Sensación de vivir, con o sin Coca-Cola

Paseando por Estambul con mi amigo Enric, 1977. Fotograma de película S-8 realizada por Jordi M.

Últimamente, a menudo tengo en mente una frase que pronuncia mi más que queridísimo amigo Enric, en los buenos momentos: “què bé s’està quan s’està bé”; me apena no oírla desde hace tiempo. Sí, es cierto, “qué bien se está cuando se está bien”, y esto solamente sucede ─que uno siente que está bien─ cuando tiene consciencia de ello, si vive la sensación de estarlo; si no es así, si no se vive la sensación, uno se pierde en el limbo de la mera existencia, que en sí misma no tiene valor de realidad. El solamente apreciar el estar bien cuando algo te impide estarlo es lo que hace que la añoranza convierta la vida en algo que no es real, mientras que cuando eres consciente de estarlo sabes que en eso consiste la felicidad, que hay que tomarla al vuelo porque pronto se disipa al mismo tiempo que nuestro pensamiento.

He llegado a la conclusión de que la realidad, tal como nos la explican o la percibimos, no  existe, es igual que la irrealidad. Lo que existe es la sensación. La sensación es lo que rige nuestras vidas y lo que configura nuestro mundo, nuestro universo, pero a menudo también nos engaña y nos hace vivir falsas realidades de los demás, y creemos que son las nuestras propias, y entonces lo que vivimos no es nuestra realidad sino la ajena. En eso consiste la manipulación, en hacer creer sentir a los demás lo que no se siente, intentando crear realidades ajenas, o sea irrealidades propias. Sin embargo, también nos podemos apropiar de sensaciones ajenas sin admitir manipulación si estamos abiertos a la información y al conocimiento, desde un pensamiento crítico. Una cosa es que nos impongan sensaciones y nos hagan creer en realidades que no son nuestras, y otra es que nosotros mismos seamos los que nos apropiemos de sensaciones ─realidades─ de otras consciencias dispuestas a compartirlas.

Lo que nos produce la impresión de que algo es real es la sensación, tal vez porque seguramente es lo único que se puede llegar a considerar real; todo lo demás puede existir, pero si no hay consciencia de que se siente es que no es real. La Luna solamente es real cuando riela en el mar o cuando ilumina el camino en la noche y su presencia nos hace estremecer; si no es así no existe. El que se haya descubierto agua en la Luna no la hace real, pero la sensación que tengo de que llueve hacia arriba sí. No estoy hablando de sentimiento ni de sensibilidad, sino de pura y escueta sensación. Tampoco estoy hablando de sensación sensorial; me explico:

En todos los diccionarios o enciclopedias que he consultado, tanto en papel como en Wikipedia, la palabra sensación siempre aparece ligada a los sentidos físicos de nuestro organismo, aunque con variaciones en la carga física de la connotación.

El extremo más físico se encuentra en la definición principal dada por Wikipedia, que define la sensación “… como procesamiento sensorial, es la recepción de estímulos mediante los órganos sensoriales”. Esto define lo que yo llamo sensación sensorial, que no es la auténtica hacedora de realidad; ésta se trata de una definición engañosa ya que pretende hacer creer que la realidad depende de este fluir meramente orgánico. La sensación sensorial lo que hace es conectarnos a nuestro entorno desde el punto de vista material, pero sin hacerlo real, pues la mayoría de las veces no nos proporciona consciencia de ello. Materia no es sinónimo de realidad, y mucho menos de vida. Un ejemplo insignificante pero muy gráfico: ¿cuántas veces hemos pisado mierda de perro, proporcionalmente a la cantidad que hay en las calles? Actualmente hay mucha menos que en otros tiempos, pues sus dueños ─de los perros─ se van civicando, pero aún no lo suficiente y por eso todavía se puede hacer servir de pastoso patín. Respondiendo a la pregunta que planteaba, creo que proporcionalmente a las posibilidades de pisar en falso llegamos a hacerlo muy pocas veces, y eso es debido a que nuestro sentido de la vista nos produce una sensación sensorial que nos advierte de la existencia de tan sutil obstáculo, haciendo que sorteemos con éxito el mismo. Creo que en la mayoría de casos no tenemos consciencia de haber sorteado tal obstáculo, simplemente la vista nos advierte y nuestros pasos obedecen al estímulo del cerebro. La verdadera sensación hacedora de realidad llega cuando la sensación sensorial no ha funcionado y acabamos sintiendo aquel pisar blando tan característico que tan bien proporciona el natural elemento. Las otras veces, dichas pastosidades no han sido reales para nosotros a pesar de haberlas advertido nuestros sentidos, pero la última, gracias a la sutil sensación de blandura, leve desliz y pegajosidad, ha convertido la mierda de perro en algo muy real para nosotros. La realidad se ha hecho gracias a la sensación.

Francisco de Pájaro. Art is Trash.

Un artista, al cual no sabría cómo definir pero que de ninguna manera se le puede etiquetar como grafitero, que desarrolla su principal actividad en las calles utilizando la basura y los trastos abandonados como soporte, y que suele expresar con espectacular sinceridad su forma de pensar, en ocasiones también convierte en realidad la caca de perro gracias a la sutil expresión de sus conceptos sobre política. Este artista, nacido en Zafra y residente en Barcelona, y que trabaja con el nombre de Francisco de Pájaro utilizando los lemas Art is Trash o El Arte es Basura cómo firma indeleble, a la caca de perro le hinca una banderita a modo de etiqueta con una sentencia que constituye su crítica política o social, como por ejemplo “Gobierno de España”; así de directo es. De este proceder también deriva una sensación que proporciona una gran dosis de realidad.

Piel roja, 2013. Acrílico / tela. 162×130 cm. Francisco de Pájaro. colección particular.

Francisco de Pájaro, artista que no hace falta clasificar ─resulta imposible─, hace un arte aparentemente humilde, probablemente producto de su rapidez en la ejecución y del concepto que él capta al vuelo, pero a la vez extraordinariamente denso, sobre todo por el mensaje que transmite. En las redes sociales se puede apreciar que es seguido por un numeroso público incondicional y fiel, entre los que yo me encuentro, pero también cuenta con numerosos detractores que lo critican, boicotean y hasta insultan ─es lo peor que se puede hacer porque no se queda mudo─, lo cual creo que a él le place todavía más, por su espíritu de transparente contradicción y por su permanente estado de crítica para con la sociedad en el sentido más amplio.

Sus obras, al contrario de lo que pueda dar a pensar el hecho de que utilice la basura y objetos abandonados, son limpias y respetuosas con el entorno, pues no ensucia paredes ni suelos, ni mobiliario urbano. Se puede decir también que su arte callejero es efímero, pues desaparece cuando los servicios de limpieza retiran la basura o trastos.

En su arte, lo aparente, lo que se visualiza, suele formalizarse básicamente mediante la utilización de los colores primarios cian, magenta y amarillo (aunque no únicamente), y también con el omnipresente negro. Dicha combinación de colores, probablemente producto de la rapidez con la que debe actuar, convierte en muy visual su obra, pues se trata de una armonía de colores equidistantes en el círculo cromático, llamados también discordantes por “desentonar” la convivencia de dos de ellos, y que se equilibran una vez introducido el tercer color. Esta forma de proceder en la ejecución es lo que constituye la base de la sensación sensorial aludida, que es meramente orgánica, pero que en su caso, debido precisamente a su “discordancia” armónica, Francisco de Pájaro refuerza la verdadera sensación que convierte en vida real el mensaje que él se propone transmitir.

Tanto las actitudes y gestos contenidos en las formas representadas como el contenido del mensaje, proporcionan un resultado directo y contestatario, y también abrupto, irreverente, lascivo, y en muchos casos hasta sabiamente insultante, todo lo cual produce una auténtica sensación vívida de realidad, al contraponerse a la figuración empleada basada en el imaginario de la infancia de Pájaro, que en sí no está exento de cierta ternura. El choque que produce el artista fundiendo lo abrupto y lo tierno es lo que produce esa gran sensación de realidad.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Recientemente, y curiosamente mediante una figuración nada abrupta, incluso estando dotada de cierta ternura por la figura representada ─un caballo, en alusión a las fiestas de Menorca─, Francisco de Pájaro ha provocado un revuelo en Es Castell (Menorca), donde ha sido censurado y reprobado por algunas instituciones, tanto públicas como privadas, con el argumento de que la intervención en la fachada del antiguo hostal-restaurante Rocamar no contaba con la licencia pertinente. El hecho es que el gran caballo negro aparece acompañado de un gran texto rojo: “Art is Trash”, lema normalmente utilizado por el artista en alusión a sus acciones callejeras en las que utiliza la basura como soporte. En este sentido, el artista, sin ser seguramente su propósito, ha conseguido poner de manifiesto la ignorancia y los prejuicios de los ofendidos, demostrando que la cultura todavía es muy restrictiva y que el arte sigue siendo esclavo de la visión mercantilista de unos cuantos ignorantes con visión demasiado obtusa, ya que presumiblemente no han entendido el sentido del lema.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Atiendo ahora al papel, que no es más real que la virtualidad electrónica por mucho que pese en gramos. Los libros solamente me aparecen reales cuando el pasar las páginas, su tacto y el olor de la tinta impresa se une a su contenido, a su relato, proporcionándome la sensación de que me informo, aprendo, me documento o evado, aún sin ser cierto lo que sea que lea. Solamente es la sensación la que hace real al libro. Su contenido será real o no según me produzca sensaciones o no, independientemente de que sea o no una invención. Cuando tomo un papel para dibujar, la plana en blanco me aparece totalmente irreal, hasta que noto la emotiva sensación de arañarlo con la plumilla, tiznarlo con el grafito o carbón, o de acariciarlo con el pincel, que lo hacen del todo real. Lo que yo haya dibujado o pintado también será totalmente irreal hasta que a alguien le produzca alguna sensación, sea de aceptación, sea de rechazo. Si lo que produce es indiferencia seguirá no siendo real y yo no habré producido nada.

En diferentes ediciones de enciclopedias y diccionarios de papel, la definición de sensación sigue siendo muy física y basada en el organismo, pero en algunas publicaciones con alguna inclusión que va más allá de los sentidos:

El Diccionario General de la lengua Española, de Larousse, edición de 2000, define sensación como “información recibida por el sistema nervioso central, cuando uno de los órganos de los sentidos reacciona ante un estímulo externo”. Una vez más, esta definición nos explica en qué consiste la sensación sensorial, la que no hace real nada.

Sin embargo, he encontrado definiciones que intentan evocar cierto acercamiento al concepto de sensación no orgánica, introduciendo términos nada materiales.

El Manual Sopena, editado en 1962, define sensación como “impresión que las cosas producen en el alma por medio de los sentidos” (luego continúa). Hasta aquí la definición se queda corta, pues se sigue ligando la sensación a los sentidos del organismo, pero ya reconoce una huella más honda, aunque sea de forma extrañamente metafísica y tal vez demasiado sobrenatural.

Sospechosamente, cuarenta y cinco años más tarde, el Diccionari de la Llengua Catalana, IEC, del año 2007, define sensación con lo que parece una traducción casi literal de la anterior publicación citada: “Impressió que les coses causen en l’esperit per mitjà dels sentits”, “impresión que las cosas causan  en el espíritu por medio de los sentidos” (no continúa). En dicho aserto aparece el espíritu en lugar del alma, lo cual resulta algo menos poético y más técnico-teológico, pero que da a entender la misma cosa.

De todas las definiciones que he leído, la que más me ha llamado la atención es la que seguía como secundaria a la citada del Manual Sopena de 1962: “Emoción producida en el ánimo”. Personalmente, yo con esta me quedo, y hasta me atrevería a continuarla con una filosofera añadidura: “… que convierte en realidad la vida”.

En cuanto a mi vívida vida, tengo que reconocer que he sido muy afortunado en cuanto a sensaciones se refiere, habiéndome aportado grandes dosis de realidad, y en algunas, bastantes, hasta demasiadas.

Recuerdo a mi madre que cuando yo padecía ciertas crisis existenciales, me decía que yo necesitaba problemas para vivir y que cuando todo me iba como una seda yo mismo me los creaba. Es verdad, los problemas siempre me han proporcionado un tipo de sensaciones ─diría yo anti-sensaciones─, que me hacían sentir vivo y me ayudaban a percibir mejor la realidad, la mía, aclarándome mucho las ideas. Paradójicamente, esto me sucedía gracias a falsas realidades, como por ejemplo la hipocondría. Yo he sido un gran hipocondríaco, un gran creador de irrealidades internas que me hacían sentir muy vivo a través del sufrimiento gratuito. Esta anti-sensación aparece sin querer, tal vez por necesidad de sentir la vida y apreciarla como real, y no como algo que solamente te obliga a existir. Mi padre, otro sabio en estos menesteres al igual que mi madre, también me proporcionaba sutiles dosis de realidad a través de su fino sentido del humor. Cuando alguna vez le decía “cuando hago así me duele aquí”, con una sonrisa me respondía “pues no hagas así”.

Otro buen chute de sensación de vida lo proporciona el arte, al menos a mí; aunque se ha de ir con cuidado para no ingerir una sobredosis porque  a veces tanta sensación y realidad te pueden sobrepasar.

