempre aparece ligada a los sentidos físicos de nuestro organismo, aunque con variaciones en la carga física de la connotación.

El extremo más físico se encuentra en la definición principal dada por Wikipedia, que define la sensación “… como procesamiento sensorial, es la recepción de estímulos mediante los órganos sensoriales”. Esto define lo que yo llamo sensación sensorial, que no es la auténtica hacedora de realidad; ésta se trata de una definición engañosa ya que pretende hacer creer que la realidad depende de este fluir meramente orgánico. La sensación sensorial lo que hace es conectarnos a nuestro entorno desde el punto de vista material, pero sin hacerlo real, pues la mayoría de las veces no nos proporciona consciencia de ello. Materia no es sinónimo de realidad, y mucho menos de vida. Un ejemplo insignificante pero muy gráfico: ¿cuántas veces hemos pisado mierda de perro, proporcionalmente a la cantidad que hay en las calles? Actualmente hay mucha menos que en otros tiempos, pues sus dueños ─de los perros─ se van civicando, pero aún no lo suficiente y por eso todavía se puede hacer servir de pastoso patín. Respondiendo a la pregunta que planteaba, creo que proporcionalmente a las posibilidades de pisar en falso llegamos a hacerlo muy pocas veces, y eso es debido a que nuestro sentido de la vista nos produce una sensación sensorial que nos advierte de la existencia de tan sutil obstáculo, haciendo que sorteemos con éxito el mismo. Creo que en la mayoría de casos no tenemos consciencia de haber sorteado tal obstáculo, simplemente la vista nos advierte y nuestros pasos obedecen al estímulo del cerebro. La verdadera sensación hacedora de realidad llega cuando la sensación sensorial no ha funcionado y acabamos sintiendo aquel pisar blando tan característico que tan bien proporciona el natural elemento. Las otras veces, dichas pastosidades no han sido reales para nosotros a pesar de haberlas advertido nuestros sentidos, pero la última, gracias a la sutil sensación de blandura, leve desliz y pegajosidad, ha convertido la mierda de perro en algo muy real para nosotros. La realidad se ha hecho gracias a la sensación.

Francisco de Pájaro. Art is Trash.

Un artista, al cual no sabría cómo definir pero que de ninguna manera se le puede etiquetar como grafitero, que desarrolla su principal actividad en las calles utilizando la basura y los trastos abandonados como soporte, y que suele expresar con espectacular sinceridad su forma de pensar, en ocasiones también convierte en realidad la caca de perro gracias a la sutil expresión de sus conceptos sobre política. Este artista, nacido en Zafra y residente en Barcelona, y que trabaja con el nombre de Francisco de Pájaro utilizando los lemas Art is Trash o El Arte es Basura cómo firma indeleble, a la caca de perro le hinca una banderita a modo de etiqueta con una sentencia que constituye su crítica política o social, como por ejemplo “Gobierno de España”; así de directo es. De este proceder también deriva una sensación que proporciona una gran dosis de realidad.

Piel roja, 2013. Acrílico / tela. 162×130 cm. Francisco de Pájaro. colección particular.

Francisco de Pájaro, artista que no hace falta clasificar ─resulta imposible─, hace un arte aparentemente humilde, probablemente producto de su rapidez en la ejecución y del concepto que él capta al vuelo, pero a la vez extraordinariamente denso, sobre todo por el mensaje que transmite. En las redes sociales se puede apreciar que es seguido por un numeroso público incondicional y fiel, entre los que yo me encuentro, pero también cuenta con numerosos detractores que lo critican, boicotean y hasta insultan ─es lo peor que se puede hacer porque no se queda mudo─, lo cual creo que a él le place todavía más, por su espíritu de transparente contradicción y por su permanente estado de crítica para con la sociedad en el sentido más amplio.

Sus obras, al contrario de lo que pueda dar a pensar el hecho de que utilice la basura y objetos abandonados, son limpias y respetuosas con el entorno, pues no ensucia paredes ni suelos, ni mobiliario urbano. Se puede decir también que su arte callejero es efímero, pues desaparece cuando los servicios de limpieza retiran la basura o trastos.

En su arte, lo aparente, lo que se visualiza, suele formalizarse básicamente mediante la utilización de los colores primarios cian, magenta y amarillo (aunque no únicamente), y también con el omnipresente negro. Dicha combinación de colores, probablemente producto de la rapidez con la que debe actuar, convierte en muy visual su obra, pues se trata de una armonía de colores equidistantes en el círculo cromático, llamados también discordantes por “desentonar” la convivencia de dos de ellos, y que se equilibran una vez introducido el tercer color. Esta forma de proceder en la ejecución es lo que constituye la base de la sensación sensorial aludida, que es meramente orgánica, pero que en su caso, debido precisamente a su “discordancia” armónica, Francisco de Pájaro refuerza la verdadera sensación que convierte en vida real el mensaje que él se propone transmitir.

Tanto las actitudes y gestos contenidos en las formas representadas como el contenido del mensaje, proporcionan un resultado directo y contestatario, y también abrupto, irreverente, lascivo, y en muchos casos hasta sabiamente insultante, todo lo cual produce una auténtica sensación vívida de realidad, al contraponerse a la figuración empleada basada en el imaginario de la infancia de Pájaro, que en sí no está exento de cierta ternura. El choque que produce el artista fundiendo lo abrupto y lo tierno es lo que produce esa gran sensación de realidad.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Recientemente, y curiosamente mediante una figuración nada abrupta, incluso estando dotada de cierta ternura por la figura representada ─un caballo, en alusión a las fiestas de Menorca─, Francisco de Pájaro ha provocado un revuelo en Es Castell (Menorca), donde ha sido censurado y reprobado por algunas instituciones, tanto públicas como privadas, con el argumento de que la intervención en la fachada del antiguo hostal-restaurante Rocamar no contaba con la licencia pertinente. El hecho es que el gran caballo negro aparece acompañado de un gran texto rojo: “Art is Trash”, lema normalmente utilizado por el artista en alusión a sus acciones callejeras en las que utiliza la basura como soporte. En este sentido, el artista, sin ser seguramente su propósito, ha conseguido poner de manifiesto la ignorancia y los prejuicios de los ofendidos, demostrando que la cultura todavía es muy restrictiva y que el arte sigue siendo esclavo de la visión mercantilista de unos cuantos ignorantes con visión demasiado obtusa, ya que presumiblemente no han entendido el sentido del lema.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Atiendo ahora al papel, que no es más real que la virtualidad electrónica por mucho que pese en gramos. Los libros solamente me aparecen reales cuando el pasar las páginas, su tacto y el olor de la tinta impresa se une a su contenido, a su relato, proporcionándome la sensación de que me informo, aprendo, me documento o evado, aún sin ser cierto lo que sea que lea. Solamente es la sensación la que hace real al libro. Su contenido será real o no según me produzca sensaciones o no, independientemente de que sea o no una invención. Cuando tomo un papel para dibujar, la plana en blanco me aparece totalmente irreal, hasta que noto la emotiva sensación de arañarlo con la plumilla, tiznarlo con el grafito o carbón, o de acariciarlo con el pincel, que lo hacen del todo real. Lo que yo haya dibujado o pintado también será totalmente irreal hasta que a alguien le produzca alguna sensación, sea de aceptación, sea de rechazo. Si lo que produce es indiferencia seguirá no siendo real y yo no habré producido nada.

En diferentes ediciones de enciclopedias y diccionarios de papel, la definición de sensación sigue siendo muy física y basada en el organismo, pero en algunas publicaciones con alguna inclusión que va más allá de los sentidos:

El Diccionario General de la lengua Española, de Larousse, edición de 2000, define sensación como “información recibida por el sistema nervioso central, cuando uno de los órganos de los sentidos reacciona ante un estímulo externo”. Una vez más, esta definición nos explica en qué consiste la sensación sensorial, la que no hace real nada.

Sin embargo, he encontrado definiciones que intentan evocar cierto acercamiento al concepto de sensación no orgánica, introduciendo términos nada materiales.

El Manual Sopena, editado en 1962, define sensación como “impresión que las cosas producen en el alma por medio de los sentidos” (luego continúa). Hasta aquí la definición se queda corta, pues se sigue ligando la sensación a los sentidos del organismo, pero ya reconoce una huella más honda, aunque sea de forma extrañamente metafísica y tal vez demasiado sobrenatural.

Sospechosamente, cuarenta y cinco años más tarde, el Diccionari de la Llengua Catalana, IEC, del año 2007, define sensación con lo que parece una traducción casi literal de la anterior publicación citada: “Impressió que les coses causen en l’esperit per mitjà dels sentits”, “impresión que las cosas causan  en el espíritu por medio de los sentidos” (no continúa). En dicho aserto aparece el espíritu en lugar del alma, lo cual resulta algo menos poético y más técnico-teológico, pero que da a entender la misma cosa.

De todas las definiciones que he leído, la que más me ha llamado la atención es la que seguía como secundaria a la citada del Manual Sopena de 1962: “Emoción producida en el ánimo”. Personalmente, yo con esta me quedo, y hasta me atrevería a continuarla con una filosofera añadidura: “… que convierte en realidad la vida”.

En cuanto a mi vívida vida, tengo que reconocer que he sido muy afortunado en cuanto a sensaciones se refiere, habiéndome aportado grandes dosis de realidad, y en algunas, bastantes, hasta demasiadas.

Recuerdo a mi madre que cuando yo padecía ciertas crisis existenciales, me decía que yo necesitaba problemas para vivir y que cuando todo me iba como una seda yo mismo me los creaba. Es verdad, los problemas siempre me han proporcionado un tipo de sensaciones ─diría yo anti-sensaciones─, que me hacían sentir vivo y me ayudaban a percibir mejor la realidad, la mía, aclarándome mucho las ideas. Paradójicamente, esto me sucedía gracias a falsas realidades, como por ejemplo la hipocondría. Yo he sido un gran hipocondríaco, un gran creador de irrealidades internas que me hacían sentir muy vivo a través del sufrimiento gratuito. Esta anti-sensación aparece sin querer, tal vez por necesidad de sentir la vida y apreciarla como real, y no como algo que solamente te obliga a existir. Mi padre, otro sabio en estos menesteres al igual que mi madre, también me proporcionaba sutiles dosis de realidad a través de su fino sentido del humor. Cuando alguna vez le decía “cuando hago así me duele aquí”, con una sonrisa me respondía “pues no hagas así”.

Otro buen chute de sensación de vida lo proporciona el arte, al menos a mí; aunque se ha de ir con cuidado para no ingerir una sobredosis porque  a veces tanta sensación y realidad te pueden sobrepasar.

