La patria de vidrio (III)

Miguel de Unamuno escuchando «¡Viva la muerte!»

Tercera epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas.

Desde mi más sincero egoísmo, con amor: Español, ¿tú me amas?

En ocasiones anteriores me he dirigido a unos y a otros, casi por igual, apelando a ambas entendederas; sin embargo, esta vez, si bien también desearía que me escucharan mis paisanos estelados, reconozco que mis palabras van dirigidas, sobre todo, a los dueños de la ñ patria.

Me siento también en la obligación de reconocer que últimamente peco mucho de egoísmo, temiendo que vaya mi yerro a más, pues el averno no cesa de incitarme con su cansina letanía de versos malditos por mentirosos, puesta en boca de sus rayados diablos, tanto de occidente como de oriente. Periódicos y otros altavoces no cesan de reproducir sus catecismos machacones llenos de frases prefabricadas por otros malignillos asesores, de poca monta, aunque sí astutos en técnicas de martilleo cerebral.

Me dirijo de forma clara a ti, español orgulloso de tu ondeante tilde que uniforma la inquebrantable piel de toro:

¡Dime!, español: ¿Tú me amas?

Pero piensa bien antes de responder:

¡Dime!  ¿Tú me amas?,… ¿o me quieres?

Porque el solo querer conlleva el mal tener, y sólo el ser amado propicia la escasa posibilidad de desear ser poseído.

Los pobres diablos que habéis elegido para mal mandar dicen que me quieren, y me lo creo, pero ¿me aman?, porque yo no siento atisbo de calor.

¿Y pensáis que a vosotros sí os aman? Tampoco. Ellos, como a mí, nada más os quieren. Ellos solamente se aman a sí mismo, y el ansia de poder les atrapa, pensando que cuanto más grande sea su una y libre, mayor será su poder. Y se equivocan.

El no omnipresente, ahora sí, con la n limpia de perifollos y la o redonda de susto, es todo desamor por estar despojado de más explicación. Porque la ley y la unidad por sí solas, sin más argumento  adjunto, son demasiado frías y mudas para ser razón de nada. Y si no hay razón no hay ley, y menos, unidad.

Y a causa de tan huecas razones de unos, y también de los otros, mi egoísmo crece, aunque no mi desamor, porque yo sí os amo a pesar de todo. ¡Cómo iba a ser de otra manera, si mi savia es de árbol de muchas tierras!: de las murcias, las sorias, los madriles y las catalonias, hasta donde yo veo. Porque yo os amo, pero sin quereros, ya que no deseo teneros en propiedad y en derecho; sólo podría ser compañero al igual; ni más, pero ni menos. Pero resulta difícil sin mutuo sentimiento, a falta del cual no quedaría más que la condición de buen vecino.

Amados españoles de todas las Españas, yo no deseo que me queráis, yo necesito que me améis, porque no solamente las voces de mando no me aman; vosotros tampoco, y eso me envilece en el egoísmo, porque me hace frio de pensamiento y aritmético de cuentas en beneficio de mis allegados y de mí mismo. Y si no hay más argumento, en este solo avatar me voy a centrar, independientemente de hacia qué lado se incline la balanza del tú más.

Sé a ciencia cierta que no me amáis, pues me lo habéis demostrado una y otra vez en el transcurso de mi vida. Decís que son tópicos, pero no, pues no lo son lo que en primera persona se vive: insultos y maldiciones por ser de donde soy, apelaciones por parte de personas ajenas a la conversación, a la buena educación por hablar en mi lengua natural, rescisión de contrato por parte de un gobierno autonómico por haber trascendido a la opinión pública el hecho de haber contratado a un profesional catalán (así constaba en la misiva recibida hace unos veinte años), y un etcétera, el cual no deseo detallar más, diseminado por gran parte de la geografía, todavía entera pero gravemente deshilada.

Hasta tal punto llega en muchos de vosotros el desafecto, que cuando algún paisano vuestro que habita entre nosotros sin sentirse catalán va a su pueblo, es despreciado y acusado de “catalán”. Doy fe de ello, y no como hecho puntual. A veces me he preguntado si este sinsentido es producto del odio o de la envidia. Si es por lo primero, la muestra de desamor hacia un pueblo es patente, y si es por lo segundo, resulta que pone de manifiesto un infundado y grave complejo de inferioridad. Porque no os equivoquéis, no hay catalanes que se sientan superiores, sino españoles que tal vez se sienten inferiores, sin lugar a dudas equivocadamente. Probablemente este ha sido el gran complejo español desde que las Españas dejaron de ser aquel imperio en el cual nunca se ponía el sol.