Hay personas que en ciertas circunstancias, como es mi caso, el experimentar unos instantes de felicidad le confieren cierto estado de ansiedad que puede provocar cierto exceso en las sensaciones evocadoras de realidad. A mí me sucede con varios aspectos de la existencia, pero sólo voy a mencionar uno: el arte. Hay circunstancias en que las sensaciones me provocan un estado tan de vida y de realidad que se me hace irresistible para mi organismo, sintiendo que me falta aire para respirar y que mi consciencia va a dejar de funcionar. Inmediatamente he de desconectar y bajar por unos instantes al mundo irreal de la mera existencia, saliendo del lugar en que me encuentro. Esto me ha sucedido en diversas ocasiones en museos, centros de arte  y galerías.  Con esto añado una tara más para con mi retorcida mente; se le llama síndrome de Stendhal.

El arte, seguramente, es la actividad humana, tanto desde el punto de vista del productor como del receptor, que provoca las más intensas sensaciones hacedoras de vida. Se suele atribuir estos hechos a la contemplación de la belleza, pero nada más alejado. El arte no tiene que ver con la belleza, al menos no más que cualquier otro aspecto de la existencia; la belleza o la fealdad solamente son cualidades subjetivas de la percepción, que es distinta para cada persona. Un concepto que en sí mismo no es bonito ni feo ─depende del receptor─ puede conmover y producir sensación de vida tanto o más que una obra de arte retiniana, como la calificaría Duchamp. Una obra de Velázquez o de David Hockney me puede proporcionar tanta vida real como pueda hacerlo una de Fina Miralles o de Pere Noguera. Por cierto, a lo que Duchamp llamaba retiniano, David Hockney lo denomina globoculación.

Unos días después de escribir este último párrafo estuve leyendo Arte y técnica (1952) de Lewis Mumford, y me permito insertar unas líneas en las que el autor relaciona íntimamente la emoción y el sentimiento con la vida y el arte. Lo reproduzco literalmente:

“…, podemos comprender las limitaciones de la ciencia y la técnica, pues constituyen de manera deliberada la expresión de esa parte de la personalidad de la que se han extirpado la emoción, el sentimiento, el deseo y la simpatía, la materia de la que están hechos tanto la vida como el arte”.

Vida y arte están hechos de lo mismo, de sensaciones, de emoción producida en el ánimo.

Para quien le pueda interesar la lectura de este libro vale la pena mencionar la editorial, pues parece ser que solamente ésta ha publicado su traducción al castellano, hace relativamente poco, en 2014. Me cuesta creer que una publicación con tanto interés ─eso me parece a mí─ no haya sido traducida y publicada antes en España; será por algo parecido que en la contraportada del libro, al nombre de la editorial le sigue una coletilla muy aclaratoria a la vez que cómicamente pesimista:

“pepitas de calabaza ed. Una editorial con menos proyección que un cinexín”

Deseo a la valiente editorial una larga vida llena de emoción en el ánimo.

Por otra parte, dicha extensión me hace pensar en que el presente escrito tampoco tiene más proyección que un “cine-nic”, que todavía es más antiguo.

Hay sensaciones que te hacen notar la vida, pero que no la hacen más real de lo que lo es el tiempo, que nada más nacer muere, y por tanto, filosóficamente hablando, podría decirse que apenas existe, que no es real. Me refiero a un tipo de sensación de poco recorrido, de altos y bajos, de ilusión y decepción, que suele estar muy relacionada a la uniformidad de un colectivo afín a unas mismas apetencias o creencias. Estas sensaciones en sí no son perjudiciales, ni siquiera criticables, pero son proclives a proveer al individuo de anteojeras para privarle de visión periférica, y esto sí puede derivar en algún problema de falta de criterio propio que pueda convertir en estéril la sensación, perdiendo así la noción de realidad. 

Este tipo de sensaciones, que podríamos llamar de colectividad, puede convertirnos fácilmente en miembro de un redil, algunas veces de andares voluntarios pero otras muchas con cabecilla y perros pastores que intentan por todos los medios que se sienta su realidad y no la de uno mismo.

La sensación de victoria, absolutamente necesaria para el ser humano y seguramente como producto de ser la especie más prepotente del planeta ─hemos sido capaces de autodenominarnos Sapiens sapiens (sí, dos veces) ─, tiene dos modos: el individual y el colectivo.

Hay quien prefiere hacer real, por ejemplo, las montañas y picos escarpados o la fuerza de gravedad mediante la indómita sensación producida por su escalada o por la caída en el mal llamado vacío. Yo, miserable cobarde, prefiero hacer realidad este tipo de portentos naturales mediante un acto de fe, que dicen que también mueve montañas. ¿Qué más real que mover una gran mole de peñascos? En estos casos cambio la sensación de victoria por la de salvoelculito. Este tipo de sensación individual surge de la emoción personal que produce un acto de superación de sí mismo y de haber vencido el riesgo gracias a la buena gestión del miedo, que es en lo que consiste la valentía.

Al respecto, me viene a la memoria cómo el ejército hace uso y manifiesto de algunos conceptos como éste. Hace poco encontré mi arcaica cartilla militar y observé cómo en un afán de descripción de mis aptitudes bélicas, en el apartado “valor” aparecía la frase manuscrita “se le supone”. ¡Mal supuesto! pensé yo, aunque en aquel tiempo no se lo dije a nadie.

Todos los modos de obtener la gran y necesaria sensación de victoria comportan cierto riesgo, pero a mi entender, el que mayor peligro comporta es el de tipo colectivo, pues es de fácil adscripción,  y  la unión de un conjunto de similares sensaciones individuales puede consolidar una potente sensación que suele ser antagonista de otra, también colectiva, pudiendo producirse así, fácilmente, la violencia en la confrontación entre ellas. Un ejemplo muy extendido es el de los deportes de equipo, ya que su adscripción es muy fácil y la sensación que proporciona de muy alto voltaje. Este tipo de sensación se basa en la apropiación de la victoria de otros individuos. Por eso el fútbol es tan popular y tiene tantos seguidores, porque proporciona una buena dosis de sensación de victoria, y es gratis el adherirse al sentimiento colectivo, a pesar de que se alterne con la sensación opuesta de derrota, otra sensación que proporciona gran cantidad de realidad. No hay que ser muy avispado para saber porqué los equipos más ricos, y por tanto con mejores jugadores, son los que más seguidores tienen; son los que mayor probabilidad tienen de proporcionar sensación de victoria. Se puede ser simpatizante del Club Esportiu Europa, pero lo más probable es que también se sea del Fútbol Club Barcelona. Sin duda, primero se siente la pasión de la incertidumbre con la alternancia de puntuales pero intensos arrebatos de sensación de victoria y de frustración, y finalmente se desencadena la más electrizante, delirante y duradera sensación de victoria, cuando el equipo amigo resulta el ganador. Y seguidamente viene el conflicto de la confrontación, porque a la sensación de victoria de unos le corresponde la de derrota de otros, lo cual puede llevar a la violencia fácilmente y de la forma más absurda.

Otro ejemplo similar, pero de todavía mayor potencia en cuanto a extensión y efectos se refiere, es el patriotismo. La sensación que proporciona es producto de una extraña mezcla de  sentimientos de orgullo y de anhelada victoria que si no existe se inventa o simplemente se imagina. El patriotismo no es más que una ensoñación que convierte en realidad la tierra, los paisanos, la cultura y la historia del mundo más próximo en que vivimos. El concepto de extensión de la tierra en que vivimos es distinto para cada colectivo de personas; la noción de país, entendido como terruño, mueve sus fronteras según sea la mentalidad de cada persona, en función de su capacidad inclusiva o exclusiva, de su historicismo mental o de su capacidad de movilidad o inmovilidad. La inconmensurable sensación de fervor que proporciona cualquier tipo de nacionalismo, no siempre pero sí fácilmente, puede derivar en sensaciones xenófobas de funestas consecuencias, cómo se ha podido constatar ininterrumpidamente durante toda la historia de la humanidad.

La sensación de patriotismo es hacedora de realidad, sobretodo en usos y costumbres, cultura, tradiciones e historia, pero me pregunto para qué sirve todo ello y si no será por la necesidad de asentar el propio yo para sentir, es decir, para hacer reales las raíces que nos inmovilizan. Los patriotas, esas personas que claman en voz alta las excelencias del que sienten su país, a menudo lo hacen en pro de la unidad o de la libertad, dos términos que siempre aparecen en los manifiestos patrióticos y que sin embargo sólo son compatibles en la ensoñación, pues la unidad configura el grupo y la libertad verdadera es siempre individual.

También me pregunto por qué se siente orgullo patriótico si no se ha hecho nada concreto por el país. No sirve responder que se ha contribuido a levantar el país con el esfuerzo del trabajo y por haber pagado los impuestos, ya que éste sería un pensamiento de lo más hipócrita, pues quien pudiera vivir sin trabajar lo haría y si se puede evitar pagar impuestos no se pagan.

El sentir patriótico, en sí mismo, no corresponde a una realidad y por tanto, por sí solo, no constituye sensación de vida, pues parte, en un principio, de un sentimiento irracional que no responde a nada en concreto, es el compartir colectivo de ese mismo sentimiento que convierte el patriotismo en una sensación de vida, y al cual también resulta muy fácil y gratuito el adherirse.

El ya citado Manual Sopena de 1962, el diccionario enciclopédico que he encontrado que más afina en sus definiciones, y difiriendo mucho de los demás, define patria como “Nación propia nuestra, con la suma del pasado, presente y futuro, ya material o inmaterial, que atrae o ejerce irresistible influencia en el ánimo de todos los patriotas, cautivando su amorosa adhesión”; y en segundo término la define como “Lugar, población o país en que se ha nacido”.

Sin embargo, a pesar de complacerme la manera de expresarse de esta publicación, yo tomo una vez más como primera, la segunda definición expuesta, por ser más neutra en sentimiento y por expresar de forma implícita que la configuración de la patria y su extensión es subjetiva y variable para cada individuo respetando la libertad de su sentir. La primera definición creo que contribuye más bien a permitir entender lo que es ser “patriota”, ya que el no poder evitar incluir esta palabra a mí me hace pensar que es el patriota quien hace a la patria y no al contrario, por tanto, una vez más, es la sensación lo que convierte en real algo que por sí solo no es más que geografía cartografiada.

La orografía del mundo en que vivimos cambia muy lentamente, teniendo que hablar en términos de milenios o de bastantes siglos, sin embargo, los mapas políticos son dibujados y cambian con relativa e inevitable rapidez. Pocos años son necesarios, pocas décadas, a lo sumo pocos siglos, que no son nada, para desplazar fronteras o redibujar países. Y entonces ¿qué pasa con las patrias y los patriotas?

Las patrias cambian más rápido que los patriotas y eso es un problema inherente a la historia, producido por el sentir que hace real el arraigo y que no deja asimilar el redibujado de los mapas. Las raíces son de sentimiento individual y aunque coincidan en un colectivo, no pueden entenderse como si de una misma plantada se tratara. Cada paisano se nutre de los elementos que siente entre los que le ofrece su tierra y nadie puede imponer a otro de qué alimentarse; unos se aferran a la historia y las tradiciones, otros a hechos y elementos culturales distintivos, otros a la tierra propiamente dicha, muy variable en extensión, y otros a cosas tan simples y pueriles como puedan ser la tortilla de patata o el pan con tomate. El patriota se nutre de todo ello y también muestra su orgullo nacionalista, a un solo paso de la gula.

Hace tiempo, que para no aporrear a los de su mismo sentir, se inventaron elementos distintivos que permitían no errar el golpe represor o de muerte. Actualmente, dichos elementos distintivos, como pueden ser la bandera, el escudo, los estandartes, los uniformes o el himno, son utilizados por los patriotas que piensan, desean o intentan imponer su sensación de arraigo a quienes tienen otros sentires; quieren que la realidad sea para todos la misma, la suya. Estos patrioteros, que no son más que patriotas de sentimiento exagerado y brabucón, la realidad que consiguen mediante su sensación patriótica está llena de relojes blandos y elefantes de largas y afiladas patas, creando así un mundo surrealista, que tal vez se viva pero sin que exista, como sucede en un sueño. Los elementos simbólicos, que en un principio constituían signos para distinguir, ahora se convierten en signos de “distinción”; las banderas se tornan capas supermaneras, los escudos y colores broches y otras alhajas, y los himnos componen coplas vindicativas. A pesar de todo ello, la sensación que proporciona el patriotismo puede hacer real los relojes blandos y los paquidermos de finas patas, pero es una realidad personal, porque para mí pueden no ser más que pegajosas gominolas y elefantes con zancos, y eso quiere decir que la perpetuación de la patria pende de tantas sensaciones personales que resulta absurdo pretenderla.

Recientemente, un telenoticias, excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas ─manipulación─, me ha proporcionado un singular ejemplo de sensación de victoria colectiva, sublime hacedora de realidad de rebaño, mediante una curiosa pero exquisita combinación de sentir deportivo y patriótico, el súmmum del espejismo convertido en realidad.

En la sección de deportes, se nos ilustraba sobre la liga americana de la NBA y se mencionaba todos los enfrentamientos en los que participaba algún jugador español. Resulta que solamente ha ganado uno de los equipos en los que ha participado un jugador español, en este caso Los Angeles Lakers con Marc Gasol. El presentador de la importante noticia se ha referido a ella cómo “la única victoria española”. Sublime.