Hay personas que en ciertas circunstancias, como es mi caso, el experimentar unos instantes de felicidad le confieren cierto estado de ansiedad que puede provocar cierto exceso en las sensaciones evocadoras de realidad. A mí me sucede con varios aspectos de la existencia, pero sólo voy a mencionar uno: el arte. Hay circunstancias en que las sensaciones me provocan un estado tan de vida y de realidad que se me hace irresistible para mi organismo, sintiendo que me falta aire para respirar y que mi consciencia va a dejar de funcionar. Inmediatamente he de desconectar y bajar por unos instantes al mundo irreal de la mera existencia, saliendo del lugar en que me encuentro. Esto me ha sucedido en diversas ocasiones en museos, centros de arte  y galerías.  Con esto añado una tara más para con mi retorcida mente; se le llama síndrome de Stendhal.

El arte, seguramente, es la actividad humana, tanto desde el punto de vista del productor como del receptor, que provoca las más intensas sensaciones hacedoras de vida. Se suele atribuir estos hechos a la contemplación de la belleza, pero nada más alejado. El arte no tiene que ver con la belleza, al menos no más que cualquier otro aspecto de la existencia; la belleza o la fealdad solamente son cualidades subjetivas de la percepción, que es distinta para cada persona. Un concepto que en sí mismo no es bonito ni feo ─depende del receptor─ puede conmover y producir sensación de vida tanto o más que una obra de arte retiniana, como la calificaría Duchamp. Una obra de Velázquez o de David Hockney me puede proporcionar tanta vida real como pueda hacerlo una de Fina Miralles o de Pere Noguera. Por cierto, a lo que Duchamp llamaba retiniano, David Hockney lo denomina globoculación.

Unos días después de escribir este último párrafo estuve leyendo Arte y técnica (1952) de Lewis Mumford, y me permito insertar unas líneas en las que el autor relaciona íntimamente la emoción y el sentimiento con la vida y el arte. Lo reproduzco literalmente:

“…, podemos comprender las limitaciones de la ciencia y la técnica, pues constituyen de manera deliberada la expresión de esa parte de la personalidad de la que se han extirpado la emoción, el sentimiento, el deseo y la simpatía, la materia de la que están hechos tanto la vida como el arte”.

Vida y arte están hechos de lo mismo, de sensaciones, de emoción producida en el ánimo.

Para quien le pueda interesar la lectura de este libro vale la pena mencionar la editorial, pues parece ser que solamente ésta ha publicado su traducción al castellano, hace relativamente poco, en 2014. Me cuesta creer que una publicación con tanto interés ─eso me parece a mí─ no haya sido traducida y publicada antes en España; será por algo parecido que en la contraportada del libro, al nombre de la editorial le sigue una coletilla muy aclaratoria a la vez que cómicamente pesimista:

“pepitas de calabaza ed. Una editorial con menos proyección que un cinexín”

Deseo a la valiente editorial una larga vida llena de emoción en el ánimo.

Por otra parte, dicha extensión me hace pensar en que el presente escrito tampoco tiene más proyección que un “cine-nic”, que todavía es más antiguo.

Hay sensaciones que te hacen notar la vida, pero que no la hacen más real de lo que lo es el tiempo, que nada más nacer muere, y por tanto, filosóficamente hablando, podría decirse que apenas existe, que no es real. Me refiero a un tipo de sensación de poco recorrido, de altos y bajos, de ilusión y decepción, que suele estar muy relacionada a la uniformidad de un colectivo afín a unas mismas apetencias o creencias. Estas sensaciones en sí no son perjudiciales, ni siquiera criticables, pero son proclives a proveer al individuo de anteojeras para privarle de visión periférica, y esto sí puede derivar en algún problema de falta de criterio propio que pueda convertir en estéril la sensación, perdiendo así la noción de realidad. 

Este tipo de sensaciones, que podríamos llamar de colectividad, puede convertirnos fácilmente en miembro de un redil, algunas veces de andares voluntarios pero otras muchas con cabecilla y perros pastores que intentan por todos los medios que se sienta su realidad y no la de uno mismo.

La sensación de victoria, absolutamente necesaria para el ser humano y seguramente como producto de ser la especie más prepotente del planeta ─hemos sido capaces de autodenominarnos Sapiens sapiens (sí, dos veces) ─, tiene dos modos: el individual y el colectivo.

Hay quien prefiere hacer real, por ejemplo, las montañas y picos escarpados o la fuerza de gravedad mediante la indómita sensación producida por su escalada o por la caída en el mal llamado vacío. Yo, miserable cobarde, prefiero hacer realidad este tipo de portentos naturales mediante un acto de fe, que dicen que también mueve montañas. ¿Qué más real que mover una gran mole de peñascos? En estos casos cambio la sensación de victoria por la de salvoelculito. Este tipo de sensación individual surge de la emoción personal que produce un acto de superación de sí mismo y de haber vencido el riesgo gracias a la buena gestión del miedo, que es en lo que consiste la valentía.

Al respecto, me viene a la memoria cómo el ejército hace uso y manifiesto de algunos conceptos como éste. Hace poco encontré mi arcaica cartilla militar y observé cómo en un afán de descripción de mis aptitudes bélicas, en el apartado “valor” aparecía la frase manuscrita “se le supone”. ¡Mal supuesto! pensé yo, aunque en aquel tiempo no se lo dije a nadie.

Todos los modos de obtener la gran y necesaria sensación de victoria comportan cierto riesgo, pero a mi entender, el que mayor peligro comporta es el de tipo colectivo, pues es de fácil adscripción,  y  la unión de un conjunto de similares sensaciones individuales puede consolidar una potente sensación que suele ser antagonista de otra, también colectiva, pudiendo producirse así, fácilmente, la violencia en la confrontación entre ellas. Un ejemplo muy extendido es el de los deportes de equipo, ya que su adscripción es muy fácil y la sensación que proporciona de muy alto voltaje. Este tipo de sensación se basa en la apropiación de la victoria de otros individuos. Por eso el fútbol es tan popular y tiene tantos seguidores, porque proporciona una buena dosis de sensación de victoria, y es gratis el adherirse al sentimiento colectivo, a pesar de que se alterne con la sensación opuesta de derrota, otra sensación que proporciona gran cantidad de realidad. No hay que ser muy avispado para saber porqué los equipos más ricos, y por tanto con mejores jugadores, son los que más seguidores tienen; son los que mayor probabilidad tienen de proporcionar sensación de victoria. Se puede ser simpatizante del Club Esportiu Europa, pero lo más probable es que también se sea del Fútbol Club Barcelona. Sin duda, primero se siente la pasión de la incertidumbre con la alternancia de puntuales pero intensos arrebatos de sensación de victoria y de frustración, y finalmente se desencadena la más electrizante, delirante y duradera sensación de victoria, cuando el equipo amigo resulta el ganador. Y seguidamente viene el conflicto de la confrontación, porque a la sensación de victoria de unos le corresponde la de derrota de otros, lo cual puede llevar a la violencia fácilmente y de la forma más absurda.

Otro ejemplo similar, pero de todavía mayor potencia en cuanto a extensión y efectos se refiere, es el patriotismo. La sensación que proporciona es producto de una extraña mezcla de  sentimientos de orgullo y de anhelada victoria que si no existe se inventa o simplemente se imagina. El patriotismo no es más que una ensoñación que convierte en realidad la tierra, los paisanos, la cultura y la historia del mundo más próximo en que vivimos. El concepto de extensión de la tierra en que vivimos es distinto para cada colectivo de personas; la noción de país, entendido como terruño, mueve sus fronteras según sea la mentalidad de cada persona, en función de su capacidad inclusiva o exclusiva, de su historicismo mental o de su capacidad de movilidad o inmovilidad. La inconmensurable sensación de fervor que proporciona cualquier tipo de nacionalismo, no siempre pero sí fácilmente, puede derivar en sensaciones xenófobas de funestas consecuencias, cómo se ha podido constatar ininterrumpidamente durante toda la historia de la humanidad.

La sensación de patriotismo es hacedora de realidad, sobretodo en usos y costumbres, cultura, tradiciones e historia, pero me pregunto para qué sirve todo ello y si no será por la necesidad de asentar el propio yo para sentir, es decir, para hacer reales las raíces que nos inmovilizan. Los patriotas, esas personas que claman en voz alta las excelencias del que sienten su país, a menudo lo hacen en pro de la unidad o de la libertad, dos términos que siempre aparecen en los manifiestos patrióticos y que sin embargo sólo son compatibles en la ensoñación, pues la unidad configura el grupo y la libertad verdadera es siempre individual.

También me pregunto por qué se siente orgullo patriótico si no se ha hecho nada concreto por el país. No sirve responder que se ha contribuido a levantar el país con el esfuerzo del trabajo y por haber pagado los impuestos, ya que éste sería un pensamiento de lo más hipócrita, pues quien pudiera vivir sin trabajar lo haría y si se puede evitar pagar impuestos no se pagan.

El sentir patriótico, en sí mismo, no corresponde a una realidad y por tanto, por sí solo, no constituye sensación de vida, pues parte, en un principio, de un sentimiento irracional que no responde a nada en concreto, es el compartir colectivo de ese mismo sentimiento que convierte el patriotismo en una sensación de vida, y al cual también resulta muy fácil y gratuito el adherirse.

El ya citado Manual Sopena de 1962, el diccionario enciclopédico que he encontrado que más afina en sus definiciones, y difiriendo mucho de los demás, define patria como “Nación propia nuestra, con la suma del pasado, presente y futuro, ya material o inmaterial, que atrae o ejerce irresistible influencia en el ánimo de todos los patriotas, cautivando su amorosa adhesión”; y en segundo término la define como “Lugar, población o país en que se ha nacido”.

Sin embargo, a pesar de complacerme la manera de expresarse de esta publicación, yo tomo una vez más como primera, la segunda definición expuesta, por ser más neutra en sentimiento y por expresar de forma implícita que la configuración de la patria y su extensión es subjetiva y variable para cada individuo respetando la libertad de su sentir. La primera definición creo que contribuye más bien a permitir entender lo que es ser “patriota”, ya que el no poder evitar incluir esta palabra a mí me hace pensar que es el patriota quien hace a la patria y no al contrario, por tanto, una vez más, es la sensación lo que convierte en real algo que por sí solo no es más que geografía cartografiada.

La orografía del mundo en que vivimos cambia muy lentamente, teniendo que hablar en términos de milenios o de bastantes siglos, sin embargo, los mapas políticos son dibujados y cambian con relativa e inevitable rapidez. Pocos años son necesarios, pocas décadas, a lo sumo pocos siglos, que no son nada, para desplazar fronteras o redibujar países. Y entonces ¿qué pasa con las patrias y los patriotas?