Sé que también hay quejas sobre desmanes en sentido contrario, y también banderas quemadas, lo cual repruebo con rotundidad, y pido perdón por ello aún no siendo culpable, al menos de forma consciente, pues ni he insultado ni despreciado nunca a nadie por ser de donde es, ni he quemado enseña alguna, ni he incitado a nada de todo ello. Yo también peco miserablemente, pero no en cuestiones de origen o raíces.

A pesar de todo ello, nunca he tenido en cuenta seriamente estos desafortunados hechos ─demasiados para poderlos considerar como puntuales─, asumiéndolos casi de forma cómica como parte del folclore español. Pero hasta ahora; porque donde antes veía caras de incomprensión, ahora advierto rostros rabiosos con mueca de odio.

¿Y después?,… de lo que sea.

Pues me temo que igual, ni más ni menos, pues advierto que así ha sido desde hace siglos. Decimos que habitamos una península, unas pocas islas y un par de plazas en continente ajeno, pero no es así. Navegamos en un árido océano donde el ondulante oleaje de odio y rabia asciende y desciende sin que nunca llegue la calma.

Hasta el ilustre profesor y escritor Miguel de Unamuno llegó al final a comprender, arrepintiéndose públicamente de lo mucho que había defendido y apoyado la sublevación fascista. ¿Y qué fue lo que le hizo cambiar, curiosamente apenas dos meses antes de morir?:

El 12 de octubre de 1936 era el día idóneo ─el día de la raza─, para escuchar un buen vómito en boca del general José Millán-Astray, en el acto de apertura del curso académico de la Universidad de Salamanca, y de la cual Don Miguel era su rector:

“¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!”

Miguel de Unamuno era vasco, y oyendo tales esputos sintió el desamor de quienes consideraba los suyos, y advirtió su rabia cuando les escuchó exclamar “¡Viva la muerte!”

Y yo soy catalán, y también siento el desamor y he oído muy próximas palabras de perecimiento.

Podéis tildarme de dramático, pesimista o derrotista, pero no lo soy, solamente estoy colocando un espejo frente a vosotros, para que podáis ver el eco de vuestras propias voces, y oigáis la imagen de vuestros rostros desencajados.

Y me diréis que no sois todos, los enmarcados en ese espejo. Ya lo sé, por eso os pido a vosotros, los que estáis fuera de él, que no os quedéis callados y alcéis la voz para que os oiga, y así consiga no ver tanto desafecto.

Sí, amados españoles, es por todo esto que no tengo suficiente con solamente razones de ley, de unidad o rompimiento, de apocalipsis, de temor a exclusiones europeas, o de orgullo de raza torera y de buen sazonador de tortilla española; ni tampoco, mis no menos amados estelados, con las únicas razones de que España nos roba, de que la solución económica está en la independencia o de que nuestra cultura peligra, de que el pueblo está oprimido, de que Europa no puede pasar sin nosotros, o del orgullo pueril de comer pa amb tomàquet i botifarra amb seques, o de decir collons que suena mejor que cojones. Todo esto y más he oído y leído, y sobre ello quiero saber más; de lo serio, claro está; o mejor dicho, de lo que puede parecer serio, porque es posible que algo tomado como tal resulte no serlo.

No quiero predicciones; sólo necesito datos y razones basadas en ellos. Para interpretar oráculos ya me basto yo. Quiero saber por qué la ley es inamovible y la unidad conveniente; por qué una ruptura sería apocalíptica y por qué debería estar orgulloso de ser español (no me vale la roja ni los toros); y el porqué de la fijación obsesiva con mi idioma natural, que no materno, el catalán. También quisiera saber cuánto nos roba España, y qué operaciones aritméticas muestran que la independencia es la solución de la economía catalana, que es la mía. Y otras muchas cosas de las que nadie habla, porque seguramente sabemos más nosotros que ellos: ¿y luego de lo que sea qué?, porque eso quiero conocerlo antes de cualquier cábala; ¿quiénes habrá y como se lo montarán?, y aunque lo parezca, no me refiero solamente a los soberanistas, sino también a los unionistas, porque ellos ya mandan y ya parecen mostrar sus plumas de pascua. Quiero que por parte de estos últimos se cuantifique las cuotas de solidaridad por adelantado, y si van a ser en dos direcciones o solamente en una; quiero saber que entienden por diversidad, más allá del hecho pintoresco, dando a conocer el nivel de respeto (sólo cabe uno, el total y absoluto) que va a haber de la cultura natural, ésa la cual siento como mía. En definitiva, quiero saber qué cuota de amor voy a tener.