Sentimiento deportivo y patriótico a menudo van de la mano en una curiosa simbiosis, la cual creo que alela las mentes tortuosas ávidas de sensación de victoria. Es como si se quisiera una ración doble de vida: imposible frenesí.

También recientemente, el periodismo cutre de banderita-muñequera me obsequió con otro flamante ejemplo de fusión esperpéntica en el paradigma de la Eurocopa 2020. En una rueda de prensa, el iluminado “repórter Tribulete que en todas partes se mete” atendía a una importante cuestión deportiva con una pregunta altamente impertinente según mi parco gusto: “¿Tú te sientes plenamente español…?

Tal chinchorrería iba dirigida a Aymeric Jean Louis Gerard Alphonse Laporte, francés de nacimiento, jugador del Manchester City, de nacionalidad española y con nombre que, por su extensión, casi podría ser también portugués. Con todo esto va el “Tribu” y busca su minutito de vida ─que no de gloria─ a costa del deportista. Pues resultó que su patriotismo deportivo de pacotilla se dio de bruces con la respuesta del futbolista, con la que calificando la pregunta de “fuerte” le dejó claro que no debía padecer porque haría todo lo posible para que el equipo ganara. Y de lo del sentimiento ni mu.

No soy de los que necesita este tipo de sensación para que la vida se me torne real, pero gracias a este “Pelayo” preguntón sí me gustaría que la victoria final dependiera de una intervención de este futbolista español nacido en Francia, que juega en un equipo inglés y que se llama casi como si fuese portugués. ¿Importa lo que sienta?

Las recientes Olimpiadas de Tokio también han aportado sus redondos y colgantes sentimientos patrióticos, ofreciendo un sinfín de oportunidades para apropiarse de la sensación de victoria de los participantes, que, por otra parte, no ha sido tan espléndida como la aportada por otros países con un medallero ─fea palabra─ mucho más triunfal.

Este gran y a la vez devaluado evento deportivo también ha dado la oportunidad a los patriotas más patrioteros de la patria para que pudieran mostrar su marca de ganado grabada al rojo y gualdo, al especular con el sentir patriótico de dos auténticos ganadores, solamente por el color de su piel, como si la nacionalidad de las personas hubiera que buscarla en una carta de colores.

El mismo día en que escribo estas líneas, en el país de la anhelada estrella blanca con fondo azul, el dios del fútbol Leo Messi deja el Barça. Ante tal desgracia nacional, Pilar Rahola nos ha obsequiado con la siguiente perla: Leo Messi és una icona catalana de nivell mundial. Segurament el símbol més gran de catalanitat…” ─“Leo Messi es un icono catalán de nivel mundial. Seguramente el símbolo mayor de catalanidad…”─. Soy de los que piensa que Leo Messi es el mejor futbolista de la historia y que tal vez sea en cierto modo un icono catalán (aunque dudo de dicha literalidad), pero decir que puede ser el mayor símbolo de catalanidad es proponerse de forma muy ingenua saciar el hambre de patriotismo más cutre. Todo sea por sentir la vida como real sin importar que sea de mentirijillas.  

Otra similar fuente inagotable de sensaciones grupales es la religión, que paradójicamente utiliza la muerte como principal sensación de vivir. Las religiones tienen mucho en común con el patriotismo y, junto a él, es uno de los mayores impositores de anteojeras, y sin esconderlo, pues en alguna de ellas hasta se habla de ovejas, rebaños y pastores. En general no hago mención de ello como una crítica, porque quien entiende la metáfora acepta libremente sin anteojeras formar parte del rebaño.

Cruz de la contradicción, 2021. Plumilla y tinta / papel de verso. Fede Fábregas.

Solamente conozco afondo una confesión, la que heredé de mis padres, aunque creo que si bien existen muchas, en realidad, el hecho de creer es único y universal. El ateísmo también es una forma de creencia basada en el no creer, es una confesión negacionista. En realidad, las únicas personas que son verdaderamente aconfesionales son aquellas a las que les importa nada cualquier forma de creencia, basada o no en la existencia de una deidad; son las personas que no se hacen ningún planteamiento al respecto ni atienden a ningún razonamiento sobre la cuestión. Y solamente lo son por eso, porque no consideran ni la existencia ni la no existencia de nada relacionado con este asunto.

Las sensaciones que hacen real la vida producidas por cualquier religión, pueden llegar a ser fuente de tanta fuerza y agresividad como las proporcionadas por el patriotismo, e incluso resultando más complicado y retorcido, ya que en ella la sensación de vivir es producto del pensar en una vida que no es la que pretendemos sentir, sino en otra venidera tras el trámite de la muerte.

La creencia en el nacer para una presente existencia, en la muerte, la resurrección y la vida eterna, es lo que proporciona la sensación que convierte en real la vida que palpitamos, en la mayoría de las religiones, si bien existen diferentes variantes para dichos términos, como por ejemplo la reencarnación.

Existe una pararreligión con cierto ruido de cadenas, relativamente reciente, que se autodefine como no religión pero sí como doctrina filosófica, el Espiritismo, que tiene su origen en Francia a mediados del siglo XIX y cuya fundación se atribuye a Allan Kardec (seudónimo de Hippolyte León Denizard Rivail). Su libro sagrado es El Libro de los espíritus, escrito por él pero dictado por los mismísimos espíritus; aunque existen cuatro más también escritos por él, que junto a éste forman el Pentateuco kardequista.

Los adeptos al espiritismo, o los espíritas, tal como se hacen llamar, cambian los nombres de los eternales eventos de la interminable existencia, por términos muy sofisticados: el personal no nace, se encarna; no vive, transita su encarnación; no muere, se desencarna; y para acabar de aclararlo, se reencarna una y otra vez hasta haber purificado su espíritu, para así dejar de reciclarse para siempre, entrando en… (eso no lo tengo claro)… para la eternidad.

El Espiritismo no es una religión, pero los espíritus les han dicho que la moral correcta y verdadera es la cristiana, aunque también les han aclarado que Jesucristo no es Dios, sino un hombre con un espíritu muy evolucionado y de alto nivel.

Ellos no creen, ellos saben, tienen la absoluta certeza de que lo que dicen es cierto porque su fe es razonada, y que se apoya en hechos incontestables y lógicos, porque todo se lo han contado los espíritus mediante vía directa.

Para los espíritas el espíritu es material, muy sutil pero con cierta masa, y su cuerpo es el periespíritu. Definen el alma como el espíritu encarnado y por esto hay personas de un nivel espiritual muy elevado que tienen la facultad de ver los espíritus ajenos.

El Espiritismo también constituye una potente fuente de sensación de vida; qué mejor realidad que la que te constatan los mismísimos espíritus. Y doy fe de ello, ya que ahora hace poco más de un año, movido por mi insaciable afán de aventura e intrigante conocimiento, arrastré mi espíritu hasta Ciudad Real, para asistir a un congreso espiritista. Fueron cuatro días de ilusión por escuchar el ruido de cadenas por los pasillos del hotel, pero por lo visto la moqueta ensordeció el tintineo; y de ver periespíritus sobrevolando los espacios, pero tampoco fue posible. Lo que sí escuché es una voz pareciendo provenir de ultratumba, con embelesadora cantinela brasileira, salida de boca de un tal Divaldo Franco, líder mundial ─aunque niegan jerarquías─ del Espiritismo. El hombre ─supongo─, de noventa y tres años y con seiscientos hijos, haciendo gala de una notable oratoria, y a modo de homilía cardenalicia gótica, excitaba a los reencarnados allí concentrados, que le aplaudían y vitoreaban fervorosamente, cual ángeles posesos. Sería por eso que los periéspiritus desaparecían abrumados por tanta credulidad. Nada más comenzar su sermón ─en el programa ponía “conferencia”─, dio la bienvenida a todos los reencarnados asistentes, y también a los espíritus que habían acudido, a los que decía ver y que contaba como mucho más numerosos. Reconozco, que así, nada más empezar, entre su esofágica voz y tales palabras, un escalofrío recorrió mi cifoescoliótica columna, lo cual advertí como una inequívoca sensación de vida que convertía en real cualquier tipo de espíritu asistente.

Sin embargo, lo mejor que escuché y que me proporcionó mayor sensación de vida, no fue en las largas homilías, sino en tiempo de alimentar la carne adherida a nuestro espíritu o en otras circunstancias más mundanas.

Un día, mientras alimentaba mis escuálidas carnes, escuché como uno de los comensales explicaba a otra alma en pena que transitaba la mesa como yo, unos hechos que me llamaron poderosamente la atención. El hombre en cuestión, maestro espiritista y director de un centro espírita, decía con contundente convencimiento que el sexo practicado con amor era el único que se desarrollaba en plena intimidad, mientras que el sexo por el sexo, sin amor, sin nosotros apreciarlo, se constituye en una orgía en que la intimidad no existe, pues los espíritus de la más baja estopa acuden a participar del festín. También reconozco que me impresionó tal aseveración, pensando que, para mí, el sexo ya no sería nunca más lo mismo; no sé si peor o mejor.

Tal impresión sobrevenida, no exenta de gran sensación de vida que paradójicamente convierte en realidad el sexo, me estimuló a dirigirme a la sala que habían habilitado en el hotel para vender cientos de publicaciones sobre el tema espírita. Mientras ojeaba un libro sobre sexo espírita, se me acercó una mujer, que decía ser médium, y me obsequió con la frase más imaginativa que jamás haya escuchado: “El sexo es el santuario de la reencarnación”.

No pude evitar comprar el libro que tenía en las manos; se me hizo de lo más real. Aunque he de reconocer que no lo he leído; sexo y espíritus, mala combinación.

Anteriormente decía que los telenoticias son una excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas, como también lo es la prensa de cualquier tipo. Algunos medios se autocalifican de independientes e imparciales, y dicen solamente trabajar en pro de la verdad, pero es imposible desprenderse de las afinidades personales, que algunos, engañándose, intentan colar como criterio neutral, aún sabiendo que eso no existe.

Todos ellos dicen que informan de forma veraz, pero lo que hacen es formar opinión partiendo de hechos o de palabras pronunciadas por terceros, extrayéndolos del contexto en que se han dado, lo cual facilita enormemente la orientación de la opinión a conveniencia de los dictados editoriales. Esta manera de proceder constituye una estrategia quintacolumnista para reafirmar a los adeptos y adscribirlos al gran grupo afín a su opinión. El aparato, aparentemente destinado a informar, lo que hace es fabricar sensaciones colectivas para convertir en realidad ajena lo que piensan ellos mismos. La manipulación de las mentes ávidas de sensaciones que den sentido a sus vidas, de forma consciente o inconsciente, se pone en marcha en beneficio e interés de los poderes políticos y sobretodo económicos. Para confirmar dicha intención basta con fijarse en los medios que se integran en un mismo grupo empresarial, mal llamado de la información: cadenas de televisión y radio, y prensa escrita, con opinión contraria, conviven en el mismo grupo; lo importante es manipular a la mayor cantidad de personas. Ellos dicen que con eso demuestran su imparcialidad y transversalidad, cuando lo que en realidad pretenden es retroalimentarse creando confrontación y así crear una mayor cantidad de realidades ajenas falsas. Entonces, ¿todos los medios manipulan?; la respuesta es que depende de la capacidad de criterio propio que posea quien recibe la información y de su disposición o no a dejarse colocar las anteojeras. La mejor forma de no perder la visión periférica es informarse mediante medios de distinta opinión, y cribar utilizando el cedazo de nuestro sentido crítico, pero esto lo hacen muy pocas personas, porque a la mayoría nos gusta regocijarnos en las opiniones afines a las nuestras, nos molesta contrastar, porque lo que nos parece que nos proporciona la mejor sensación de vida es lo que nos gusta ver, escuchar o leer, olvidando que lo que probablemente vivamos sean realidades ajenas impuestas.

Envase de Coca-Cola, de vidrio y con marca en relieve.

Pero por fin la Coca-Cola, aquella doble con envase de vidrio de vuelta y muy fría, y con la marca en relive. ¡Esa sí que era la verdadera “sensación de vivir”!, la que en la canícula estival te espumeaba la nariz y te hacía sentir la realidad más dulce y vívida. En mi adolescencia veraniega, había que conseguir dos duros para que después de un sudoroso pedaleo pudiera deglutir aquel negro y mágico líquido, que convertía en la más deliciosa realidad mis vacaciones. Sentado en el murete, delante de Ca’n Corbalán, alzaba la fría botella y cerraba los ojos para concentrarme en la más placentera sensación, entrando en el sublime trance que tornaba real el paro del tiempo.

El márquetin es un poderoso invento para fabricar sensaciones que creen realidades falsas, pero el de algunas marcas casi consigue cambiar el signo de dicha realidad. Creo que Coca-Cola es la compañía que mejor ha conseguido esto, al menos en el tiempo que yo he vivido.

Los eslóganes de Coca-Cola casi siempre han hecho referencia a la vida y a la sensación de sentirla, con la consciencia clara de que su producto despertaba unas sensaciones físicas poco comparables; este hecho han sabido explotarlo siempre.

El filón de oro negro burbujeante, lo descubrieron en 1886, y en esa época se limitaron a dar una orden: “Toma Coca-Cola”. Pronto, hace 130 años, ya nos invitaban  a disfrutar, pero aún se trataba de deleitarse del producto en sí: “Disfrute Coca-Cola”. Curiosamente, hace muy poco, en 2019, se nos invita una vez más a ello, permitiéndose tutearnos al ya ser viejos amigos, con un “Disfruta Coca-Cola”.