Las patrias cambian más rápido que los patriotas y eso es un problema inherente a la historia, producido por el sentir que hace real el arraigo y que no deja asimilar el redibujado de los mapas. Las raíces son de sentimiento individual y aunque coincidan en un colectivo, no pueden entenderse como si de una misma plantada se tratara. Cada paisano se nutre de los elementos que siente entre los que le ofrece su tierra y nadie puede imponer a otro de qué alimentarse; unos se aferran a la historia y las tradiciones, otros a hechos y elementos culturales distintivos, otros a la tierra propiamente dicha, muy variable en extensión, y otros a cosas tan simples y pueriles como puedan ser la tortilla de patata o el pan con tomate. El patriota se nutre de todo ello y también muestra su orgullo nacionalista, a un solo paso de la gula.

Hace tiempo, que para no aporrear a los de su mismo sentir, se inventaron elementos distintivos que permitían no errar el golpe represor o de muerte. Actualmente, dichos elementos distintivos, como pueden ser la bandera, el escudo, los estandartes, los uniformes o el himno, son utilizados por los patriotas que piensan, desean o intentan imponer su sensación de arraigo a quienes tienen otros sentires; quieren que la realidad sea para todos la misma, la suya. Estos patrioteros, que no son más que patriotas de sentimiento exagerado y brabucón, la realidad que consiguen mediante su sensación patriótica está llena de relojes blandos y elefantes de largas y afiladas patas, creando así un mundo surrealista, que tal vez se viva pero sin que exista, como sucede en un sueño. Los elementos simbólicos, que en un principio constituían signos para distinguir, ahora se convierten en signos de “distinción”; las banderas se tornan capas supermaneras, los escudos y colores broches y otras alhajas, y los himnos componen coplas vindicativas. A pesar de todo ello, la sensación que proporciona el patriotismo puede hacer real los relojes blandos y los paquidermos de finas patas, pero es una realidad personal, porque para mí pueden no ser más que pegajosas gominolas y elefantes con zancos, y eso quiere decir que la perpetuación de la patria pende de tantas sensaciones personales que resulta absurdo pretenderla.

Recientemente, un telenoticias, excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas ─manipulación─, me ha proporcionado un singular ejemplo de sensación de victoria colectiva, sublime hacedora de realidad de rebaño, mediante una curiosa pero exquisita combinación de sentir deportivo y patriótico, el súmmum del espejismo convertido en realidad.

En la sección de deportes, se nos ilustraba sobre la liga americana de la NBA y se mencionaba todos los enfrentamientos en los que participaba algún jugador español. Resulta que solamente ha ganado uno de los equipos en los que ha participado un jugador español, en este caso Los Angeles Lakers con Marc Gasol. El presentador de la importante noticia se ha referido a ella cómo “la única victoria española”. Sublime.

Sentimiento deportivo y patriótico a menudo van de la mano en una curiosa simbiosis, la cual creo que alela las mentes tortuosas ávidas de sensación de victoria. Es como si se quisiera una ración doble de vida: imposible frenesí.

También recientemente, el periodismo cutre de banderita-muñequera me obsequió con otro flamante ejemplo de fusión esperpéntica en el paradigma de la Eurocopa 2020. En una rueda de prensa, el iluminado “repórter Tribulete que en todas partes se mete” atendía a una importante cuestión deportiva con una pregunta altamente impertinente según mi parco gusto: “¿Tú te sientes plenamente español…?

Tal chinchorrería iba dirigida a Aymeric Jean Louis Gerard Alphonse Laporte, francés de nacimiento, jugador del Manchester City, de nacionalidad española y con nombre que, por su extensión, casi podría ser también portugués. Con todo esto va el “Tribu” y busca su minutito de vida ─que no de gloria─ a costa del deportista. Pues resultó que su patriotismo deportivo de pacotilla se dio de bruces con la respuesta del futbolista, con la que calificando la pregunta de “fuerte” le dejó claro que no debía padecer porque haría todo lo posible para que el equipo ganara. Y de lo del sentimiento ni mu.

No soy de los que necesita este tipo de sensación para que la vida se me torne real, pero gracias a este “Pelayo” preguntón sí me gustaría que la victoria final dependiera de una intervención de este futbolista español nacido en Francia, que juega en un equipo inglés y que se llama casi como si fuese portugués. ¿Importa lo que sienta?

Las recientes Olimpiadas de Tokio también han aportado sus redondos y colgantes sentimientos patrióticos, ofreciendo un sinfín de oportunidades para apropiarse de la sensación de victoria de los participantes, que, por otra parte, no ha sido tan espléndida como la aportada por otros países con un medallero ─fea palabra─ mucho más triunfal.

Este gran y a la vez devaluado evento deportivo también ha dado la oportunidad a los patriotas más patrioteros de la patria para que pudieran mostrar su marca de ganado grabada al rojo y gualdo, al especular con el sentir patriótico de dos auténticos ganadores, solamente por el color de su piel, como si la nacionalidad de las personas hubiera que buscarla en una carta de colores.

El mismo día en que escribo estas líneas, en el país de la anhelada estrella blanca con fondo azul, el dios del fútbol Leo Messi deja el Barça. Ante tal desgracia nacional, Pilar Rahola nos ha obsequiado con la siguiente perla: Leo Messi és una icona catalana de nivell mundial. Segurament el símbol més gran de catalanitat…” ─“Leo Messi es un icono catalán de nivel mundial. Seguramente el símbolo mayor de catalanidad…”─. Soy de los que piensa que Leo Messi es el mejor futbolista de la historia y que tal vez sea en cierto modo un icono catalán (aunque dudo de dicha literalidad), pero decir que puede ser el mayor símbolo de catalanidad es proponerse de forma muy ingenua saciar el hambre de patriotismo más cutre. Todo sea por sentir la vida como real sin importar que sea de mentirijillas.  

Otra similar fuente inagotable de sensaciones grupales es la religión, que paradójicamente utiliza la muerte como principal sensación de vivir. Las religiones tienen mucho en común con el patriotismo y, junto a él, es uno de los mayores impositores de anteojeras, y sin esconderlo, pues en alguna de ellas hasta se habla de ovejas, rebaños y pastores. En general no hago mención de ello como una crítica, porque quien entiende la metáfora acepta libremente sin anteojeras formar parte del rebaño.

Cruz de la contradicción, 2021. Plumilla y tinta / papel de verso. Fede Fábregas.

Solamente conozco afondo una confesión, la que heredé de mis padres, aunque creo que si bien existen muchas, en realidad, el hecho de creer es único y universal. El ateísmo también es una forma de creencia basada en el no creer, es una confesión negacionista. En realidad, las únicas personas que son verdaderamente aconfesionales son aquellas a las que les importa nada cualquier forma de creencia, basada o no en la existencia de una deidad; son las personas que no se hacen ningún planteamiento al respecto ni atienden a ningún razonamiento sobre la cuestión. Y solamente lo son por eso, porque no consideran ni la existencia ni la no existencia de nada relacionado con este asunto.

Las sensaciones que hacen real la vida producidas por cualquier religión, pueden llegar a ser fuente de tanta fuerza y agresividad como las proporcionadas por el patriotismo, e incluso resultando más complicado y retorcido, ya que en ella la sensación de vivir es producto del pensar en una vida que no es la que pretendemos sentir, sino en otra venidera tras el trámite de la muerte.

La creencia en el nacer para una presente existencia, en la muerte, la resurrección y la vida eterna, es lo que proporciona la sensación que convierte en real la vida que palpitamos, en la mayoría de las religiones, si bien existen diferentes variantes para dichos términos, como por ejemplo la reencarnación.

Existe una pararreligión con cierto ruido de cadenas, relativamente reciente, que se autodefine como no religión pero sí como doctrina filosófica, el Espiritismo, que tiene su origen en Francia a mediados del siglo XIX y cuya fundación se atribuye a Allan Kardec (seudónimo de Hippolyte León Denizard Rivail). Su libro sagrado es El Libro de los espíritus, escrito por él pero dictado por los mismísimos espíritus; aunque existen cuatro más también escritos por él, que junto a éste forman el Pentateuco kardequista.

Los adeptos al espiritismo, o los espíritas, tal como se hacen llamar, cambian los nombres de los eternales eventos de la interminable existencia, por términos muy sofisticados: el personal no nace, se encarna; no vive, transita su encarnación; no muere, se desencarna; y para acabar de aclararlo, se reencarna una y otra vez hasta haber purificado su espíritu, para así dejar de reciclarse para siempre, entrando en… (eso no lo tengo claro)… para la eternidad.

El Espiritismo no es una religión, pero los espíritus les han dicho que la moral correcta y verdadera es la cristiana, aunque también les han aclarado que Jesucristo no es Dios, sino un hombre con un espíritu muy evolucionado y de alto nivel.

Ellos no creen, ellos saben, tienen la absoluta certeza de que lo que dicen es cierto porque su fe es razonada, y que se apoya en hechos incontestables y lógicos, porque todo se lo han contado los espíritus mediante vía directa.

Para los espíritas el espíritu es material, muy sutil pero con cierta masa, y su cuerpo es el periespíritu. Definen el alma como el espíritu encarnado y por esto hay personas de un nivel espiritual muy elevado que tienen la facultad de ver los espíritus ajenos.

El Espiritismo también constituye una potente fuente de sensación de vida; qué mejor realidad que la que te constatan los mismísimos espíritus. Y doy fe de ello, ya que ahora hace poco más de un año, movido por mi insaciable afán de aventura e intrigante conocimiento, arrastré mi espíritu hasta Ciudad Real, para asistir a un congreso espiritista. Fueron cuatro días de ilusión por escuchar el ruido de cadenas por los pasillos del hotel, pero por lo visto la moqueta ensordeció el tintineo; y de ver periespíritus sobrevolando los espacios, pero tampoco fue posible. Lo que sí escuché es una voz pareciendo provenir de ultratumba, con embelesadora cantinela brasileira, salida de boca de un tal Divaldo Franco, líder mundial ─aunque niegan jerarquías─ del Espiritismo. El hombre ─supongo─, de noventa y tres años y con seiscientos hijos, haciendo gala de una notable oratoria, y a modo de homilía cardenalicia gótica, excitaba a los reencarnados allí concentrados, que le aplaudían y vitoreaban fervorosamente, cual ángeles posesos. Sería por eso que los periéspiritus desaparecían abrumados por tanta credulidad. Nada más comenzar su sermón ─en el programa ponía “conferencia”─, dio la bienvenida a todos los reencarnados asistentes, y también a los espíritus que habían acudido, a los que decía ver y que contaba como mucho más numerosos. Reconozco, que así, nada más empezar, entre su esofágica voz y tales palabras, un escalofrío recorrió mi cifoescoliótica columna, lo cual advertí como una inequívoca sensación de vida que convertía en real cualquier tipo de espíritu asistente.

