La patria de vidrio (II)

Este coche tampoco es mío.

Este coche tampoco es mío.

Segunda epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas

Las patrias son vítreas como los países que las soportan; y no por su transparencia. Pueden parecer duras y “unas”, pero lo son como el vidrio, que a pesar de su extrema dureza y su entereza, un golpe seco lo rompe en fragmentos; y cada uno de ellos sigue siendo duro y “uno” como el primigenio, además de más difícil de romper. Y esto no constituye un inconveniente, solamente es consecuencia de las características del “material” que lo integra. Es más: si bien una gran luna de cristal, gracias a su transparencia, puede dejar ver la belleza de lo que se encuentre más allá de él, un gran rosetón gótico, formado con gran cantidad de fragmentos distintos de vidrio, lo que puede mostrar  es su belleza intrínseca, la que deja ver en sí mismo, independientemente de lo que se encuentre a ambos lados de él.

Al respecto, cabe pensar que este símil es aplicable a un país en relación a sus porciones políticas, llámense regiones, autonomías o estados federales; sin embargo, puede no ser acertado verlo según este punto de vista si existe la imposición de un dispositivo excesivamente hegemónico, el cual diluya o neutralice los rasgos característicos y propios de cada partición político-geográfica, como pueden ser su lengua natural, su historia, su cultura, o el sentimiento mayoritario de su pueblo. A este caso, más bien le correspondería el símil de la falsa vidriera, que es aquella en la que, compuesta por un solo vidrio, los distintos fragmentos están simulados mediante pintura. Es decir, se quiere aparentar una cosa pero la realidad es otra.

El verdadero rosetón patrio es aquel cuya ligazón no es ficticia, y en el que las fronteras unen más que separan. Para ello, esas líneas delimitadoras deben ser claras y naturales, y para que así sean no pueden esconder hegemonía diluyente, no pueden estar pintadas; deben ser algo flexibles con el fin de ceder a las embestidas de los agentes externos comunes, para luego recuperar su posición una vez pasado el vendaval. Pero también han de ser resistentes y bien medidas para impedir el desprendimiento de los distintos fragmentos. En definitiva, lo que al rosetón le hace falta es un buen emplomado.

Pero si el maestro emplomador no sabe o es un estafador, al fragmento vítreo, por pequeño que sea, más le vale ser parte integrante de otro rosetón o permanecer brillando con su única y natural luz propia.

En el verano del 76, mi buen amigo Jordi ─cuya amistad todavía conservo en el presente─ y yo, ambos con la mayoría de edad recién cumplida, que por aquel entonces se situaba en los 21 años, realizamos un viaje en “850” por gran parte de Europa, encaramándonos por el mapa siguiendo rutas por el centro y el oeste, hasta llegar a tierras del norte ─Dinamarca, Suecia, Noruega─ para nosotros cartografiadas hic sunt dracones, para luego descender por rutas más orientales. Este era el primer viaje contundente que hacía fuera de España, y aparte de conocer otras ciudades, otros parajes y personas raras que a veces votaban, también experimenté sensaciones hasta entonces totalmente desconocidas. La más impactante fue la inmensa sensación de caos, desorden, arbitrariedad y de mal gusto, que se me produjo al llegar a una ciudad de cuento, desconcertante, y hasta casi diría que de visión cegadora. A pesar del gris del cielo y de la luz tristona que inundaba las calles, un sarpullido de colores rompían, desentonando unos con otros, la armonía de grises y mediocres de la metrópoli.

¡Ostras! ¡Los automóviles son de colores!, exclamé horrorizado. ¡Qué aspecto tan grotesco aportaban a la ciudad! Incluso llegué a ver que los coches de la policía eran de color naranja. A pesar de ello, como este aspecto era bastante común en la mayoría de ciudades europeas (a excepción de Francia), llegué a acostumbrarme a tanta disonancia.