A partir de entonces, el sentido de los eslóganes, salvo contadas excepciones, ha ido incidiendo en la vida y en la sensación de que Coca-Cola nos la hace real. Ya en 1969, era “La chispa de la vida”, y en 1976 ya se atrevía a más, con su “Coca-Cola da más vida”.

A principios de los años 80 hubo un pequeño lapsus en el que simplemente “Coca-Cola es así”, pero ya en 1987 se nos volvía a decir “Vive la sensación”, en 1990 “Es sentir de verdad”, y en 1992 nos la definían como “Sensación de vivir”.

En el año 2000 un sencillo “Vívela”, dejándonos con la duda de si se refiere a la Coca-Cola o a la vida, aunque enseguida, en 2001, nos lo aclaran con dos eslóganes: “La vida tiene sabor” y “La vida sabe bien”.

A partir de entonces, no sé si porque el aluminio produce menor sensación que el vidrio, los eslóganes dejan de aludir a la vida y a la sensación de sentirla, y se concentra en el propio producto o se adapta a una cruda realidad que no hace falta que nadie nos ayude a sentir: en 2016 “Siente el sabor”, en 2019 “Disfruta Coca-Cola” y en el 2020 la escalofriante advertencia de que “Mantenernos separados es la mejor forma de estar unidos”; aunque en 2021 ya se retractan: “Juntos para algo mejor” y “Destapa ese ahhhh…”

Lejos ha quedado aquella vida real proporcionada por la sensación que te producía apoyar en los labios aquel  borde redondeado de frío vidrio, dejando fluir el carbónico líquido que te colmaba el paladar y que cosquilleaba la nariz, mientras abrazabas aquella escarchada forma, cuenta la leyenda que de mujer, sintiendo el sutil tacto del relieve en redondilla de la marca. Actualmente se dice que la forma de la botella responde al intento de que sea reconocible al tocarla en la oscuridad o al romperse, y que se asocia a la forma del grano de cacao. No sé si esto es así o si se pretende el olvido de la leyenda por motivos de tipo machista/feminista.

Con la lata de aluminio esta sensación se evaporó, por mucho que nos indicara el eslogan, y entiendo que ya sea difícil aludir a la vida y a su sensación de realidad. Ya no he vuelto a beberla, pues dejó de ser la pócima mágica que hacía real mi vida.

Para los gustosos de sensaciones patrióticas, la Coca-Cola también puede ser de su deleite por otro motivo: según el diario alemán Der Spiegel, el oscuro mejunje se inventó en España, concretamente en un pueblo de la provincia de Valencia llamado Aielo de Malferit, y que se comercializó con el nombre de “Nuez de Kola-Coca”. ¿Les suena a algo el nombre? El señor Bautista Aparici fue el responsable de tamaña heroicidad en 1.886. Parece ser que el incomprendido señor creó un brebaje para botica que en el país no tuvo demasiado éxito, visto lo cual, decidió viajar a Estados Unidos a buscar paladares más atrevidos. Para conseguir dar a conocer el producto repartió centenares de muestras, de las cuales una cayó en manos de un espabilado también interesado en brebajes de druidas. Y resulta que este último señor, introduciendo una pequeña variación en su composición, registró el producto con el nombre de Coca-Cola, cuya marca se diseñó de forma rápida, manuscrita e improvisada a plumilla en una simple cuartilla de papel. La marca, invariable en el tiempo, sigue siendo la reproducción de esa palabra compuesta, escrita en redondilla, derivada de la de don Bautista.

En 1.954, la compañía americana, cuando se propuso introducir la Coca-Cola en España, se encontró con que el organismo de patentes y marcas prohibió su comercialización, argumentando que el producto y su marca entraban en colisión con los correspondientes al del mencionado producto, todavía existente en aquel tiempo, “Nuez de Kola-Coca”, pudiéndose prestar a confusión. Fue entonces cuando la compañía americana no tuvo más remedio que comprar la marca y los derechos del producto español, por la irrisoria cantidad de lo que actualmente, por su poder adquisitivo, equivaldría a unos 10.000 €. Los descendientes de Bautista Aparici deben estar estirándose de los pelos, a menos que se conformen con la sensación vívida de que Coca-Cola es mérito de sus ancestros.

Sirva éste de ejemplo para otros productos del país. Me viene a la memoria el cuturrús, licor a modo de aguardiente de orujo, con hierbas aromáticas y digestivas, y con diversos frutos secos, de potente ingesta que aporta una dosis sensitiva vital digna de experimentar. El licor ancestral que se produce en diversos lugares astures y leoneses, especialmente en El Bierzo, según me contaba un lugareño de Las Médulas también ha sufrido un “cocacolazo” a nivel local, pero esta vez con ni un euro de compensación. Desde hace siglos, este contundente pero exquisito brebaje ha sido elaborado por diversas familias para su consumo propio y para compartir con el viajante o peregrino que está de paso, pero una familia realizó el mencionado “cocacolazo”, registrando el cuturrús con la marca Las Médulas, con el consiguiente enfado de sus paisanos, que se sienten traicionados al haberles sido usurpados sus ancestrales derechos  adquiridos por tradición familiar; y para mayor escarnio, con el nombre de la población como marca. No me imagino a alguien registrando la paella, y con la marca “Valencia”.    

El márquetin es poderoso, pero no son sus eslóganes los que producen la sensación vital; sólo hacen que lo creamos, pues la misma sensación me producía, en la adolescencia, otro líquido, esta vez transparente, aunque también contenido en casco de vidrio pesado y frio, con serigrafía incluida. Hasta su apertura producía el mismo efecto efervescente que el de la Coca-Cola, sólo que sustituyendo la chapa por algo un poco más sofisticado pero no más novedoso: un tapón de porcelana con junta de goma y sujeción de alambre. La Coca-Cola empezaba con un ssshhh y la gaseosa con pshclic.

Envase de gaseosa Pompilio Pujol, Premià de Mar.

Era la sensación de efervescencia del propio líquido lo que producía en ambos casos el mayor deleite de la vida, eso sí, siempre alzando la botella y cerrando los ojos, y en ocasiones con un rojizo regusto a óxido de chapa o alambre.

Esta burbujeante forma de sentir la vida me la evocó también, en mi cincuenta aniversario, mi también más que estimadísimo amigo poeta Jordi Mullor (Premi Jacint Verdaguer 2019 de poesia), dedicándome un sentido poema titulado A la recerca inacabada de l’home, en el cual, haciendo alusión al compartir de la más real de nuestras jóvenes vidas, escribía sus versos iniciales diciendo:

“És qualsevol migdia d’estiu a la teva pèrgola,

perfumada amb pètals de dames de nit,

a tocar d’una ampolla de gasosa,

de la qual recordo el seu vidre gruixut,

com recordo bicicletes eternament desinflades

i genolls amb cràters pintats de mercromina…“

El poema empieza con gaseosa y acaba también con gaseosa:

“… Ara ja ho hem aconseguit, Fede.

Ens ho revelen els cossos en gest sincer.

Ja som grans!

I encara que la barba creix amb blanquinosa discreció,

tinc la impressió, al sentir-te,

que no estem tant lluny d’aquella pèrgola,

ni de l’ampolla de gasosa Pompilio,

ni tampoc de la complicitat i màgia d’aquells capvespres d’estiu.”

Y para dejar constancia de que la sensación de efervescencia convertía en realidad nuestras incipientes vidas, mi amigo firmaba el poema escribiendo:

“Jordi Mullor, 6 de maig de 2.005;

per a tu Fede, celebrant de tot cor (i amb gasosa…) el teu 50é aniversari”

Desde que la Coca-Cola dejó de ser negra y de frío vidrio, y la gaseosa dejó de hacer pshclic y de llamarse Pompilio o Pujol (eran la misma), ya no he vuelto a beberlas. Los blandos aluminio y PET ya no dejan lugar a la vívida vida.

Pero ahora, más viejo pero no menos vivo, me dejo seducir por aquellas mismas sensaciones de vida, pero con diferente líquido y también muy frío; el de ahora también cosquillea, pero es dorado y espirituoso. Por lo que yo aprecio, los hay de gruesa y de fina burbuja. Para mí los segundos; sus esferas ascienden con más lentitud buscando su liberación, siendo su estallido en el paladar más sutil pero no menos vigoroso, proporcionando una sensación vital más suave y apaciguada, acorde con la actual etapa de mi vida. Todas las bebidas mejoran en según qué compañía, especialmente las etílicas; el tintineo del chocar de copas ya te empieza a introducir en la vida real, aún sin haber comenzado a ingerir el líquido dorado. Durante el brindis, miras a los ojos de tu chocante en busca de su alma, como si su retrato dibujaras, y luego, cuando apoyas los labios en el afilado borde de frío cristal, cierras tu mirada juntando su ánima con la tuya dispuesto a compartir una misma realidad de vida. Dicen que para que la dicha vital sea completa hay que beber el espumeante oro en copa fina y alargada; a mí me gusta alternar la sensación de realidad de dos vidas: la contenida en dicha copa y también la menos espumosa pero más reposada, vertida en ancho y aplanado cáliz de vidrio tallado. La primera es vigorosa, la segunda sosegada.

El cava, al igual que la Coca-Cola y la Pompilio, ha de beberse muy frío, y por mí, a poder ser ha de ser Sumarroca, que aunque no es imprescindible sí es el que mejor realidad de vida me proporciona. Que cada cual haga con su vida lo que mejor le plazca.

“… ¿Qué es la vida?, un frenesí;

¿qué es la vida?, una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.”

Con estos versos concluía un diálogo el cautivo Segismundo, pensando que “el vivir sólo es soñar” y  que “todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende”.

Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño ─me gustan los nombres completos fáciles─, creó con La vida es sueño una realidad paralela, cómo lo es una obra de teatro de versos cantarines, que invita a reflexionar sobre lo confuso y difuso de la existencia vital.

Realidad, virtualidad, sueño, ensueño, verdad, mentira; todo ello aparece confuso en la vida y nada y todo la conforma. Lo único que me parece sin lugar a dudas cierto es que es la sensación la que tiene el poder de conferir el carácter de realidad a la vida, la vívida y la soñada.

¿Un sueño es verdad o mentira?, lo acaecido en él ¿sucede o no sucede?

El recuerdo, incluso en su aletargo, ¿en qué difiere en sensación de vida de lo que llamamos vivencia real?

En el transcurrir del tiempo los recuerdos pueden sufrir modificaciones, pero ¿la sensación en su evocación es menos real?

¿Qué es verdad?, ¿qué es mentira?

¿Es verdad todo lo que es?, ¿es verdad solamente lo que corresponde con la realidad?, o ¿también puede ser verdad lo que simplemente parece?

Por el contrario, ¿lo que no se ajusta a la supuesta realidad es siempre mentira?, ¿es también mentira todo lo que solamente parece?, o ¿también puede ser mentira algo que a la vez es presuntamente real?

Un sueño, ¿es verdad o mentira?; lo que sucede en él no es real, pero ¿es mentira? ¿No es cierto que los sueños se viven?; y la vida ¿qué es?, ¿verdad o mentira?

Un recuerdo, ¿verdad o mentira?; es posible que lo que permanezca en la mente haya sido considerablemente distorsionado por el transcurrir del tiempo, pero ese recuerdo ¿deja de ser verdadero?; sin embargo no es real.

Si la verdad no puede ser mentira y a la vez tampoco la mentira puede ser verdad, ¿en qué consiste la fe?

Lo que para unos es verdad para otros es mentira y viceversa. Entonces, ¿dónde se encuentra el gazapo?, ¿qué diferencia existe entre la verdad y la mentira?

Verdad y mentira es lo mismo, y ni una ni otra es importante.

Lo que realmente tiene valor es el pensamiento, la esencia de la realidad, la estela del recuerdo, las sensaciones asimiladas, los sentimientos forjados.

Si existiera una fábrica de recuerdos y me inyectaran uno, ¿es que no sería verdad lo que recordara?; pues lo mismo con los sueños: ¿son verdad o mentira?

Y ¿por qué no puede ser verdad lo que solamente parece?, lo que no es real, lo que no es.

Lo imaginado, ¿es verdad o mentira? Para quien lo siente es verdad, para el que no lo siente es mentira. El yerro está en que no todo lo que es verdad es real, es el sentir lo que convierte la verdad en vida, y lo mismo sucede con la mentira, que si se siente también se convierte en vida.

Realidad, virtualidad, imaginación, sueño, ensueño, recuerdo, verdad y mentira, todo puede ser o no vida, depende de la sensación, de la emoción producida en el ánimo.

Y como planteó Calderón de la Barca, tal vez la propia vida no sea más que un sueño, y entonces, la vida ¿qué es?: ¿verdad o mentira?

Soñemos y así viviremos, vivamos y así soñaremos, imaginemos i sintamos, que en ello se encuentra la verdadera vida.

Feliz vida, felices ssshhh y pshclic… y poomssshhh.

Confieso: me gustan los desfiles

Desfile 12-O (¿o de la victoria?)

Desfile 12-O (¿o de la victoria?)

Lo reconozco: me gustan los desfiles; especialmente los militares. Y el pasado día 12 gocé.