Sin embargo, lo mejor que escuché y que me proporcionó mayor sensación de vida, no fue en las largas homilías, sino en tiempo de alimentar la carne adherida a nuestro espíritu o en otras circunstancias más mundanas.

Un día, mientras alimentaba mis escuálidas carnes, escuché como uno de los comensales explicaba a otra alma en pena que transitaba la mesa como yo, unos hechos que me llamaron poderosamente la atención. El hombre en cuestión, maestro espiritista y director de un centro espírita, decía con contundente convencimiento que el sexo practicado con amor era el único que se desarrollaba en plena intimidad, mientras que el sexo por el sexo, sin amor, sin nosotros apreciarlo, se constituye en una orgía en que la intimidad no existe, pues los espíritus de la más baja estopa acuden a participar del festín. También reconozco que me impresionó tal aseveración, pensando que, para mí, el sexo ya no sería nunca más lo mismo; no sé si peor o mejor.

Tal impresión sobrevenida, no exenta de gran sensación de vida que paradójicamente convierte en realidad el sexo, me estimuló a dirigirme a la sala que habían habilitado en el hotel para vender cientos de publicaciones sobre el tema espírita. Mientras ojeaba un libro sobre sexo espírita, se me acercó una mujer, que decía ser médium, y me obsequió con la frase más imaginativa que jamás haya escuchado: “El sexo es el santuario de la reencarnación”.

No pude evitar comprar el libro que tenía en las manos; se me hizo de lo más real. Aunque he de reconocer que no lo he leído; sexo y espíritus, mala combinación.

Anteriormente decía que los telenoticias son una excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas, como también lo es la prensa de cualquier tipo. Algunos medios se autocalifican de independientes e imparciales, y dicen solamente trabajar en pro de la verdad, pero es imposible desprenderse de las afinidades personales, que algunos, engañándose, intentan colar como criterio neutral, aún sabiendo que eso no existe.

Todos ellos dicen que informan de forma veraz, pero lo que hacen es formar opinión partiendo de hechos o de palabras pronunciadas por terceros, extrayéndolos del contexto en que se han dado, lo cual facilita enormemente la orientación de la opinión a conveniencia de los dictados editoriales. Esta manera de proceder constituye una estrategia quintacolumnista para reafirmar a los adeptos y adscribirlos al gran grupo afín a su opinión. El aparato, aparentemente destinado a informar, lo que hace es fabricar sensaciones colectivas para convertir en realidad ajena lo que piensan ellos mismos. La manipulación de las mentes ávidas de sensaciones que den sentido a sus vidas, de forma consciente o inconsciente, se pone en marcha en beneficio e interés de los poderes políticos y sobretodo económicos. Para confirmar dicha intención basta con fijarse en los medios que se integran en un mismo grupo empresarial, mal llamado de la información: cadenas de televisión y radio, y prensa escrita, con opinión contraria, conviven en el mismo grupo; lo importante es manipular a la mayor cantidad de personas. Ellos dicen que con eso demuestran su imparcialidad y transversalidad, cuando lo que en realidad pretenden es retroalimentarse creando confrontación y así crear una mayor cantidad de realidades ajenas falsas. Entonces, ¿todos los medios manipulan?; la respuesta es que depende de la capacidad de criterio propio que posea quien recibe la información y de su disposición o no a dejarse colocar las anteojeras. La mejor forma de no perder la visión periférica es informarse mediante medios de distinta opinión, y cribar utilizando el cedazo de nuestro sentido crítico, pero esto lo hacen muy pocas personas, porque a la mayoría nos gusta regocijarnos en las opiniones afines a las nuestras, nos molesta contrastar, porque lo que nos parece que nos proporciona la mejor sensación de vida es lo que nos gusta ver, escuchar o leer, olvidando que lo que probablemente vivamos sean realidades ajenas impuestas.

Envase de Coca-Cola, de vidrio y con marca en relieve.

Pero por fin la Coca-Cola, aquella doble con envase de vidrio de vuelta y muy fría, y con la marca en relive. ¡Esa sí que era la verdadera “sensación de vivir”!, la que en la canícula estival te espumeaba la nariz y te hacía sentir la realidad más dulce y vívida. En mi adolescencia veraniega, había que conseguir dos duros para que después de un sudoroso pedaleo pudiera deglutir aquel negro y mágico líquido, que convertía en la más deliciosa realidad mis vacaciones. Sentado en el murete, delante de Ca’n Corbalán, alzaba la fría botella y cerraba los ojos para concentrarme en la más placentera sensación, entrando en el sublime trance que tornaba real el paro del tiempo.

El márquetin es un poderoso invento para fabricar sensaciones que creen realidades falsas, pero el de algunas marcas casi consigue cambiar el signo de dicha realidad. Creo que Coca-Cola es la compañía que mejor ha conseguido esto, al menos en el tiempo que yo he vivido.

Los eslóganes de Coca-Cola casi siempre han hecho referencia a la vida y a la sensación de sentirla, con la consciencia clara de que su producto despertaba unas sensaciones físicas poco comparables; este hecho han sabido explotarlo siempre.

El filón de oro negro burbujeante, lo descubrieron en 1886, y en esa época se limitaron a dar una orden: “Toma Coca-Cola”. Pronto, hace 130 años, ya nos invitaban  a disfrutar, pero aún se trataba de deleitarse del producto en sí: “Disfrute Coca-Cola”. Curiosamente, hace muy poco, en 2019, se nos invita una vez más a ello, permitiéndose tutearnos al ya ser viejos amigos, con un “Disfruta Coca-Cola”.

A partir de entonces, el sentido de los eslóganes, salvo contadas excepciones, ha ido incidiendo en la vida y en la sensación de que Coca-Cola nos la hace real. Ya en 1969, era “La chispa de la vida”, y en 1976 ya se atrevía a más, con su “Coca-Cola da más vida”.

A principios de los años 80 hubo un pequeño lapsus en el que simplemente “Coca-Cola es así”, pero ya en 1987 se nos volvía a decir “Vive la sensación”, en 1990 “Es sentir de verdad”, y en 1992 nos la definían como “Sensación de vivir”.

En el año 2000 un sencillo “Vívela”, dejándonos con la duda de si se refiere a la Coca-Cola o a la vida, aunque enseguida, en 2001, nos lo aclaran con dos eslóganes: “La vida tiene sabor” y “La vida sabe bien”.

A partir de entonces, no sé si porque el aluminio produce menor sensación que el vidrio, los eslóganes dejan de aludir a la vida y a la sensación de sentirla, y se concentra en el propio producto o se adapta a una cruda realidad que no hace falta que nadie nos ayude a sentir: en 2016 “Siente el sabor”, en 2019 “Disfruta Coca-Cola” y en el 2020 la escalofriante advertencia de que “Mantenernos separados es la mejor forma de estar unidos”; aunque en 2021 ya se retractan: “Juntos para algo mejor” y “Destapa ese ahhhh…”

Lejos ha quedado aquella vida real proporcionada por la sensación que te producía apoyar en los labios aquel  borde redondeado de frío vidrio, dejando fluir el carbónico líquido que te colmaba el paladar y que cosquilleaba la nariz, mientras abrazabas aquella escarchada forma, cuenta la leyenda que de mujer, sintiendo el sutil tacto del relieve en redondilla de la marca. Actualmente se dice que la forma de la botella responde al intento de que sea reconocible al tocarla en la oscuridad o al romperse, y que se asocia a la forma del grano de cacao. No sé si esto es así o si se pretende el olvido de la leyenda por motivos de tipo machista/feminista.

Con la lata de aluminio esta sensación se evaporó, por mucho que nos indicara el eslogan, y entiendo que ya sea difícil aludir a la vida y a su sensación de realidad. Ya no he vuelto a beberla, pues dejó de ser la pócima mágica que hacía real mi vida.

Para los gustosos de sensaciones patrióticas, la Coca-Cola también puede ser de su deleite por otro motivo: según el diario alemán Der Spiegel, el oscuro mejunje se inventó en España, concretamente en un pueblo de la provincia de Valencia llamado Aielo de Malferit, y que se comercializó con el nombre de “Nuez de Kola-Coca”. ¿Les suena a algo el nombre? El señor Bautista Aparici fue el responsable de tamaña heroicidad en 1.886. Parece ser que el incomprendido señor creó un brebaje para botica que en el país no tuvo demasiado éxito, visto lo cual, decidió viajar a Estados Unidos a buscar paladares más atrevidos. Para conseguir dar a conocer el producto repartió centenares de muestras, de las cuales una cayó en manos de un espabilado también interesado en brebajes de druidas. Y resulta que este último señor, introduciendo una pequeña variación en su composición, registró el producto con el nombre de Coca-Cola, cuya marca se diseñó de forma rápida, manuscrita e improvisada a plumilla en una simple cuartilla de papel. La marca, invariable en el tiempo, sigue siendo la reproducción de esa palabra compuesta, escrita en redondilla, derivada de la de don Bautista.

En 1.954, la compañía americana, cuando se propuso introducir la Coca-Cola en España, se encontró con que el organismo de patentes y marcas prohibió su comercialización, argumentando que el producto y su marca entraban en colisión con los correspondientes al del mencionado producto, todavía existente en aquel tiempo, “Nuez de Kola-Coca”, pudiéndose prestar a confusión. Fue entonces cuando la compañía americana no tuvo más remedio que comprar la marca y los derechos del producto español, por la irrisoria cantidad de lo que actualmente, por su poder adquisitivo, equivaldría a unos 10.000 €. Los descendientes de Bautista Aparici deben estar estirándose de los pelos, a menos que se conformen con la sensación vívida de que Coca-Cola es mérito de sus ancestros.