Pero luego ocurrió algo mucho peor. Después de un mes de caos visual, cruzamos los Pirineos ávidos de orden y sensatez, y bajo un cielo azul intenso en el que el sol brillaba como hacía tiempo que no veíamos, el país se nos presentó apagado, anodino, aburrido, sin sustancia, neutro y mediocre. Los automóviles seguían siendo blancos, negros o grises. Todo nos parecía desvaído, soso y sospechosamente uniforme. Notamos, sin saberlo, que el colorido de la libertad todavía estaba por llegar.

Creo que aquellos tiempos me traumatizaron para siempre, ya que a pesar de que hace tiempo que el color llegó a la península, ahora me doy cuenta de que todavía no he sido capaz de tener un automóvil que no sea blanco, negro, gris o plata metalizado; y de que a lo máximo que llegué, fue a tener, en los años 80, un “127” de color caca de oca ─que por otra parte tampoco es poco el atrevimiento─.

Desde luego, siguen habiendo muchos más colores pululando por las calles transpirenaicas que por las de nuestros lares, y no creo que sea por cuestiones de mal gusto bárbaro. Tal vez, al igual que yo, inconscientemente, todavía nos encontremos inmersos bajo los efectos de los éteres que difuminan los deseos transgresores que hacen superar, o al menos escampar en cierta medida, la espesa niebla de la  tradición unificadora, o sea represora, de antaño.

Pero hay quienes parece ser que piensan que la niebla debe ser todavía más espesa, para que todo aparezca mucho más ordenado, es decir, obtusamente igual, y desde sus puestos de mando intentan repartir elementos “loquesea-izantes”, para intentar que los colores desaparezcan definitivamente. Y contra eso no hay suficiente con encender los faros antiniebla; lo que hay que hacer es soplar enérgicamente para que las brumas se desvanezcan.

Pero cuando a uno le tapan la boca y se le impide soplar, lo que sucede es que tampoco puede respirar, y entonces, aquella falta de color se convierte en una cuestión vital que hace que uno se revuelva en busca del aire negado.

Me cuentan, que érase una vez no muy lejana, en que había un país tampoco muy lejano, en el cual parte de sus ciudadanos necesitaba aire para respirar porque se le intentaba tapar la boca para que no pudiera soplar. Y esas personas, durante un tiempo, se agitaron pacíficamente en busca de aire, lo cual preocupó enormemente al monarca del país, que mediante una misiva de intención conciliadora y evocadora de valores, según él históricos, y probablemente surgidos en la época de un imperio amébico (de ameba); decía al pueblo que no hay que perseguir quimeras, o sea utopías, pues al parecer, creía que las leyes de su reino venían escritas desde el  mismísimo Cielo, y que era imposible cambiarlas, no fuera que el buen Dios dejara de proveer de gracia unificadora  a su pueblo.

También me cuentan que esta historia todavía no ha acabado de ser escrita, y que por tanto no se conoce su final, y yo no voy a ser quien haga conjetura al respecto actuando de adivino, no sea que el oráculo no se pronuncie en pro del diálogo y de la solidaridad bidireccional; en definitiva, de la paz y del progreso.

Al respecto, creo que puede existir una pócima milagrosa cuyo componente es simple y único, pero a la vez difícil de encontrar: el pensamiento divergente, que es aquel mediante el cual a una misma cuestión se le busca y encuentra varias respuestas posibles.

Las orejeras del pensamiento único no deberían existir ni para los asnos ni para los toros.

Un último pensamiento. Hablando de quimeras y utopías, quisiera decir que estoy casi seguro de que en este mundo lo único que no se puede alcanzar, por mucho que te lo propongas, es el horizonte; pero a pesar de ello pienso que vale la pena perseguirlo.

Sé que si doy un paso hacia él, éste retrocederá uno de la misma medida, si doy dos pasos se desplazará otros dos, y así hasta el infinito. Entonces, ¿para qué perseguir al horizonte?,… pues para alcanzar un día lo que en él se encuentra, ya que la gran horizontal se desplaza, pero no arrastra lo que en ella se encuentra; y como escuché de no recuerdo quién: perseguir al horizonte, o sea a la utopía, aunque no se alcance jamás, sirve para andar.

Fede Fàbregas

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