Me gusta contemplar el transcurrir trompetero del río con todo su atavío de perifollos por televisión, por aparecer enmarcado y por estar dotado de voz instructiva. Cuando los contemplo no veo ni guerra ni preservación de paz; me abstraigo sin más en solamente lo que veo y oigo, sin pensar en más representación, y convierto el chimpúm en cuadro constructivista en el que un conjunto de piezas mecánicas compuestas de pistones y bielas parecen mover un gran teclado mecanográfico mudo de signos.

Creo que este placer contemplativo tiene su origen en aquellas batallas que organizábamos mi amigo Joan Ignasi  y yo, a base de diminutos soldaditos, cuando creíamos que las guerras solamente existían en los juegos de infancia. Yo siempre tenía a los americanos porque él siempre quería a los rusos, y yo no sabía por qué, porque estos últimos eran los malos. Sí, porque en el kiosco se vendían caretas de demonios rojos con cuernos, con la cara de Khrushchev, que según me dijo mi madre era un señor ruso.

El constructivismo marcial de este 12-O me ha deleitado e instruido a partes iguales, por lo cual les hago partícipes de algunos pequeños detalles, siendo éstos, siempre, los más enriquecedores:

  1. La primera imagen que vi al poner la tele fue la de unos Colibrí y unos Super-Puma revoloteando por los aires madrileños.

Y digo yo: que lo de Colibrí vale, pero lo de Puma… No tienen alas pala volar, aunque es verdad que sí garras.

  1. Determinada porción del teclado andante me llamó especialmente la atención por su buen sabor que dejaba su visión. El relatador informó de que se trataba de un cuerpo conocido por su característica boina color mostaza.

Y digo yo: que cuidado tengan en sus andanzas de no mancharse de color kétchup.

  1. Me encantó el toque paradójico de que desfilaran los regulares de Melilla con fajín azul porque eran de Ceuta.

Y digo yo: que si la barra de cuarto pesa un quinto y el quinto contiene un cuarto, ¿por qué no van a poder ser de Ceuta los regulares de Melilla?

  1. Se informó de que en el desfile participaba mister universo.

Y digo yo: ¿Se tratará del Chuchenaguer? Hace poco estuvo por aquí.

  1. Me llamó poderosamente la atención la clase y estilo del saludo de guante blanco del rey. Y no menos, la rigidez marcial de la reina.

Y digo yo: que me acuerdo: “¡La palma de la mano hacia abajo, el brazo perpendicular al cuerpo y la punta de los dedos en la sien! ¡Joder!” También quedó patente que la reina no padece escoliosis; ¡por Ares, qué tiesa!

  1. Vi que con la legión también desfilaba Pepe.

Y digo yo: que los legionarios siguen a pelo-pecho descubierto y a paso jilguerillo, pero que se están ablandando… ¡Pepe era una oveja!

  1. Pero la virguería acrobática la realizó la Guardia Civil vestida de gala, que tocaba la trompetilla mientras montaba al trote.

Y digo yo: que tiene tanto mérito como pintarse los ojos montada en un carro de arriero haciendo camino por una vía romana.

Sí, me gustan los desfiles.

PD. El de la foto es mi papá un 12-O de los auténticos, de los de raza. Era empleado de banca pero por alto y guapo le hicieron cabo gastador. Sé que podría ser el desfile de la victoria pero prefiero el primero.

La patria de vidrio (III)

Miguel de Unamuno escuchando «¡Viva la muerte!»

Tercera epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas.

Desde mi más sincero egoísmo, con amor: Español, ¿tú me amas?

En ocasiones anteriores me he dirigido a unos y a otros, casi por igual, apelando a ambas entendederas; sin embargo, esta vez, si bien también desearía que me escucharan mis paisanos estelados, reconozco que mis palabras van dirigidas, sobre todo, a los dueños de la ñ patria.

Me siento también en la obligación de reconocer que últimamente peco mucho de egoísmo, temiendo que vaya mi yerro a más, pues el averno no cesa de incitarme con su cansina letanía de versos malditos por mentirosos, puesta en boca de sus rayados diablos, tanto de occidente como de oriente. Periódicos y otros altavoces no cesan de reproducir sus catecismos machacones llenos de frases prefabricadas por otros malignillos asesores, de poca monta, aunque sí astutos en técnicas de martilleo cerebral.

Me dirijo de forma clara a ti, español orgulloso de tu ondeante tilde que uniforma la inquebrantable piel de toro:

¡Dime!, español: ¿Tú me amas?

Pero piensa bien antes de responder:

¡Dime!  ¿Tú me amas?,… ¿o me quieres?

Porque el solo querer conlleva el mal tener, y sólo el ser amado propicia la escasa posibilidad de desear ser poseído.

Los pobres diablos que habéis elegido para mal mandar dicen que me quieren, y me lo creo, pero ¿me aman?, porque yo no siento atisbo de calor.

¿Y pensáis que a vosotros sí os aman? Tampoco. Ellos, como a mí, nada más os quieren. Ellos solamente se aman a sí mismo, y el ansia de poder les atrapa, pensando que cuanto más grande sea su una y libre, mayor será su poder. Y se equivocan.

El no omnipresente, ahora sí, con la n limpia de perifollos y la o redonda de susto, es todo desamor por estar despojado de más explicación. Porque la ley y la unidad por sí solas, sin más argumento  adjunto, son demasiado frías y mudas para ser razón de nada. Y si no hay razón no hay ley, y menos, unidad.

Y a causa de tan huecas razones de unos, y también de los otros, mi egoísmo crece, aunque no mi desamor, porque yo sí os amo a pesar de todo. ¡Cómo iba a ser de otra manera, si mi savia es de árbol de muchas tierras!: de las murcias, las sorias, los madriles y las catalonias, hasta donde yo veo. Porque yo os amo, pero sin quereros, ya que no deseo teneros en propiedad y en derecho; sólo podría ser compañero al igual; ni más, pero ni menos. Pero resulta difícil sin mutuo sentimiento, a falta del cual no quedaría más que la condición de buen vecino.

Amados españoles de todas las Españas, yo no deseo que me queráis, yo necesito que me améis, porque no solamente las voces de mando no me aman; vosotros tampoco, y eso me envilece en el egoísmo, porque me hace frio de pensamiento y aritmético de cuentas en beneficio de mis allegados y de mí mismo. Y si no hay más argumento, en este solo avatar me voy a centrar, independientemente de hacia qué lado se incline la balanza del tú más.

Sé a ciencia cierta que no me amáis, pues me lo habéis demostrado una y otra vez en el transcurso de mi vida. Decís que son tópicos, pero no, pues no lo son lo que en primera persona se vive: insultos y maldiciones por ser de donde soy, apelaciones por parte de personas ajenas a la conversación, a la buena educación por hablar en mi lengua natural, rescisión de contrato por parte de un gobierno autonómico por haber trascendido a la opinión pública el hecho de haber contratado a un profesional catalán (así constaba en la misiva recibida hace unos veinte años), y un etcétera, el cual no deseo detallar más, diseminado por gran parte de la geografía, todavía entera pero gravemente deshilada.

Hasta tal punto llega en muchos de vosotros el desafecto, que cuando algún paisano vuestro que habita entre nosotros sin sentirse catalán va a su pueblo, es despreciado y acusado de “catalán”. Doy fe de ello, y no como hecho puntual. A veces me he preguntado si este sinsentido es producto del odio o de la envidia. Si es por lo primero, la muestra de desamor hacia un pueblo es patente, y si es por lo segundo, resulta que pone de manifiesto un infundado y grave complejo de inferioridad. Porque no os equivoquéis, no hay catalanes que se sientan superiores, sino españoles que tal vez se sienten inferiores, sin lugar a dudas equivocadamente. Probablemente este ha sido el gran complejo español desde que las Españas dejaron de ser aquel imperio en el cual nunca se ponía el sol.

Sé que también hay quejas sobre desmanes en sentido contrario, y también banderas quemadas, lo cual repruebo con rotundidad, y pido perdón por ello aún no siendo culpable, al menos de forma consciente, pues ni he insultado ni despreciado nunca a nadie por ser de donde es, ni he quemado enseña alguna, ni he incitado a nada de todo ello. Yo también peco miserablemente, pero no en cuestiones de origen o raíces.

A pesar de todo ello, nunca he tenido en cuenta seriamente estos desafortunados hechos ─demasiados para poderlos considerar como puntuales─, asumiéndolos casi de forma cómica como parte del folclore español. Pero hasta ahora; porque donde antes veía caras de incomprensión, ahora advierto rostros rabiosos con mueca de odio.

¿Y después?,… de lo que sea.

Pues me temo que igual, ni más ni menos, pues advierto que así ha sido desde hace siglos. Decimos que habitamos una península, unas pocas islas y un par de plazas en continente ajeno, pero no es así. Navegamos en un árido océano donde el ondulante oleaje de odio y rabia asciende y desciende sin que nunca llegue la calma.

Hasta el ilustre profesor y escritor Miguel de Unamuno llegó al final a comprender, arrepintiéndose públicamente de lo mucho que había defendido y apoyado la sublevación fascista. ¿Y qué fue lo que le hizo cambiar, curiosamente apenas dos meses antes de morir?:

El 12 de octubre de 1936 era el día idóneo ─el día de la raza─, para escuchar un buen vómito en boca del general José Millán-Astray, en el acto de apertura del curso académico de la Universidad de Salamanca, y de la cual Don Miguel era su rector:

“¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!”

Miguel de Unamuno era vasco, y oyendo tales esputos sintió el desamor de quienes consideraba los suyos, y advirtió su rabia cuando les escuchó exclamar “¡Viva la muerte!”

Y yo soy catalán, y también siento el desamor y he oído muy próximas palabras de perecimiento.

Podéis tildarme de dramático, pesimista o derrotista, pero no lo soy, solamente estoy colocando un espejo frente a vosotros, para que podáis ver el eco de vuestras propias voces, y oigáis la imagen de vuestros rostros desencajados.

Y me diréis que no sois todos, los enmarcados en ese espejo. Ya lo sé, por eso os pido a vosotros, los que estáis fuera de él, que no os quedéis callados y alcéis la voz para que os oiga, y así consiga no ver tanto desafecto.

Sí, amados españoles, es por todo esto que no tengo suficiente con solamente razones de ley, de unidad o rompimiento, de apocalipsis, de temor a exclusiones europeas, o de orgullo de raza torera y de buen sazonador de tortilla española; ni tampoco, mis no menos amados estelados, con las únicas razones de que España nos roba, de que la solución económica está en la independencia o de que nuestra cultura peligra, de que el pueblo está oprimido, de que Europa no puede pasar sin nosotros, o del orgullo pueril de comer pa amb tomàquet i botifarra amb seques, o de decir collons que suena mejor que cojones. Todo esto y más he oído y leído, y sobre ello quiero saber más; de lo serio, claro está; o mejor dicho, de lo que puede parecer serio, porque es posible que algo tomado como tal resulte no serlo.

No quiero predicciones; sólo necesito datos y razones basadas en ellos. Para interpretar oráculos ya me basto yo. Quiero saber por qué la ley es inamovible y la unidad conveniente; por qué una ruptura sería apocalíptica y por qué debería estar orgulloso de ser español (no me vale la roja ni los toros); y el porqué de la fijación obsesiva con mi idioma natural, que no materno, el catalán. También quisiera saber cuánto nos roba España, y qué operaciones aritméticas muestran que la independencia es la solución de la economía catalana, que es la mía. Y otras muchas cosas de las que nadie habla, porque seguramente sabemos más nosotros que ellos: ¿y luego de lo que sea qué?, porque eso quiero conocerlo antes de cualquier cábala; ¿quiénes habrá y como se lo montarán?, y aunque lo parezca, no me refiero solamente a los soberanistas, sino también a los unionistas, porque ellos ya mandan y ya parecen mostrar sus plumas de pascua. Quiero que por parte de estos últimos se cuantifique las cuotas de solidaridad por adelantado, y si van a ser en dos direcciones o solamente en una; quiero saber que entienden por diversidad, más allá del hecho pintoresco, dando a conocer el nivel de respeto (sólo cabe uno, el total y absoluto) que va a haber de la cultura natural, ésa la cual siento como mía. En definitiva, quiero saber qué cuota de amor voy a tener.

Sí, quiero saber todo esto, porque el egoísmo me lo requiere y el poco amor que recibo no es suficiente para redimirme de este pecado.

Decidiré según haya explicaciones, sea lo que sea lo que favorezca a mi entorno y a mí mismo. Sin miedo a nada, ni a lo uno ni a lo otro, porque ser español nunca me ha dolido ni importado, aunque admito que nunca he encontrado razones para sentir orgullo de ello; ni tampoco ser únicamente catalán me amilana, porque –insisto con la palabra− sería lo natural. Lo que menos me importa es el carné y su bandera; sólo el ser amado, y ahora también el bienestar de mis allegados y mío.

Así que ya veis; ante tal paradigma, de momento, no me queda más que mi egoísmo, el cual os advierto que como pecado que es, no es nada ecuánime, y que en caso de acabar en tablas la fría información obtenida de las negras y las blancas, siempre regirá en sabio juicio, la ley de la línea blanca: la de la falta en la línea de área; si soy atacante siempre la veré dentro, y si soy defensa siempre fuera. Y es que el sentimiento es lo que acaba de establecer el juicio acertado.