Sirva éste de ejemplo para otros productos del país. Me viene a la memoria el cuturrús, licor a modo de aguardiente de orujo, con hierbas aromáticas y digestivas, y con diversos frutos secos, de potente ingesta que aporta una dosis sensitiva vital digna de experimentar. El licor ancestral que se produce en diversos lugares astures y leoneses, especialmente en El Bierzo, según me contaba un lugareño de Las Médulas también ha sufrido un “cocacolazo” a nivel local, pero esta vez con ni un euro de compensación. Desde hace siglos, este contundente pero exquisito brebaje ha sido elaborado por diversas familias para su consumo propio y para compartir con el viajante o peregrino que está de paso, pero una familia realizó el mencionado “cocacolazo”, registrando el cuturrús con la marca Las Médulas, con el consiguiente enfado de sus paisanos, que se sienten traicionados al haberles sido usurpados sus ancestrales derechos  adquiridos por tradición familiar; y para mayor escarnio, con el nombre de la población como marca. No me imagino a alguien registrando la paella, y con la marca “Valencia”.    

El márquetin es poderoso, pero no son sus eslóganes los que producen la sensación vital; sólo hacen que lo creamos, pues la misma sensación me producía, en la adolescencia, otro líquido, esta vez transparente, aunque también contenido en casco de vidrio pesado y frio, con serigrafía incluida. Hasta su apertura producía el mismo efecto efervescente que el de la Coca-Cola, sólo que sustituyendo la chapa por algo un poco más sofisticado pero no más novedoso: un tapón de porcelana con junta de goma y sujeción de alambre. La Coca-Cola empezaba con un ssshhh y la gaseosa con pshclic.

Envase de gaseosa Pompilio Pujol, Premià de Mar.

Era la sensación de efervescencia del propio líquido lo que producía en ambos casos el mayor deleite de la vida, eso sí, siempre alzando la botella y cerrando los ojos, y en ocasiones con un rojizo regusto a óxido de chapa o alambre.

Esta burbujeante forma de sentir la vida me la evocó también, en mi cincuenta aniversario, mi también más que estimadísimo amigo poeta Jordi Mullor (Premi Jacint Verdaguer 2019 de poesia), dedicándome un sentido poema titulado A la recerca inacabada de l’home, en el cual, haciendo alusión al compartir de la más real de nuestras jóvenes vidas, escribía sus versos iniciales diciendo:

“És qualsevol migdia d’estiu a la teva pèrgola,

perfumada amb pètals de dames de nit,

a tocar d’una ampolla de gasosa,

de la qual recordo el seu vidre gruixut,

com recordo bicicletes eternament desinflades

i genolls amb cràters pintats de mercromina…“

El poema empieza con gaseosa y acaba también con gaseosa:

“… Ara ja ho hem aconseguit, Fede.

Ens ho revelen els cossos en gest sincer.

Ja som grans!

I encara que la barba creix amb blanquinosa discreció,

tinc la impressió, al sentir-te,

que no estem tant lluny d’aquella pèrgola,

ni de l’ampolla de gasosa Pompilio,

ni tampoc de la complicitat i màgia d’aquells capvespres d’estiu.”

Y para dejar constancia de que la sensación de efervescencia convertía en realidad nuestras incipientes vidas, mi amigo firmaba el poema escribiendo:

“Jordi Mullor, 6 de maig de 2.005;

per a tu Fede, celebrant de tot cor (i amb gasosa…) el teu 50é aniversari”

Desde que la Coca-Cola dejó de ser negra y de frío vidrio, y la gaseosa dejó de hacer pshclic y de llamarse Pompilio o Pujol (eran la misma), ya no he vuelto a beberlas. Los blandos aluminio y PET ya no dejan lugar a la vívida vida.

Pero ahora, más viejo pero no menos vivo, me dejo seducir por aquellas mismas sensaciones de vida, pero con diferente líquido y también muy frío; el de ahora también cosquillea, pero es dorado y espirituoso. Por lo que yo aprecio, los hay de gruesa y de fina burbuja. Para mí los segundos; sus esferas ascienden con más lentitud buscando su liberación, siendo su estallido en el paladar más sutil pero no menos vigoroso, proporcionando una sensación vital más suave y apaciguada, acorde con la actual etapa de mi vida. Todas las bebidas mejoran en según qué compañía, especialmente las etílicas; el tintineo del chocar de copas ya te empieza a introducir en la vida real, aún sin haber comenzado a ingerir el líquido dorado. Durante el brindis, miras a los ojos de tu chocante en busca de su alma, como si su retrato dibujaras, y luego, cuando apoyas los labios en el afilado borde de frío cristal, cierras tu mirada juntando su ánima con la tuya dispuesto a compartir una misma realidad de vida. Dicen que para que la dicha vital sea completa hay que beber el espumeante oro en copa fina y alargada; a mí me gusta alternar la sensación de realidad de dos vidas: la contenida en dicha copa y también la menos espumosa pero más reposada, vertida en ancho y aplanado cáliz de vidrio tallado. La primera es vigorosa, la segunda sosegada.

El cava, al igual que la Coca-Cola y la Pompilio, ha de beberse muy frío, y por mí, a poder ser ha de ser Sumarroca, que aunque no es imprescindible sí es el que mejor realidad de vida me proporciona. Que cada cual haga con su vida lo que mejor le plazca.

“… ¿Qué es la vida?, un frenesí;

¿qué es la vida?, una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.”

Con estos versos concluía un diálogo el cautivo Segismundo, pensando que “el vivir sólo es soñar” y  que “todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende”.

Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño ─me gustan los nombres completos fáciles─, creó con La vida es sueño una realidad paralela, cómo lo es una obra de teatro de versos cantarines, que invita a reflexionar sobre lo confuso y difuso de la existencia vital.

Realidad, virtualidad, sueño, ensueño, verdad, mentira; todo ello aparece confuso en la vida y nada y todo la conforma. Lo único que me parece sin lugar a dudas cierto es que es la sensación la que tiene el poder de conferir el carácter de realidad a la vida, la vívida y la soñada.

¿Un sueño es verdad o mentira?, lo acaecido en él ¿sucede o no sucede?

El recuerdo, incluso en su aletargo, ¿en qué difiere en sensación de vida de lo que llamamos vivencia real?

En el transcurrir del tiempo los recuerdos pueden sufrir modificaciones, pero ¿la sensación en su evocación es menos real?

¿Qué es verdad?, ¿qué es mentira?

¿Es verdad todo lo que es?, ¿es verdad solamente lo que corresponde con la realidad?, o ¿también puede ser verdad lo que simplemente parece?

Por el contrario, ¿lo que no se ajusta a la supuesta realidad es siempre mentira?, ¿es también mentira todo lo que solamente parece?, o ¿también puede ser mentira algo que a la vez es presuntamente real?

Un sueño, ¿es verdad o mentira?; lo que sucede en él no es real, pero ¿es mentira? ¿No es cierto que los sueños se viven?; y la vida ¿qué es?, ¿verdad o mentira?

Un recuerdo, ¿verdad o mentira?; es posible que lo que permanezca en la mente haya sido considerablemente distorsionado por el transcurrir del tiempo, pero ese recuerdo ¿deja de ser verdadero?; sin embargo no es real.

Si la verdad no puede ser mentira y a la vez tampoco la mentira puede ser verdad, ¿en qué consiste la fe?

Lo que para unos es verdad para otros es mentira y viceversa. Entonces, ¿dónde se encuentra el gazapo?, ¿qué diferencia existe entre la verdad y la mentira?

Verdad y mentira es lo mismo, y ni una ni otra es importante.

Lo que realmente tiene valor es el pensamiento, la esencia de la realidad, la estela del recuerdo, las sensaciones asimiladas, los sentimientos forjados.

Si existiera una fábrica de recuerdos y me inyectaran uno, ¿es que no sería verdad lo que recordara?; pues lo mismo con los sueños: ¿son verdad o mentira?

Y ¿por qué no puede ser verdad lo que solamente parece?, lo que no es real, lo que no es.

Lo imaginado, ¿es verdad o mentira? Para quien lo siente es verdad, para el que no lo siente es mentira. El yerro está en que no todo lo que es verdad es real, es el sentir lo que convierte la verdad en vida, y lo mismo sucede con la mentira, que si se siente también se convierte en vida.

Realidad, virtualidad, imaginación, sueño, ensueño, recuerdo, verdad y mentira, todo puede ser o no vida, depende de la sensación, de la emoción producida en el ánimo.

Y como planteó Calderón de la Barca, tal vez la propia vida no sea más que un sueño, y entonces, la vida ¿qué es?: ¿verdad o mentira?

Soñemos y así viviremos, vivamos y así soñaremos, imaginemos i sintamos, que en ello se encuentra la verdadera vida.

Feliz vida, felices ssshhh y pshclic… y poomssshhh.

Estando muerto tuve un sueño

Muerto soñando, 2012
Muerto soñando, 2012
Tinta / papel
29,7 x 21 cm

Todo el desvarío que sigue es rigurosamente cierto.

Hace pocos días me encontraba en un jardín, o mejor dicho en un claro rodeado de árboles en el que la hierba crecía cuidada como si fuera un jardín de césped bien rasurado. En él se había dispuesto diversas agrupaciones de asientos orientados a distintas mesas que hacían intuir prontas conferencias. No había nadie, pero en casi todas las sillas había alguna prenda de vestir o bolso, como queriendo reservar el asiento al modo cutre de las tumbonas playeras o de solárium de piscina. Por la distribución de las agrupaciones se podía intuir variedad de conferencias. Yo no tenía ni idea de qué iba el asunto pero me apetecía asistir a alguna de las oratorias. Me rebajé y, tal como habían hecho los demás, dejé mi chaqueta en una silla libre.
Me fui a dar un paseo entre el nadie y cuando volví a mi asiento auto-reservado encontré mi chaqueta debajo de la silla, en el suelo, y ésta ocupada por una prenda ajena. Repetí mi reserva dos veces más con el mismo resultado y siguiendo sin ver a nadie. Me pregunté si yo era alguien o si como los demás tampoco estaba allí.

Decidí marcharme a algún lugar en el que hubiera hervir de gentío, y se me ocurrió ir a aquel teatro de platea sin asientos, mezcla Liceo y La Paloma, que se encuentra en la plaza Gal•la Placídia de Gràcia, en una pequeña plazoleta adoquinada sin junta de mortero ─al modo romano─ y situada justo al lado de Atracciones Caspolino, en cuyo tiovivo los caballos y unicornios suben y bajan al son de la parisina música y del aporrear y petar de trole de los autos de choque. Sé de buena tinta que tan fina talla de adoquines ahí dispuestos proviene de las canteras de Caldes de Montbuí. Me gusta caminar sobre ellos sintiendo en la pisada el contraste simultáneo de la dureza pétrea y de la mullida hierba que crece entre sus entresijos.
Me dirigí hacia la entrada del teatro y atravesé el ostentoso vestíbulo decorado con panes de oro y telas púrpura, hasta el acceso a platea. Ni la persona de la taquilla ni el vigilante de puerta, ni tampoco quien parecía ser el innecesario acomodador, repararon en mí ni me reclamaron la entrada.
Accedí al gran espacio del público y la gente que allí se encontraba se mezclaba según permitía el mobiliario dispuesto. No había butacas; los espacios vacíos, con piso de madera fina, se combinaban en extraña alternancia con sofás, enormes sillones orejeros y grandes sillas tapizadas de raso rojo. Los altos paramentos alojaban nichos a modo de pequeños palcos, pero parecían vacíos. Todas las paredes estaban tapizadas de terciopelo verde esmeralda, conteniendo molduras doradas que configuraban extrañas geometrías.
Las personas que configuraban el supuesto público bullían con gran estruendo; iban y venían, parloteaban a voces o se agrupaban en pequeños círculos aparentemente de conocidos.