De verdad os ruego, españoles de todas las Españas, que cambiéis cerbatana envenenada por arco de Cupido, y a partir de ahí veremos; porque si sólo me queréis, mal me tendréis, a pesar de que yo sí os ame.

Fede Fàbregas

Un catalán, tal vez también español si me amaras.

Mayo, 2014

¡Ha nacido una estrella!… otra… Aleix, digo Alejo…

Algunos políticos picoteando

Algunos políticos picoteando

Sintiéndome entusiasmado como astrónomo escuchador de ecos galácticos provenientes de rutilantes estrellas de la “PP” (política y pantalla), y reconociendo una vez más mi debilidad por los trastos y los desperdicios del presente, porque éstos se dignificarán formando las colecciones del futuro, proclamo una vez más mi verdadera vocación: la de trapero y chatarrero, o sea la de coleccionista.

Colecciono muchas cosas, la mayoría inútiles; unas son tangibles y otras intangibles, unas son más físicas i otra más etéreas; pero últimamente siento debilidad por los “cromos” casi nunca repes, de voz esperpéntica pero a la vez graciosamente imaginativa.

Son muchos los ejemplos, pero sólo voy a mostrar parte de mi colección más friki.

  1. Aquel señor al que antes conocíamos como Aleix y ahora como Alejo, que recientemente ha cambiado el guano de las gaviotas por otro más arcaico laxado por los pterosaurios, y que recientemente se ha enrolado en la deriva de un nuevo partido con nombre de diccionario; aquel señor, en el púlpito de su cripta, ha graznado la muy ocurrente frase de que si Catalunya (perdón, Cataluña) fuera independiente “sería un harapo vacilante”.

    Y digo yo: que deseo con todas mis fuerzas imaginarme eso, un harapo vacilante; pero no lo consigo. Si llego a verlo, por Tutatis que lo pinto. Me pregunto si será vacilante de “vacile chulo playa” o de vacilante de indeciso. Sea como sea, su ocurrencia me ha hecho enseñar hasta las muelas de mi ya perdido juicio, y me ha hecho pensar que tamaña inspiración le haya podido fluir gracias a la difracción de Fraunhofer (*) instalada en su cerebro desde su época de Catedrático de Física Atómica y Nuclear.

    (*) Aclaración: difracción del campo lejano;… muyyyyy lejaaaaano.

  2. Y de los pajarracos a las florecillas, porque las estrellas también regalan rosas rojas (no de Sant Jordi). En esta ocasión es el diputado socialista A.M. Carmona, que emulando el sinsentido de mi no menos admirado astro sabio Savater, suelta como si nada: “Cataluña es una región de España, que es más que ser una nación”.

    Y digo yo: que otro día hablaremos sobre el orgullo de ser o no ser una cosa u otra, que hace decir tamañas brillanteces. No sé si estas estupideces se dicen por estética vocifera o por convencimiento. Si es por lo primero, el señor A.M. trata de imbécil a su oyente, lo cual le deslegitima para ser político al servicio del pueblo menospreciado que le paga; ¿y si es por lo segundo?; pues como las ovejas negras de El Eugenio ─paz descanse─… también, también; porque demuestra que su sesera no está lo suficientemente bien amueblada como para saber discernir lo que es más o menos importante. Mejor haría dedicándose a la poesía gorgorina, ─que no gongorina─.

  3. Un jovenzuelo formalito, seriecito, arregladito y bien peinadito, como diría mi abuelita, con toda la pinta de pertenecer a Nuevas Generaciones del PP, hace algún tiempo (ésta me la apunté), en un ataque de honradez “lazarilla”, y creo recordar que hablando sobre las bajadas de sueldos de funcionarios, diputados, etc., dijo con cara de niño bueno, es decir, con cara de Pablo Casado, que si le bajaban el sueldo no le importaría asistir al congreso de los diputados solamente para votar.

    Y digo yo: que ¡será geta el caraniñobueno de misalito de primera comunión!… ¡cobrar para ir a pulsar un botón que, por si fuera poco, está dotado de la indicación “pulsar aquí”! Estos son los políticos pensantes del futuro, que han aprendido bien de los del presente. Miedo me da; al tiempo;… también ha sido vocal asesor de Aznar.

Reivindico la existencia del infierno

¿Qué demonios son?

¿Qué demonios son?

Y digo yo: Locuacidad y grandilocuencia, un escaparate de la nada.

Últimamente me molan los debates y las discusiones, tanto televisivas como vivientes, no por la información que me proporcionan, ni mucho menos por servirme de método de aprendizaje y de crecimiento personal (de eso nada), sino por lo entretenido y morboso que me resulta escudriñar en la personalidad de los parlanchines que habitan la mayoría de los medios.

Últimamente he observado que se habla mucho pero que se dice muy poco, y eso debe tener su mérito, porque proporciona rédito económico a muchas bocas llenas de verborrea, que con su altisonancia y su sonora voz dejan boquiabiertos a la llana plebe, que acaba creyendo algo que jamás ha entendido. A esto, el ser humano siempre ha estado dispuesto, ya que no requiere esfuerzo, y me temo que en las Españas, esto, hasta se aplaude y se recompensa con un puesto en la política.

Hace unos días presté mucha atención a lo que decía el protagonista de un debate en televisión, supuestamente entendido todavía no sé en qué, y el cual parecía ser su principal escucha. Su presencia resultaba contundente y su voz gravemente radiofónica, y su look, sin lugar a dudas, correspondía al de un intelectual seguro de sus ideas, que exponía, según se le iba preguntando, sentando cátedra.

Tal malabarista de la palabra resultó ser Fernando Savater; filósofo, escritor, y seguramente alguna cosa más; según se dijo también, votante de UPyD, y por si todo fuera poco, padrino de Ciutadans de Catalunya, ─ya saben, esa asociación opuesta al nacionalismo catalán, o sea a favor del nacionalismo español, también impulsada por otros intelectuales entre los que destaca el también celebérrimo verborrágico Albert Boadella─.

Me pareció que sus palabras caminaban entre la nada y lo aparente, o sea en la confusión, creo yo que premeditada, para que sonaran a algo que no es pero que se quiere que sea. Pronto me di cuenta que su parloteo hábil se basaba en unir palabras, frases y conceptos de colores opuestos, incluso discordantes, para que el conjunto brillara, explicando poco o pervirtiendo la verdad.

Algunas de sus aseveraciones me parecieron especialmente chirriantes:

1. Como era de esperar, llegó el tema de Catalunya, y sobre la pretensión soberanista se le preguntó “¿de qué hablamos?”, a lo que respondió con voz segura y altisonante: “Hablamos de unidad democrática”.

Y digo yo: ¿Mande? ¿Me lo puede explicar? Lo siento pero me huele a perversión de los términos. Me temo que en este caso no se refería a una “unidad” como la que se dio en Bolivia a finales de los años setenta, en la que se unieron los partidos de izquierdas antes de acabar en una dictadura, o como la que tuvo lugar en Venezuela en 2008 para reforzar la oposición a Hugo Chávez. Me cuesta creer que tal ilustre conocedor de la palabra haya podido confundir “unidad” con “uniformidad”. A mí no me la pega.

2. Llegados al no menos sobado tema de la corrupción, soltó la siguiente sentencia: “La corrupción en sí no es mala, lo que es malo es su impunidad”.

Y digo yo: que sí señor, que eso es sabiduría y lección de moral, esa que en España subsiste desde que se tomó como catecismo la novela anónima “Lazarillo de Tormes”, en la cual el héroe es el listillo personaje que roba al ciego. Dicen que esa obra literaria fue la precursora de la novela picaresca. ¡Vaya que si lo fue!,… España es esa novela en la que si no te pillan todo es bueno. Acabaré pensando que fue bueno inventar el infierno.

3. En esta ocasión no recuerdo de qué iba el tema, pero sí tengo grabada la gran frase de papelillo de caramelo: “El intelecto no vale nada sin el coraje”.

Y digo yo: ¿que si eso quiere decir algo? No sé, pero brilla. Por cierto, ahora me acuerdo de que en cierta ocasión muy lejana, cuando apenas contaba con diez años, el miedo me salvó la vida evitando que cayera en un pozo, ─pero ésta es otra historia─.

4. Y ahora, una sobre ETA, etc.: “Se pueden hacer mensajes sexualizantes, pero…”.

Y digo yo: que se preguntarán a qué viene eso. Pues yo también me lo pregunto, pues el tema no es precisamente “excitante”. Rutilante pero estúpida mezcla de conceptos contrarios: sexo y desamor,… vida y muerte.

5. Y para cerrar el periplo de desajustes verbales, vuelta al principio: “El independentismo es una manufactura reciente”.

Y digo yo: que esta frase es especialmente incierta, además de perversamente acusatoria. Tal vez hubiera sido más inteligente por parte del señor Savater, tener el coraje aludido, para citar de paso donde está instalada la fábrica manufacturera, para percatarse de que tal vez él mismo sea uno de sus capataces.

Ya ven, los debates televisivos a veces son entretenidos y densos.

Fede Fàbregas

A cornadas y coces

A cornadas y coces (El coche no es mio)

A cornadas y coces (El coche no es mio)

Siguiendo con aquellas pequeñas cosas que salan la vida después de las vacaciones, y que imprimen las calles de rojo y amarillo, tanto en septiembre como en octubre (aunque en distinta proporción), continúo quedándome impresionado, esta vez, a causa de pequeños discursos en boca de pululantes de las alturas y de las bajuras:

1. No me preocupa el eslogan “Som Catalunya, somos España”, porque políticamente es cierto (de momento), y al menos acierta en el orden de los términos. Pero sí me preocupa el oír en bocas delatadas por el subconsciente, la frase exclamatoria “¡Cataluña es “de” España”!, evocando el sentimiento más genuino de los ancestros de las Españas, existente cuando los países no eran más que terruños que se conquistaban a base de acero y plomo, sin consulta previa, por el sólo capricho de demostración de poder; o cuando los países se repartían en reinos, cuando un rey moría, entre los hijos herederos. Ahí sí que no importaba la unidad de nada ni la independencia de lo que fuera.
Y digo yo: ¿no sería más acertado que todos esos “cides campeadores” afinaran más en su exclamación y aclamaran “¡Cataluña es de Castilla!”?

2. Viendo un reportaje teñido de enseñas rojigualdas de tamaño natural (no como las de algún ayuntamiento de Catalunya), ondeantes bajo el sol español de Madrid, escuché a un abanderado entrevistado por TV3 que decía algo muy poco importante que no recuerdo y otra cosa mucho menos importante que sí recuerdo por el tono en que lo dijo: “… ¡Que Colón no era catalán! ¡A ver si os enteráis!”. De verdad, es lo más gracioso que he oído desde lo de las empanadillas de Móstoles.
Y digo yo: ¡Que a los catalanes nos importa un rábano si Colón era catalán, genovés o de Valdebebas! ¡A ver si os enteráis!

3. Recuentos de asistentes a las manifestaciones:
11 de septiembre: Delegación del gobierno, 600.000; Guardia Urbana, 1.500.000; Organizadores, 2.000.000.
12 de octubre: Delegación del gobierno, 105.000; Guardia Urbana, 30.000; Organizadores, 160.000.
Y digo yo: que las estadísticas sobre el conocimiento de matemáticas de los pululantes españoles, ¡por Tutatis que son ciertas! Para evitar discusiones propongo “el cuento de la vieja”: situar en cada bocacalle a un trío de ilustres personas; un gorila discoteca con su contador de aforo digital (dedillo, dedillo, dedillo…al gatillo), un ilustre notario que dé fe de cada “gatillazo”, y el señor secretario, que es aquel señor que te viene a la salita con pinta de notario pero que no es, precediendo al que viene después con más pinta y que sí es.

4. El señor Aznar asoma por la recepción real, y cuchichea a la reina de las Españas, probablemente, algo sobre defender no sé qué de una unidad de no sé qué. ¡Glups,…qué miedo!
Y digo yo: como Bart Simpson… “¡Multiplícate por cero!”.

Simples ocurrencias y acontecimientos

Me impresionan las simples ocurrencias, pero poco antes de las vacaciones de verano escuché o leí ocurrencias no tan simples que a pesar de ello me impresionaron:

1. Está Bart Simpson en el cine, sentado al lado de la barriga de su padre, ambos comiendo palomitas y viendo una peli en tres dimensiones, y el crío pelosierra y amarillo suelta: “¡Uuuuuaaaaaaauuuuuu, qué pasada! ¡Ojalá la vida real también fuera en 3D!”

Y digo yo: sí, ojalá lo fuera.

2. No me impresiona que Juan Carlos Gafo, en un alarde de ensalzamiento de la marca España, soltara aquello de “catalanes de mierda”; pero sí me impresionó lo que escribió, en contestación a ello, Francesc Bonastre en el Periódico: “Si los catalanes desean dejar de ser “una mierda”, la única opción es la independencia”.

Y digo yo: ¡cuántas lecturas se pueden hacer!,… una de ellas me recuerda peligrosamente el ping-pong.

3. Y ésta va de arte. Hablando sobre el afán actual hacia el pasado, hacia lo “retro” o “vintage”, en la editorial de la revista Fluor, revista de cultura contemporánea altamente recomendable para la salud cognoscitiva, se citaba la siguiente frase: “La basura de nuestros días es el coleccionismo del futuro”.

Y digo yo: que en numerosas ocasiones he dicho, incluso escrito, que mi gran vocación frustrada es la de trapero y chatarrero; (la de afilador y la de señor del carrito del “mantecao helao” también).

Durante las vacaciones estuve viajando por las Españas españolas y el azar me ofreció sencillos acontecimientos, al cual más impresionante:

1. Íbamos mi coche y yo, ambos dos y yo dentro de él, rodando por una carreterilla de El Bierzo en busca de oro a Las Médulas, cuando se nos presenta el rótulo de acceso a un (aparentemente) sencillo pueblecillo que obligó a mi cuatrirecauchuto compañero a parar para que yo tuviera ocasión de tomar una memorable instantánea que diera fe del topónimo correspondiente a tan curioso lugar: “Villalibre de la Jurisdicción”.

Y digo yo: Con todos mis respetos para con sus lugareños, ¿será paraíso y refugio ocasional para algún chorizo nacional? (Sé que es un chiste fácil, pero a la vez inevitable).

IMG_12832. Un poco más allá, muy cerca, donde el oro ya lo birlaron los locos romanos hace siglos, otro rótulo obliga a abrir y cerrar el ojo de mi cámara (la grande, la que pesa y te hace andar como en reverencia) para obtener la instantánea de un texto más que claro, escrito por un tendero escrupuloso que intentaba vender productos de la tierra de forma legal, a diferencia de sus vecinos “enchufaos” de las autoridades competentes, que como vulgares “lateros”, impunes, vendían productos y hacían comidas sin ninguna clase de control y garantía. Para leer el texto del rótulo vean la imagen.

IMG_1233Y digo yo: O el vecindario está empadronado en Villalibre de la Jurisdicción, o los rotulistas, por la proximidad de ambas poblaciones, se han equivocado al ubicar las señales de acceso a ellas. Por cierto, a tan cuerdo tendero le compré un Cuturrús excelente (Por si a alguien le suena a otra cosa, aclaro que se trata de un licor ancestral de la ciudad sin ley).

La patria de vidrio (II)

Este coche tampoco es mío.

Este coche tampoco es mío.

Segunda epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas

Las patrias son vítreas como los países que las soportan; y no por su transparencia. Pueden parecer duras y “unas”, pero lo son como el vidrio, que a pesar de su extrema dureza y su entereza, un golpe seco lo rompe en fragmentos; y cada uno de ellos sigue siendo duro y “uno” como el primigenio, además de más difícil de romper. Y esto no constituye un inconveniente, solamente es consecuencia de las características del “material” que lo integra. Es más: si bien una gran luna de cristal, gracias a su transparencia, puede dejar ver la belleza de lo que se encuentre más allá de él, un gran rosetón gótico, formado con gran cantidad de fragmentos distintos de vidrio, lo que puede mostrar  es su belleza intrínseca, la que deja ver en sí mismo, independientemente de lo que se encuentre a ambos lados de él.

Al respecto, cabe pensar que este símil es aplicable a un país en relación a sus porciones políticas, llámense regiones, autonomías o estados federales; sin embargo, puede no ser acertado verlo según este punto de vista si existe la imposición de un dispositivo excesivamente hegemónico, el cual diluya o neutralice los rasgos característicos y propios de cada partición político-geográfica, como pueden ser su lengua natural, su historia, su cultura, o el sentimiento mayoritario de su pueblo. A este caso, más bien le correspondería el símil de la falsa vidriera, que es aquella en la que, compuesta por un solo vidrio, los distintos fragmentos están simulados mediante pintura. Es decir, se quiere aparentar una cosa pero la realidad es otra.

El verdadero rosetón patrio es aquel cuya ligazón no es ficticia, y en el que las fronteras unen más que separan. Para ello, esas líneas delimitadoras deben ser claras y naturales, y para que así sean no pueden esconder hegemonía diluyente, no pueden estar pintadas; deben ser algo flexibles con el fin de ceder a las embestidas de los agentes externos comunes, para luego recuperar su posición una vez pasado el vendaval. Pero también han de ser resistentes y bien medidas para impedir el desprendimiento de los distintos fragmentos. En definitiva, lo que al rosetón le hace falta es un buen emplomado.

Pero si el maestro emplomador no sabe o es un estafador, al fragmento vítreo, por pequeño que sea, más le vale ser parte integrante de otro rosetón o permanecer brillando con su única y natural luz propia.

En el verano del 76, mi buen amigo Jordi ─cuya amistad todavía conservo en el presente─ y yo, ambos con la mayoría de edad recién cumplida, que por aquel entonces se situaba en los 21 años, realizamos un viaje en “850” por gran parte de Europa, encaramándonos por el mapa siguiendo rutas por el centro y el oeste, hasta llegar a tierras del norte ─Dinamarca, Suecia, Noruega─ para nosotros cartografiadas hic sunt dracones, para luego descender por rutas más orientales. Este era el primer viaje contundente que hacía fuera de España, y aparte de conocer otras ciudades, otros parajes y personas raras que a veces votaban, también experimenté sensaciones hasta entonces totalmente desconocidas. La más impactante fue la inmensa sensación de caos, desorden, arbitrariedad y de mal gusto, que se me produjo al llegar a una ciudad de cuento, desconcertante, y hasta casi diría que de visión cegadora. A pesar del gris del cielo y de la luz tristona que inundaba las calles, un sarpullido de colores rompían, desentonando unos con otros, la armonía de grises y mediocres de la metrópoli.

¡Ostras! ¡Los automóviles son de colores!, exclamé horrorizado. ¡Qué aspecto tan grotesco aportaban a la ciudad! Incluso llegué a ver que los coches de la policía eran de color naranja. A pesar de ello, como este aspecto era bastante común en la mayoría de ciudades europeas (a excepción de Francia), llegué a acostumbrarme a tanta disonancia.

Pero luego ocurrió algo mucho peor. Después de un mes de caos visual, cruzamos los Pirineos ávidos de orden y sensatez, y bajo un cielo azul intenso en el que el sol brillaba como hacía tiempo que no veíamos, el país se nos presentó apagado, anodino, aburrido, sin sustancia, neutro y mediocre. Los automóviles seguían siendo blancos, negros o grises. Todo nos parecía desvaído, soso y sospechosamente uniforme. Notamos, sin saberlo, que el colorido de la libertad todavía estaba por llegar.

Creo que aquellos tiempos me traumatizaron para siempre, ya que a pesar de que hace tiempo que el color llegó a la península, ahora me doy cuenta de que todavía no he sido capaz de tener un automóvil que no sea blanco, negro, gris o plata metalizado; y de que a lo máximo que llegué, fue a tener, en los años 80, un “127” de color caca de oca ─que por otra parte tampoco es poco el atrevimiento─.

Desde luego, siguen habiendo muchos más colores pululando por las calles transpirenaicas que por las de nuestros lares, y no creo que sea por cuestiones de mal gusto bárbaro. Tal vez, al igual que yo, inconscientemente, todavía nos encontremos inmersos bajo los efectos de los éteres que difuminan los deseos transgresores que hacen superar, o al menos escampar en cierta medida, la espesa niebla de la  tradición unificadora, o sea represora, de antaño.

Pero hay quienes parece ser que piensan que la niebla debe ser todavía más espesa, para que todo aparezca mucho más ordenado, es decir, obtusamente igual, y desde sus puestos de mando intentan repartir elementos “loquesea-izantes”, para intentar que los colores desaparezcan definitivamente. Y contra eso no hay suficiente con encender los faros antiniebla; lo que hay que hacer es soplar enérgicamente para que las brumas se desvanezcan.

Pero cuando a uno le tapan la boca y se le impide soplar, lo que sucede es que tampoco puede respirar, y entonces, aquella falta de color se convierte en una cuestión vital que hace que uno se revuelva en busca del aire negado.

Me cuentan, que érase una vez no muy lejana, en que había un país tampoco muy lejano, en el cual parte de sus ciudadanos necesitaba aire para respirar porque se le intentaba tapar la boca para que no pudiera soplar. Y esas personas, durante un tiempo, se agitaron pacíficamente en busca de aire, lo cual preocupó enormemente al monarca del país, que mediante una misiva de intención conciliadora y evocadora de valores, según él históricos, y probablemente surgidos en la época de un imperio amébico (de ameba); decía al pueblo que no hay que perseguir quimeras, o sea utopías, pues al parecer, creía que las leyes de su reino venían escritas desde el  mismísimo Cielo, y que era imposible cambiarlas, no fuera que el buen Dios dejara de proveer de gracia unificadora  a su pueblo.

También me cuentan que esta historia todavía no ha acabado de ser escrita, y que por tanto no se conoce su final, y yo no voy a ser quien haga conjetura al respecto actuando de adivino, no sea que el oráculo no se pronuncie en pro del diálogo y de la solidaridad bidireccional; en definitiva, de la paz y del progreso.

Al respecto, creo que puede existir una pócima milagrosa cuyo componente es simple y único, pero a la vez difícil de encontrar: el pensamiento divergente, que es aquel mediante el cual a una misma cuestión se le busca y encuentra varias respuestas posibles.

Las orejeras del pensamiento único no deberían existir ni para los asnos ni para los toros.

Un último pensamiento. Hablando de quimeras y utopías, quisiera decir que estoy casi seguro de que en este mundo lo único que no se puede alcanzar, por mucho que te lo propongas, es el horizonte; pero a pesar de ello pienso que vale la pena perseguirlo.

Sé que si doy un paso hacia él, éste retrocederá uno de la misma medida, si doy dos pasos se desplazará otros dos, y así hasta el infinito. Entonces, ¿para qué perseguir al horizonte?,… pues para alcanzar un día lo que en él se encuentra, ya que la gran horizontal se desplaza, pero no arrastra lo que en ella se encuentra; y como escuché de no recuerdo quién: perseguir al horizonte, o sea a la utopía, aunque no se alcance jamás, sirve para andar.

Fede Fàbregas

La patria de vidrio ( I )

A cornadas y coces (El coche no es mio)

A cornadas y coces (El coche no es mio)

Primera epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas.

Sí, creo que estos son los mejores días para escribir estas palabras.

Aunque no lo hago en previsión de nada, pues nada hay que prevenir, sí que lo hago desde la perplejidad que me ha producido el haber visto la película de mi vida patriótica, rebobinada con la ayuda de los acontecimientos habidos en los últimos tiempos, en nuestros países, que no son ni uno ni dos, sino bastantes más.

Igualmente, creo que va a extrañar a los que me conocen, tanto a los de aquí como a los de más allá, que me exprese en los términos que lo voy a hacer, ya que supongo que cada cual piensa que mi actitud con respecto a cuestiones patrióticas es la misma que la de ellos, por el simple automatismo de la afinidad en otros aspectos de la vida, y también porque supongo que no he hablado mucho sobre ello, quizás por no verme en la necesidad, y porque ya hablan ellos.

Y lo suelto a bocajarro: por primera vez en mi vida he tenido conciencia de que no soy patriota, y de que ni siquiera me gusta la palabra patria. Y de que las banderas, los símbolos y emblemas tampoco me han reclamado nunca la atención; ningunos y ninguna. Ni siquiera el logotipo de la empresa que cofundé hace más de quince años y en la cual hoy todavía trabajo, me produce otra sensación que no sea la de saber que solamente identifica a mi empresa. Me ha sorprendido darme cuenta de que ni siquiera encuentro estético el ondear de las enseñas, y que solamente me he fijado en ellas para observar la dirección del viento. Y por no gustarme, de las banderas, no me gusta ni el mástil, porque no soporto ningún palo en alto; ninguno. Tal vez esto me ocurra porque siempre he pensado que todo ello solamente constituye símbolos de identificación, para distinguirse de otros colectivos homónimos y nada más. Es más, pienso que estandartes, banderas, escudos, uniformes e himnos, tuvieron su origen en la necesidad de distinguirse del enemigo ─también de amedrentarle─, para no confundirse en la selección perversa de la víctima, cuando las personas se aporreaban, machacaban y mataban en luchas cuerpo a cuerpo. Con el tiempo, y gracias al “progreso”, las distancias de aporreo han ido aumentando, hasta el punto de que tal vez ya no exista la necesidad de distinguirse, pues es absurdo pensar que alguien, por equivocación, vaya a lanzar un misil al compañero que le ayuda a colocarlo en la lanzadera. ¿Y qué pasa con los civiles?; pues nada, sólo son daños colaterales y no les hace falta identificación. Y como el sentido funcional de todo ese aparato identificativo casi ha desaparecido, y ya empieza a resultar arcaico ─no para todos─ luchar en nombre de Dios, hay que encontrar en nombre de qué se hace. Y así se mantienen los actuales ídolos de la causa: ¡por la bandera!, ¡por los colores!,… ¡por la patria! Sólo una cosa sigue igual en cuanto a colores: la sangre de las víctimas todavía es del mismo rojo para todos; y seguimos sin verlo.

Yo soy de los anacrónicos a los cuales la patria le brindó la oportunidad de “hacerse hombre” a los veinticinco años, enfundado en burdas ropas caqui que picaban lo indecible, calzando botas de media caña, correteando debajo de gorras y boinas, y arrastrando un pesado cetme ─fusil ametrallador, con bocacha apagafuegos─. Tuve el “orgullo” de pertenecer a la compañía con más tradición y dureza, con respecto a las salvajes y estúpidas novatadas de toda la España castrense; sin embargo, salvo ese periodo de tres meses, el resto de la estancia “vacacional”, siendo sincero, fue relativamente plácida, dadas las circunstancias, pudiendo entablar amistad extramuros con lugareñas y lugareños. ¿Compensó?: rotundamente no.