Tampoco aquí mi presencia parecía llamar la atención. Pasaba entre la gente intentando no rozar a nadie, lo cual me resultaba muy difícil ya que nadie hacía el mínimo ademán de apartarse para permitirme el paso. Era como si no advirtieran nunca mi presencia.
No sentía ni frío ni calor, a pesar de ver como las pieles brillaban húmedas.

La gran sala esmeralda contrastaba agresivamente con el gran frente de espesos ropajes y telones rojo carmesí que enmarcaban el gran escenario. En él se encontraba una mujer sinuosamente enfundada en un vestido plateado y centelleante. Llevaba el cabello recogido y era rubio, y cantaba maravillosamente con la voz de Ella Fitzgerald. Estaba situada en el centro del entablillado y detrás de ella, ligeramente desplazadas hacia su derecha, la acompañaban tres mujeres vestidas con ajustados vestidos largos, también muy brillantes pero de color azul Prusia muy oscuro. Sus voces, las tres de diferente matiz, parecían ser el eco de la voz principal, aunque con un extraño contraste debido a su sonido en sordina; cantaban como The Andrews Sisters, como si de una retransmisión radiofónica de los años cuarenta se tratara. Sus movimientos eran al unísono y de una sutileza exquisita.
Parecía como si solamente yo las oyera, porque las demás personas parecían ignorar a las artistas igual como hacían conmigo.

Mientras pasaba entre la gente sin notar sus estrechos roces, advertí que una de las cantantes de brillante azul Prusia era mi amiga Rosa, hermana de mi gran amigo Xavier, a la cual hace mucho tiempo que no veo; a él lo veo casi cada día en sueños, en lo que parece ser su oficina ubicada en la calle ─casi siempre está reunido─. Me alegró mucho el verla y apresuradamente me dirigí al escenario subiendo a él de un salto, cosa rara en mí. Mientras cantaban me dirigí hacia ella y fui a abrazarla, pero cuando me planté ante ella ni se inmutó; su vista me atravesaba sin reposar en mí. Hice espavientos y le hablaba esforzándome para que me oyera, pero sin ningún efecto.

Decidí dejar el abrazo para mejor y más discreta ocasión, volviendo a la hirviente platea, pero cuando salté del escenario sentí como si alguien me agarrara por detrás. Eran los pesados cortinajes rojo carmesí que se me habían pegado a la espalda. Yo intentaba con todas mis fuerzas caminar como contra Tramontana, y a medida que avanzaba sentía cómo el ropaje iba estirándose como un inmenso chicle.
Aquella gran lengua que me lamía la espalda no se despegaba y mientras yo avanzaba escuchaba el vocerío de las gentes reclamando que se cerraran las puertas para evitar el vendaval de la corriente de aire que movía de tal manera el cortinaje. Se acumularon las personas detrás de mí asiendo fuertemente la pesada tela para intentar dominarla.
Al cabo de poco noté un sesgo de tela y también cómo cedió la fuerza que intentaba absorberme, aunque no experimente ni el más mínimo desequilibrio.

Pasado un instante advertí la presencia de muchos ─ puede que todos─ de mis amigos, familiares y conocidos. Me pareció que todas las personas que allí se encontraban tenían algo que ver conmigo, pero parecía que yo no era nadie para ellos. Me paseaba entre ellos buscando una mirada, pero todas me traspasaban; intentando notar un roce, pero nunca había caricia. De pronto me encontré enfrente de un grupo de amigos que estaban sentados en sofás circulares con altos respaldos, y entre ellos se encontraba mi amiga de toda la vida Núria, que estaba junto a su marido, Joni, también amigo. Llamé a Núria pero siguió hablando con Montse, la cual tampoco me hacía ningún caso. Sin embargo, mi amigo Joni, volviéndose, me mira y con su rostro tranquilo de siempre me dice: “Hola, Fede, ¿qué haces por aquí?”; y dirigiéndose a Núria, continúa: “¡Mira quién está aquí! Fede”, a lo que ella le responde: “¡Vaya tontería! ¡Con lo que ya hace que nos dejó!”
Pregunté a Joni que cómo podía ser que me viera, y él simplemente me respondió: “Tienes la camisa rota. Por ahí están los demás”. Lo dijo sin mostrar ningún tipo de extrañeza.

Los dejé y me dirigí a ese por ahí que me indicó, y al otro extremo de la sala me encontré con mis amigos de toda la vida (¿vida?) ─casi todos lo son─, pertenecientes a la colla de Premià, y llamo a cada uno de ellos por su nombre. Todos me ignoran excepto Andreu, que es a quien más tiempo hace que no veo. Se vuelve y me dice: ¡Vaya, mira quien está aquí! Yo le dije: “¿Puedes verme?, a lo que me respondió lo ya escuchado antes: “Tienes la camisa rota. Por ahí están los demás”.

Muy cerca, sentados alrededor de una mesa, estaban algunos de mis amigos artistas: uno llevaba, como casi siempre, una flamante gorra de visera curvada (cuando no la lleva es porque tiene el sombreo puesto); otro leía un libro de Ramón Gaya; el que fue mi profesor de pintura hace ya muchos años, con su gabardina negra, mostraba su nuevo visor de cartón a mi amiga venida de Francia, que llevaba un deforme peluche debajo del brazo; también estaba el escultor de las crisálidas de acero, acompañado de su gran e inseparable caniche; la exuberante y siempre sonriente pintora metida a política; el dibujante de hombres del saco y de hombres ciervo, con las manos negras de carboncillo; el pintor de batiburrillos de monstruos y de payasos; el profesor de grabado con las manos llenas de tinta… Ninguno de ellos reparó en mí. Me pareció que barruntaban alguna nueva laFutura sin mí.

Volví a dirigirme a un nuevo por ahí, ansioso por ver a mi familia, y a lo lejos me pareció ver unas barbas casi tan blancas como las mías debajo de una gorra de lobo de mar, y muy próxima a ellas también podía distinguir una brillante cabeza ─en todos los sentidos─. Eran mis hermanos que, en pie, conversaban alegres como siempre que están juntos; y con ellos se encontraba también, participando de la conversación, mi yerno, el cual les mostraba un antiguo volante de Mini.
Me dirigí hacia ellos para abrazarlos pero algo me lo impidió; en un instante pasaron de estar delante de mí a encontrarse detrás. Quienes tenía enfrente en esos momentos era a mi hija, que estaba sentada al lado de su madre y su suegra. Entre las dos últimas, de pie y con sus manitas puestas en la rodilla de cada una de ellas, se encontraba mi pequeño y activo nieto. Formando corro con ellas, pero en pie, también se encontraba el padrastro de mi hija, que hablaba con su hijo, hermano de mi hija, el cual sostenía entre sus brazos a un bebé, su hermano, pero no de mi hija. Parece complicado pero no lo es, yo me lo he acabado aprendiendo.
Emocionado, repetí el nombre de mi hija varias veces. A cada pronunciamiento ella respondía con un volver de cabeza, pero una vez más me sentía atravesado por la mirada. Tal vez me sentía pero no me veía.
Al cabo de un momento me sentí acariciado por una pequeña e inocente mirada, que a diferencia de las demás sí se posó en mí; era la de mi nieto, que sonriendo y señalándome pronunciaba repetidamente el monosílabo “¡Bi!”.
¡Ah!, sí, ese era yo: Bi.
Con esto me quedé satisfecho y casi feliz. Él me veía.
Muy cerca estaban mis cuñadas con mis sobrinos, y también toda mi familia al completo.
Fui pasando entre ellos pero continuando siendo nadie.

A cierta distancia advertí también la presencia de las mujeres que han paseado de un modo u otro la supuesta existencia conmigo. Ahí no me arriesgué y no me acerqué, no fuera que alguna de las miradas no me traspasara y que todavía quedara alguna filípica o reproche pendiente. Llámenme cobarde.

Y así seguí un rato más, sorteando personas con las cuales he cruzado caminos durante mi posible existencia.

Ni cansado ni descansado, me dirigí a la salida, muy pequeña en proporción al gran espacio esmeralda, y cuando me dispuse a cruzar el vestíbulo una voz me recordó que tenía la camisa hecha girones y que debía arreglarla. La advertencia provenía de una persona a la que no conocía y que se encontraba en la guardarropía. En ella no había ninguna prenda, ni siquiera perchas, solamente se podían ver las barras de colgar.
La persona no me pareció ni hombre ni mujer, tenía el rostro como el blanco de titanio y no se le veían las manos por estar ocultas en el interior de unas largas mangas terminadas en puñetas de tresbolillo. No supe distinguir si tenía cabello o no. Su vestimenta, sin botones, era de color morado.
La cárdena figura, con un rígido ademán, me invitó a seguir un marmóreo pasillo. Al final de él, una gran puerta de zinc se erigía con más aspecto de final que de principio. Una luz blanca se filtraba por su intersticio inferior y su estela se entrelazaba con el reflejo de una reptante luz roja, cuya fuente provenía del más puro y brillante gas neón de diez protones y diez electrones. El texto explicitaba: “Mundicia y Alfayate”.

Abrí la puerta, y a cierta distancia pude distinguir unas figuras que ni parecían cuerpos ni espíritus. Como dicen algunos, tal vez se trataba de periespíritus. Yo no lo sé.
Todos los rostros me eran reconocibles y la mayoría hacía mucho que no los veía. Buena parte de ellos los reconocía incluso sin haberlos visto nunca.
A un lado, nueve ancianas pero frondosas moreras encuadraban la vista de una pérgola cubierta por una nube violeta, perteneciente a una espesa y espinosa buganvilla. En ella aparecían sentadas, alrededor de una mesa redonda, varias personas que me eran muy familiares y que se encontraban escuchando la radio. Muy cerca, y también alrededor de una mesa circular, mi abuelo, a quien nunca conocí, me observaba en compañía de su familia. Me pareció que el protagonismo del rondo recaía en una atractiva botella de Calisay.La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es abuelo-federico-con-familia-y-calisay-bn.jpg
Justo después del umbral se encontraba mi padre, el cual, invitándome a entrar, me obsequió con unas gafas de sol y una gorra de visera que en ese momento él mismo llevaba puestas. Me vestí dichos atavíos y seguí caminando cogido de su mano.
Anduvimos entre muchos conocidos, unos vistos anteriormente y otros no; todos me saludaban con un gesto de mano o llevándose la mano al pecho; yo correspondía del mismo modo. Entre ellos había familiares, amigos y otras personas con las que alguna vez había cruzado caminos. Me llamó la atención un señor de largas barbas decimonónicas, que era igual que uno de mis hermanos; pero no era él, ya que este último se encontraba en la gran sala esmeralda. Era mi bisabuelo.La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es 1890-aprox-bisabuelo-federico-fabregas-del-pilar-duran-padre-de-abuelo-federico-fabregas-farrujia.jpg
Por fin me encontré con mi madre. Estaba sentada frente a un camastro cubierto por unas sábanas blancas que caían por los laterales en forma de largos faldones, con tantos pliegues ondulados que casi parecían plisados. Alargó su mano y me pidió que le diera la camisa para reparar el girón. Me rogó que mientras esperara me estirara sobre las sábanas y descansara.

Así lo hice, con gorra y gafas. Y me dormí. Y comencé a soñar:

Me vi sentado en una cama en la que había dormido muchos años. Era antigua, con cabezal y pie de marquetería de varias maderas finas. La hizo mi bisabuelo o tatarabuelo, no estoy seguro. No llevaba puesta la gorra ni tampoco las gafas. Pronto, un discreto pero alegre chapoteo matutino me indicó que comenzaba un nuevo día.
Seguí soñando diversas rutinas durante días, y en sueños me dispuse a escribir el presente relato de lo vivido cuando estaba despierto.

Me pregunto cuánto me queda todavía por soñar y para despertar, y lo que falta para que mi madre me devuelva la camisa remendada para lucirla junto con la gorra y las gafas.
No tengo prisa, ninguna prisa, me gusta seguir soñando aunque haya más rutina que sorpresas. De momento me place estar entre las personas que comparten sueño conmigo.
Sin embargo, sé que llegará el día en que despertaré para no volver a soñar nunca más. Ese día me pondré la camisa remendada, la gorra de visera y las gafas de ver más allá del arcoíris, y pasearé sin prisas la interminable eternidad.

La fotografía a fuego lento de Richard Learoyd. Para ver de otra forma.

En la sala Fundación Mapfre Casa Garriga Nogués, en Barcelona, hasta el próximo 8 de septiembre, se exhibe un conjunto de obras fotográficas de Richard Learoyd que requieren, más que ser vistas, ser observadas de forma minuciosa y distinta a la de cualquier otra exposición de esta especialidad. Recientemente, mientras visitaba la fascinante luz captada por el fotógrafo, me llamó la atención que los visitantes con los que coincidí recorrían las distintas salas observando cada fotografía de la misma manera que lo hubieran hecho en la exposición de cualquier otro fotógrafo, es decir, situándose a una distancia de la obra que permitiera admirarla en su totalidad, que en este caso requiere ser mayor de lo habitual, dado el considerable formato de las fotografías. Pensé que con esa forma de contemplación se perdían buena parte del interés que ofrecían las diferentes capturas, debido a la existencia de un hecho diferencial.

Además de esta forma de ver la exposición, que de por sí ya ofrece sumo interés, la obra fotográfica de Learoyd regala otra forma de lectura, dado que las imágenes no han sido capturadas ni con una cámara analógica ni tampoco digital. Las instantáneas, que en realidad no lo son, han sido captadas mediante la utilización de una cámara oscura de grandes dimensiones, diseñada por el propio fotógrafo, y mediante la cual, en la mayoría de casos, fija cada imagen de forma única y original directamente en el mismo material soporte que va a ser expuesto, y por tanto con sus mismas medidas definitivas, que para tratarse de una fotografía resultan de considerables dimensiones, lo cual hace que la realidad retratada aparezca con admirable detalle.

En este caso, cada una de obras expuestas ofrece la posibilidad de fragmentarse a nuestra vista en infinitos retales con interés propio, de forma independiente del conjunto de la fotografía de la que forma parte, de modo que podemos aproximarnos y advertir un sinfín de detalles, muchos de los cuales podría constituir una obra por sí solos. Conviene explorar los paisajes y arquitecturas para encontrar otras naturalezas y descubrir superposiciones de elementos reales que no pueden apreciarse a la distancia normal de observación; en las naturalezas silenciosas (lo prefiero a muertas) se encontrarán abstracciones formadas por texturas, filamentos, óxidos y cenizas inadvertidas de otra forma; mapeando los cuerpos retratados se descubrirán magníficas orografías de pieles y precisas topografías de telas.

En la prensa y en publicaciones especializadas se ha escrito bastante sobre esta exposición, y aparte de mencionar el empleo de la cámara oscura, lo que se puede leer versa sobre asuntos como la interpretación de las fotografías y su contexto, sobre las intenciones del autor, o sobre la influencia de Ingres y los prerrafaelistas, pero ninguna hace mención de la posibilidad de descubrir los secretos que las imágenes ofrecen. Y no observar de cerca para poder leer las pequeñas pero nítidas indiscreciones que muestran las fotografías de Learoyd, conlleva el escribir sobre cuestiones solamente supuestas y pudiendo no ser ciertas. Hace dos días leí un artículo en la prensa, dedicado a la exposición, en el cual se decía que en la dependencia anexa a la cámara oscura, donde posaban los y las modelos, se iluminaba a éstos con potentes focos. Naturalmente no es un error grave, pero sí ilustra lo que expongo en este escrito. Tal afirmación resulta lógica tras deducir que cuanto mayor es la iluminación de la persona a retratar menor resultará el tiempo de exposición necesario en la cámara y que por tanto habrá menor riesgo de que la persona se mueva; sin embargo, si se observan los ojos de las personas retratadas se podrá ver de forma muy nítida que las pupilas están muy dilatadas, lo cual indica que la luz existente es muy baja, y que por tanto el tiempo de exposición es alto, con lo que también se puede decir que la persona retratada ha tenido que permanecer totalmente inmóvil y casi conteniendo la respiración, durante un periodo de tiempo bastante incómodo, hecho que también infiere un mérito inestimable a las personas que han servido de modelo para el buen resultado de las fotografías. Y podemos adentrarnos más en el detalle y leer las pupilas; veremos en todas ellas el perfecto reflejo de los focos de luz tenue empleados, uno de ellos de luz indirecta.

Esta es la magia que ofrece Learoyd con su cámara oscura, al controlar los largos tiempos de exposición de la luz incidiendo de forma directa en el soporte fotosensible de grandes dimensiones, consiguiendo un detalle y nitidez nada usual en el mundo de la fotografía, sea del modo analógico o digital.

Resulta paradójico que con un medio de captación (no de fijación) conocido ya en la época medieval ─la cámara oscura─, en manos de Learoyd se superen en posibilidades artísticas y técnicas los medios actuales. Las fotografías de Richard Learoyd, captadas a fuego lento, parecen sobrepasar incluso a la pintura hiperrealista, movimiento artístico nacido para superar en realismo a la fotografía.

Creo que no existe analogía entre Learoyd y David Hockney, ni tampoco pretendo establecer comparación entre ellos, pero sí entreveo algunos puntos de conexión que, precisamente por discurrir en sentidos opuestos pero en la misma línea, pueden propiciar que la observación de las obras de uno pueda reforzar la mirada sobre las del otro. Hockney siempre se ha interesado por los sistemas de captación de imágenes y por los medios ópticos que se han ido desarrollando durante la historia, y ha realizado estudios en los que concluye que pintores como Canaletto o Vermeer, entre otros, utilizaban la cámara oscura para representar con mayor fidelidad la realidad aparente; sin embargo, para la realización y muestra de su obra, él adopta los últimos avances tecnológicos en el ámbito de la imagen.

Learoyd también se pasea por la historia de la captación de la imagen, pero al contrario que Hockney  decide captar las luces de la realidad mediante la cámara oscura, el medio que constituyó el origen de todos los hoy empleados.

Para ejecutar la obra fotográfica “Pearblossom highway”, David Hockney tomó más de 700 fotografías, cada una desde un punto de vista distinto, y las compuso a modo de gran collage conformando una única y vibrante obra. En esta misma línea, pero al contrario, Richard Learoyd realiza una sola captura con un único punto de vista y fija la imagen de forma directa en un soporte de gran formato, obteniendo así gran detalle y definición, posibilitando al espectador la realización de tantas porciones virtuales como alcance mediante su observación.

Actualmente, Richard Learoy dice estar muy interesado en la fotografía aérea; mientras, yo quedo a la espera con impaciencia.

Fede Fàbregas

Julio 2019

 

La patria de vidrio ( I )

A cornadas y coces (El coche no es mio)

A cornadas y coces (El coche no es mio)

Primera epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas.

Sí, creo que estos son los mejores días para escribir estas palabras.

Aunque no lo hago en previsión de nada, pues nada hay que prevenir, sí que lo hago desde la perplejidad que me ha producido el haber visto la película de mi vida patriótica, rebobinada con la ayuda de los acontecimientos habidos en los últimos tiempos, en nuestros países, que no son ni uno ni dos, sino bastantes más.

Igualmente, creo que va a extrañar a los que me conocen, tanto a los de aquí como a los de más allá, que me exprese en los términos que lo voy a hacer, ya que supongo que cada cual piensa que mi actitud con respecto a cuestiones patrióticas es la misma que la de ellos, por el simple automatismo de la afinidad en otros aspectos de la vida, y también porque supongo que no he hablado mucho sobre ello, quizás por no verme en la necesidad, y porque ya hablan ellos.