Casi al inicio de tan sagrada campaña, me obligaron a desfilar por delante de la bandera, haciéndomela besar mientras le juraba fidelidad y defenderla. ¿Vale un juramento obligado?

Siempre he pensado que muchas situaciones de la vida no constituyen otra cosa que montajes teatrales para sugestionar y provocar sentimientos. Y lo que suele suceder es que quien obliga es quien más se lo cree. Sólo un detalle de risa que alimenta mi recelo a las banderas: recuerdo que a la pompa y a los juramentos les sucedían los vítores patrióticos, y en los ensayos ─teatro y teatro─ nos aleccionaban de cómo había que responder al vítor de  ¡viva “lo que sea”!. Cuando, al unísono, a la aclamación se le respondía con un ¡viva!, había que pronunciar ¡PIPA!, porque si no, se escuchaba ¡ia!, y parecíamos arrieros… Más teatro.

Me pregunto que si en el caso de que una “real” quimera se hiciera realidad, habría la obligación de responder a la voz de ¡visca “lo que sea”!,… ¡PISPA!, que traducido al castellano ─o español; a mí me da igual─, sería… ¡ROBA!

He leído en diccionarios e Internet que la palabra “patria” sirve para “designar la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos afectivos, culturales o históricos, o también para designar el lugar en donde se nace”. Aquí se me plantea una primera cuestión: ¿a qué se considera tierra natal? Sí, a la que uno nace, pero al concepto tierra o lugar ¿le corresponde un límite mínimo o máximo de extensión? Y otra segunda: los vínculos afectivos ¿surgen de un  sentimiento interior de cada persona o vienen impuestos por su exterior?; y los vínculos culturales o históricos ¿corresponden a un ámbito muy próximo, próximo o remotamente próximo?

Según este planteamiento y suponiendo que deba ser patriótico, he de admitir que soy raquíticamente patriota, pues mis índices de extensión y proximidad son de tal cercanía a mí, que no caben fronteras; en términos matemáticos, diría que tienden a cero.

También he leído otras definiciones, como la que dice que “se llama patria a la tierra natal de los padres de una persona, a la cual se siente ligado afectivamente sin necesariamente haber nacido en ella”, completándose con que “el significado suele estar unido a connotaciones políticas o ideológicas, y que por ello es objeto de diversas interpretaciones así como de uso propagandístico”.

Esta definición, dejando aparte de que creo que corresponde más a una opinión Wikipedia que a otra cosa, puede tener cierta lógica en cuanto al origen de la palabra patria, que viene del latín patris y que significa tierra paterna, pero a ella también se le puede plantear las cuestiones antes citadas, sobre el concepto de extensión y proximidad, incluso haciéndolo extensivo al concepto de generación.

Según esto, y teniendo en cuenta el aspecto “infimotesimal” de mi sentir, ¿cuál debería ser mi patria?; porque mis padres son nacidos en Catalunya, pero mis abuelos ninguno: los dos maternos son de Jumilla (Murcia), mi abuela paterna es de Agreda (Soria), y mi abuelo de Madrid, a pesar de tener apellido catalán. Sin embargo, todos ellos, padres y abuelos, van a permanecer más tiempo en Catalunya que en otra parte, porque aquí se encuentran reposando. ¿El interminable descanso eterno cuenta para el patriotismo?

¿Y, los ascendentes y los ascendentes de los ascendentes? Sé que tengo antepasados catalanes, me suena que los hay franceses,… y tal vez también los haya árabes, o visigodos, o romanos, o cartagineses (muy probable), etc.

Según esto ¿cuál es el grado de proximidad generacional que ha de generar mi sentimiento patriótico? Sé la respuesta de muchos: da igual, la cuestión es global; está claro que mi sentimiento patriótico debe ser el correspondiente a la patria madre en la que se resume todas las demás patrias y sentires. Pero el caso es que mi sentir puede partir de una cuestión territorial, cuyos límites, como ya he dicho, son tan próximos a mí que no caben ni las fronteras.

En términos patrios hay que distinguir entre lo que se es y lo que se siente que se es. Porque lo que se es tiene un carácter circunstancial, y normalmente viene dado de forma ajena a la persona, pero lo que se siente nace del interior del individuo. Lo que se es lo pone la madre sin preguntar y los mapas geopolíticos. Lo primero es inamovible, pero con respecto a lo segundo, pensar que también resulta perpetuo es de una necedad muy obtusa; sólo basta con repasar la historia y sus mapas. Un dato al respecto: la historia universal (forma pedante de referirnos a la de nuestro mundo), nos muestra que las configuraciones aproximadas de los países no duran más de quinientos años. Según esta estadística, España ya está por cumplir, y no encuentro razón para pensar que ésta (o Ésta para los muy patrios), por mucha “ñ” que contenga, esté por encima de la evolución geopolítica e histórica de la humanidad. O sea, que lo que soy hoy, tal vez mañana no lo sea, una vez más, tal vez, sin tampoco haberlo escogido yo,… o sí.

En cuanto a lo que uno se pueda sentir no cabe conjetura. Los límites y fronteras se las pone, si acaso, uno mismo; y para ello no hacen falta conquistas ni reconquistas, y por supuesto, tampoco es necesario que coincida con lo que se es. Y pensar que se puede imponer lo que otro deba sentir también es de un obtuso supino. Lo-que-sea-izar, simplemente, no es posible en la conducta humana, e intentarlo es mostrar abiertamente que se posee un ángulo cerebral de mucho más de noventa grados, y de lo cual resulta un efecto contrario, por el que el sentir interior se reafirma y crece.

Y, ¿qué es lo que hace que uno se sienta una cosa u otra?: ¿el nacer en un lugar determinado?, ¿tendrá que ver con lo que te han dado o lo que te han negado en un lugar u otro? Yo soy nacido en Barcelona, en la calle Aragón, pero mi sentir se reparte, concretamente, entre Gracia (barrio de Barcelona), en donde he vivido la mayor parte de mi vida, y Premià de Dalt (pueblo del Maresme), que es donde se han dado los mejores episodios y aventuras de mi vida. Para mí, mayores espacios de sentimiento existen, pero van perdiendo intensidad hasta diluirse con la distancia. Es como cuando observando un paisaje se disfruta de lo que se ve hasta donde alcanza la vista, pero existiendo, a partir de cierta distancia, demasiada atmósfera interpuesta para poder distinguir las montañas del cielo.

Creo, como he dicho, que los límites del sentir surgen de uno mismo, sin embargo, también es verdad que brumas y nieblas externas pueden modificar la extensión abarcada del sentimiento, aunque por desgracia, normalmente restringiéndolo. El maltrato, la falta de equidad, la injusticia, el menosprecio, el insulto, la mentira, el egoísmo del pensar que la solidaridad solamente tiene una dirección, el apalanque ante dicha solidaridad, los intentos de hegemonía cultural que siempre conlleva la muerte de la cultura, y otros muchos vahos, mal calificados de patrióticos, empañan la visibilidad del individuo reduciendo el área de su sentimiento patriótico, llegando al extremo de que nada es lo que parece. Hay personas con voluntad de excluirse de su actual contexto nacional, pero hay muchas otras que, aunque aparenten no desearlo, excluyen de él a los demás, y estas últimas son las que hincan a mayor profundidad las estacas de las fronteras.

Repitiendo unas palabras que leí hace unos días en la prensa, y lamentando no recordar quien las escribió, quiero decir que a mí no me da miedo ni la cohesión política sin hegemonía que respete la individualidad, ni tampoco me da miedo la independencia. Sin embargo, y siendo éstas palabras mías, lo que sí me da miedo es el escuchar ciertas frases en los medios de comunicación, como por ejemplo la que dice que “Cataluña es de España”, cuando se quiere decir que Catalunya es España. Estas formas resultan delatadoras de un sentir patriótico muy preocupante para un país que se autodenomina democrático, poniendo en evidencia lo que se entiende, por parte de muchos, cuando se dice que España es “una”.

Pero lo que definitivamente me da verdadero pánico ─y también risa─, es que un ex presidente, y político aparentemente en la sombra, explique en sus memorias, que después de salir milagrosamente con vida de un atentado, Dios le dijera en sueños que le había dejado vivir porque le tenía encomendado el liderazgo de la humanidad.

Después de estos dos disparatados sinsentidos no me parece excesivo despedirme, en esta primera epístola, con sendos

“¡PIPA España!” y/i “¡PISPA Catalunya!»

Fede Fàbregas

Un pupitre planeó sobre mi cabeza

Era un día gris, de “grises”, y en una época gris carente de matices. En 1974, mientras en EEUU el anarquitecto Gordon Matta-Clark deconstruía haciendo arte, en Barcelona pude ver como un pupitre y el más variado mobiliario docente sobrevolaba mi cabeza, planeando ligeramente pero estrellándose sin remisión sobre el asfalto de la avenida del Generalísimo. Era la forma de deconstrucción que se practicaba en la escuela de arquitectura, pero no como acción artística sino como forma de protesta ante la inminente ejecución de Salvador Puig Antich.

Un imberbe servidor, recién salido del amparo de las negras sotanas de los hermanos de La Salle, era reclamado a grandes voces por jóvenes mayores que yo, a juzgar por sus ensortijadas y tupidas barbas, para defender una causa justa. Se trataba de impedir la ejecución de un anarquista. ¿Un anarquista?, ¿y eso qué era?, me preguntaba. Pero daba igual, la causa parecía legítima.

Se trataba de manifestarnos de forma contundente para que quedara del todo patente que estábamos en contra de la pena de muerte y de aquella ejecución. Los estudiantes de arquitectura construimos una barricada a base de muebles y tableros de dibujo que cortaba la avenida “del ejecutor”. Entre el estruendo de las bocinas de simcamiles, daufines y cientoventicuatros, y de los impactos del mobiliario caído del cielo, casi no reparé en la llegada de los jinetes del apocalipsis y de su infantería “porril”. Con la apreciación de que la cosa se ponía un poco cruda, y de que la “lluvia” no arreciaba, decidí convertirme en observador. Por unos momentos la visión del mobiliario descendente me cautivó. Era como una visión renderizada del actual 3D. Las mesas y pupitres volteaban dejando ver su apariencia desde sucesivos puntos de vista, hasta tener lugar su postrero descoyuntamiento total, cuyos despojos, dicho sea de paso, no servían ni pizca para la construcción de la baliza reivindicativa. Pero aquella visión tan perversamente estética fue superada con creces por la contemplación de un caballo saliendo de la biblioteca con andares de patinadora artística. Sus cascos resbalaban sin cesar sobre el pulido pavimento, mientras su no menos grácil jinete parecía hacer piruetas circenses con su gorra de plato de medio lado a consecuencia de golpearse con el dintel de la puerta. El acróbata llevaba espuelas para el equino y fuste para las personas.

Sin embargo, mi embelesamiento cesó cuando otra figura ecuestre apareció descendiendo por las escaleras, con el animal de debajo habilidoso con los escalones y con el de arriba habilidoso con el fuste. Este último me arreó generosamente en las costillas, supongo que para apartarme a fin de que no me pateara el caballo; porque otra causa no encontré. La cachiporra tenía un aspecto de rigidez total, sin embargo la sutil adaptación progresiva de aquella verga negra en el xilofón huesudo de mi espalda me demostró lo contrario. Era dura pero no rígida, era tiesa pero apuradamente flexible. Se trataba de un utensilio refinadamente castigador.

Desde entonces los atuendos de aquellos “cabezaplanas” han sido variados, pero a decir verdad siempre bastante cenizos. No tan variadas han sido sus herramientas, aunque sí han evolucionado a más aparatosas, según dicen para una mayor protección. Pero, ¿para protegerse de quién? ¿Del pueblo?

Actualmente no existen avenidas del Generalísimo, ni pena de muerte, ni ejecuciones, pero otras cosas siguen igual. Hace pocos días un escalofrío rancio me sacudió el cuerpo cuando leí el texto de una pancarta que portaban los estudiantes valencianos:

“Som el poble. No l’enemic”.

Esta contundente aclaración me pareció muy preocupante, precisamente por la imperante necesidad de que ésta sea totalmente innecesaria. ¿Es qué hay alguien qué no sea pueblo? El problema existe cuando hay alguien que no se siente pueblo, que no se siente gente, porque cuando esto ocurre es a causa de que uno siente que es más, que está por encima, y que por tanto tiene poder sobre los demás seres. Y el poder reclama su ejercicio para sentirlo, para disfrutarlo. Y sus mentes necesitadas de justificación declaran enemigos a sus agredidos, olvidándose de que son éstos quienes les pagan el sustento, y que ellos mismos son de su misma condición. Agentes del orden, políticos y demás mandatarios,  a menudo, adolecen de este olvido, y tienden a aplicar sus armas sobre los demás; pero no solamente ellos. También los hay que se camuflan con capuchas y se llenan las manos de piedras expeditivas de sensación de poder, y también juegan a ser más, a no ser el pueblo, a ver enemigos.

La actualidad ya no es gris, existen otros tonos y más matices, pero de vez en cuando los colores se velan y torna el negro, apareciendo también los jinetes del apocalipsis; todo lo cual me indigna en sobremanera.

Fede Fàbregas