Y lo suelto a bocajarro: por primera vez en mi vida he tenido conciencia de que no soy patriota, y de que ni siquiera me gusta la palabra patria. Y de que las banderas, los símbolos y emblemas tampoco me han reclamado nunca la atención; ningunos y ninguna. Ni siquiera el logotipo de la empresa que cofundé hace más de quince años y en la cual hoy todavía trabajo, me produce otra sensación que no sea la de saber que solamente identifica a mi empresa. Me ha sorprendido darme cuenta de que ni siquiera encuentro estético el ondear de las enseñas, y que solamente me he fijado en ellas para observar la dirección del viento. Y por no gustarme, de las banderas, no me gusta ni el mástil, porque no soporto ningún palo en alto; ninguno. Tal vez esto me ocurra porque siempre he pensado que todo ello solamente constituye símbolos de identificación, para distinguirse de otros colectivos homónimos y nada más. Es más, pienso que estandartes, banderas, escudos, uniformes e himnos, tuvieron su origen en la necesidad de distinguirse del enemigo ─también de amedrentarle─, para no confundirse en la selección perversa de la víctima, cuando las personas se aporreaban, machacaban y mataban en luchas cuerpo a cuerpo. Con el tiempo, y gracias al “progreso”, las distancias de aporreo han ido aumentando, hasta el punto de que tal vez ya no exista la necesidad de distinguirse, pues es absurdo pensar que alguien, por equivocación, vaya a lanzar un misil al compañero que le ayuda a colocarlo en la lanzadera. ¿Y qué pasa con los civiles?; pues nada, sólo son daños colaterales y no les hace falta identificación. Y como el sentido funcional de todo ese aparato identificativo casi ha desaparecido, y ya empieza a resultar arcaico ─no para todos─ luchar en nombre de Dios, hay que encontrar en nombre de qué se hace. Y así se mantienen los actuales ídolos de la causa: ¡por la bandera!, ¡por los colores!,… ¡por la patria! Sólo una cosa sigue igual en cuanto a colores: la sangre de las víctimas todavía es del mismo rojo para todos; y seguimos sin verlo.

Yo soy de los anacrónicos a los cuales la patria le brindó la oportunidad de “hacerse hombre” a los veinticinco años, enfundado en burdas ropas caqui que picaban lo indecible, calzando botas de media caña, correteando debajo de gorras y boinas, y arrastrando un pesado cetme ─fusil ametrallador, con bocacha apagafuegos─. Tuve el “orgullo” de pertenecer a la compañía con más tradición y dureza, con respecto a las salvajes y estúpidas novatadas de toda la España castrense; sin embargo, salvo ese periodo de tres meses, el resto de la estancia “vacacional”, siendo sincero, fue relativamente plácida, dadas las circunstancias, pudiendo entablar amistad extramuros con lugareñas y lugareños. ¿Compensó?: rotundamente no.

Casi al inicio de tan sagrada campaña, me obligaron a desfilar por delante de la bandera, haciéndomela besar mientras le juraba fidelidad y defenderla. ¿Vale un juramento obligado?

Siempre he pensado que muchas situaciones de la vida no constituyen otra cosa que montajes teatrales para sugestionar y provocar sentimientos. Y lo que suele suceder es que quien obliga es quien más se lo cree. Sólo un detalle de risa que alimenta mi recelo a las banderas: recuerdo que a la pompa y a los juramentos les sucedían los vítores patrióticos, y en los ensayos ─teatro y teatro─ nos aleccionaban de cómo había que responder al vítor de  ¡viva “lo que sea”!. Cuando, al unísono, a la aclamación se le respondía con un ¡viva!, había que pronunciar ¡PIPA!, porque si no, se escuchaba ¡ia!, y parecíamos arrieros… Más teatro.

Me pregunto que si en el caso de que una “real” quimera se hiciera realidad, habría la obligación de responder a la voz de ¡visca “lo que sea”!,… ¡PISPA!, que traducido al castellano ─o español; a mí me da igual─, sería… ¡ROBA!

He leído en diccionarios e Internet que la palabra “patria” sirve para “designar la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos afectivos, culturales o históricos, o también para designar el lugar en donde se nace”. Aquí se me plantea una primera cuestión: ¿a qué se considera tierra natal? Sí, a la que uno nace, pero al concepto tierra o lugar ¿le corresponde un límite mínimo o máximo de extensión? Y otra segunda: los vínculos afectivos ¿surgen de un  sentimiento interior de cada persona o vienen impuestos por su exterior?; y los vínculos culturales o históricos ¿corresponden a un ámbito muy próximo, próximo o remotamente próximo?

Según este planteamiento y suponiendo que deba ser patriótico, he de admitir que soy raquíticamente patriota, pues mis índices de extensión y proximidad son de tal cercanía a mí, que no caben fronteras; en términos matemáticos, diría que tienden a cero.

También he leído otras definiciones, como la que dice que “se llama patria a la tierra natal de los padres de una persona, a la cual se siente ligado afectivamente sin necesariamente haber nacido en ella”, completándose con que “el significado suele estar unido a connotaciones políticas o ideológicas, y que por ello es objeto de diversas interpretaciones así como de uso propagandístico”.

Esta definición, dejando aparte de que creo que corresponde más a una opinión Wikipedia que a otra cosa, puede tener cierta lógica en cuanto al origen de la palabra patria, que viene del latín patris y que significa tierra paterna, pero a ella también se le puede plantear las cuestiones antes citadas, sobre el concepto de extensión y proximidad, incluso haciéndolo extensivo al concepto de generación.

Según esto, y teniendo en cuenta el aspecto “infimotesimal” de mi sentir, ¿cuál debería ser mi patria?; porque mis padres son nacidos en Catalunya, pero mis abuelos ninguno: los dos maternos son de Jumilla (Murcia), mi abuela paterna es de Agreda (Soria), y mi abuelo de Madrid, a pesar de tener apellido catalán. Sin embargo, todos ellos, padres y abuelos, van a permanecer más tiempo en Catalunya que en otra parte, porque aquí se encuentran reposando. ¿El interminable descanso eterno cuenta para el patriotismo?

¿Y, los ascendentes y los ascendentes de los ascendentes? Sé que tengo antepasados catalanes, me suena que los hay franceses,… y tal vez también los haya árabes, o visigodos, o romanos, o cartagineses (muy probable), etc.

Según esto ¿cuál es el grado de proximidad generacional que ha de generar mi sentimiento patriótico? Sé la respuesta de muchos: da igual, la cuestión es global; está claro que mi sentimiento patriótico debe ser el correspondiente a la patria madre en la que se resume todas las demás patrias y sentires. Pero el caso es que mi sentir puede partir de una cuestión territorial, cuyos límites, como ya he dicho, son tan próximos a mí que no caben ni las fronteras.

En términos patrios hay que distinguir entre lo que se es y lo que se siente que se es. Porque lo que se es tiene un carácter circunstancial, y normalmente viene dado de forma ajena a la persona, pero lo que se siente nace del interior del individuo. Lo que se es lo pone la madre sin preguntar y los mapas geopolíticos. Lo primero es inamovible, pero con respecto a lo segundo, pensar que también resulta perpetuo es de una necedad muy obtusa; sólo basta con repasar la historia y sus mapas. Un dato al respecto: la historia universal (forma pedante de referirnos a la de nuestro mundo), nos muestra que las configuraciones aproximadas de los países no duran más de quinientos años. Según esta estadística, España ya está por cumplir, y no encuentro razón para pensar que ésta (o Ésta para los muy patrios), por mucha “ñ” que contenga, esté por encima de la evolución geopolítica e histórica de la humanidad. O sea, que lo que soy hoy, tal vez mañana no lo sea, una vez más, tal vez, sin tampoco haberlo escogido yo,… o sí.

En cuanto a lo que uno se pueda sentir no cabe conjetura. Los límites y fronteras se las pone, si acaso, uno mismo; y para ello no hacen falta conquistas ni reconquistas, y por supuesto, tampoco es necesario que coincida con lo que se es. Y pensar que se puede imponer lo que otro deba sentir también es de un obtuso supino. Lo-que-sea-izar, simplemente, no es posible en la conducta humana, e intentarlo es mostrar abiertamente que se posee un ángulo cerebral de mucho más de noventa grados, y de lo cual resulta un efecto contrario, por el que el sentir interior se reafirma y crece.

Y, ¿qué es lo que hace que uno se sienta una cosa u otra?: ¿el nacer en un lugar determinado?, ¿tendrá que ver con lo que te han dado o lo que te han negado en un lugar u otro? Yo soy nacido en Barcelona, en la calle Aragón, pero mi sentir se reparte, concretamente, entre Gracia (barrio de Barcelona), en donde he vivido la mayor parte de mi vida, y Premià de Dalt (pueblo del Maresme), que es donde se han dado los mejores episodios y aventuras de mi vida. Para mí, mayores espacios de sentimiento existen, pero van perdiendo intensidad hasta diluirse con la distancia. Es como cuando observando un paisaje se disfruta de lo que se ve hasta donde alcanza la vista, pero existiendo, a partir de cierta distancia, demasiada atmósfera interpuesta para poder distinguir las montañas del cielo.

Creo, como he dicho, que los límites del sentir surgen de uno mismo, sin embargo, también es verdad que brumas y nieblas externas pueden modificar la extensión abarcada del sentimiento, aunque por desgracia, normalmente restringiéndolo. El maltrato, la falta de equidad, la injusticia, el menosprecio, el insulto, la mentira, el egoísmo del pensar que la solidaridad solamente tiene una dirección, el apalanque ante dicha solidaridad, los intentos de hegemonía cultural que siempre conlleva la muerte de la cultura, y otros muchos vahos, mal calificados de patrióticos, empañan la visibilidad del individuo reduciendo el área de su sentimiento patriótico, llegando al extremo de que nada es lo que parece. Hay personas con voluntad de excluirse de su actual contexto nacional, pero hay muchas otras que, aunque aparenten no desearlo, excluyen de él a los demás, y estas últimas son las que hincan a mayor profundidad las estacas de las fronteras.

Repitiendo unas palabras que leí hace unos días en la prensa, y lamentando no recordar quien las escribió, quiero decir que a mí no me da miedo ni la cohesión política sin hegemonía que respete la individualidad, ni tampoco me da miedo la independencia. Sin embargo, y siendo éstas palabras mías, lo que sí me da miedo es el escuchar ciertas frases en los medios de comunicación, como por ejemplo la que dice que “Cataluña es de España”, cuando se quiere decir que Catalunya es España. Estas formas resultan delatadoras de un sentir patriótico muy preocupante para un país que se autodenomina democrático, poniendo en evidencia lo que se entiende, por parte de muchos, cuando se dice que España es “una”.

Pero lo que definitivamente me da verdadero pánico ─y también risa─, es que un ex presidente, y político aparentemente en la sombra, explique en sus memorias, que después de salir milagrosamente con vida de un atentado, Dios le dijera en sueños que le había dejado vivir porque le tenía encomendado el liderazgo de la humanidad.

Después de estos dos disparatados sinsentidos no me parece excesivo despedirme, en esta primera epístola, con sendos

“¡PIPA España!” y/i “¡PISPA Catalunya!»

Fede Fàbregas