Sí, quiero saber todo esto, porque el egoísmo me lo requiere y el poco amor que recibo no es suficiente para redimirme de este pecado.

Decidiré según haya explicaciones, sea lo que sea lo que favorezca a mi entorno y a mí mismo. Sin miedo a nada, ni a lo uno ni a lo otro, porque ser español nunca me ha dolido ni importado, aunque admito que nunca he encontrado razones para sentir orgullo de ello; ni tampoco ser únicamente catalán me amilana, porque –insisto con la palabra− sería lo natural. Lo que menos me importa es el carné y su bandera; sólo el ser amado, y ahora también el bienestar de mis allegados y mío.

Así que ya veis; ante tal paradigma, de momento, no me queda más que mi egoísmo, el cual os advierto que como pecado que es, no es nada ecuánime, y que en caso de acabar en tablas la fría información obtenida de las negras y las blancas, siempre regirá en sabio juicio, la ley de la línea blanca: la de la falta en la línea de área; si soy atacante siempre la veré dentro, y si soy defensa siempre fuera. Y es que el sentimiento es lo que acaba de establecer el juicio acertado.

De verdad os ruego, españoles de todas las Españas, que cambiéis cerbatana envenenada por arco de Cupido, y a partir de ahí veremos; porque si sólo me queréis, mal me tendréis, a pesar de que yo sí os ame.

Fede Fàbregas

Un catalán, tal vez también español si me amaras.

Mayo, 2014

La patria de vidrio (II)

Este coche tampoco es mío.

Este coche tampoco es mío.

Segunda epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas

Las patrias son vítreas como los países que las soportan; y no por su transparencia. Pueden parecer duras y “unas”, pero lo son como el vidrio, que a pesar de su extrema dureza y su entereza, un golpe seco lo rompe en fragmentos; y cada uno de ellos sigue siendo duro y “uno” como el primigenio, además de más difícil de romper. Y esto no constituye un inconveniente, solamente es consecuencia de las características del “material” que lo integra. Es más: si bien una gran luna de cristal, gracias a su transparencia, puede dejar ver la belleza de lo que se encuentre más allá de él, un gran rosetón gótico, formado con gran cantidad de fragmentos distintos de vidrio, lo que puede mostrar  es su belleza intrínseca, la que deja ver en sí mismo, independientemente de lo que se encuentre a ambos lados de él.

Al respecto, cabe pensar que este símil es aplicable a un país en relación a sus porciones políticas, llámense regiones, autonomías o estados federales; sin embargo, puede no ser acertado verlo según este punto de vista si existe la imposición de un dispositivo excesivamente hegemónico, el cual diluya o neutralice los rasgos característicos y propios de cada partición político-geográfica, como pueden ser su lengua natural, su historia, su cultura, o el sentimiento mayoritario de su pueblo. A este caso, más bien le correspondería el símil de la falsa vidriera, que es aquella en la que, compuesta por un solo vidrio, los distintos fragmentos están simulados mediante pintura. Es decir, se quiere aparentar una cosa pero la realidad es otra.

El verdadero rosetón patrio es aquel cuya ligazón no es ficticia, y en el que las fronteras unen más que separan. Para ello, esas líneas delimitadoras deben ser claras y naturales, y para que así sean no pueden esconder hegemonía diluyente, no pueden estar pintadas; deben ser algo flexibles con el fin de ceder a las embestidas de los agentes externos comunes, para luego recuperar su posición una vez pasado el vendaval. Pero también han de ser resistentes y bien medidas para impedir el desprendimiento de los distintos fragmentos. En definitiva, lo que al rosetón le hace falta es un buen emplomado.

Pero si el maestro emplomador no sabe o es un estafador, al fragmento vítreo, por pequeño que sea, más le vale ser parte integrante de otro rosetón o permanecer brillando con su única y natural luz propia.

En el verano del 76, mi buen amigo Jordi ─cuya amistad todavía conservo en el presente─ y yo, ambos con la mayoría de edad recién cumplida, que por aquel entonces se situaba en los 21 años, realizamos un viaje en “850” por gran parte de Europa, encaramándonos por el mapa siguiendo rutas por el centro y el oeste, hasta llegar a tierras del norte ─Dinamarca, Suecia, Noruega─ para nosotros cartografiadas hic sunt dracones, para luego descender por rutas más orientales. Este era el primer viaje contundente que hacía fuera de España, y aparte de conocer otras ciudades, otros parajes y personas raras que a veces votaban, también experimenté sensaciones hasta entonces totalmente desconocidas. La más impactante fue la inmensa sensación de caos, desorden, arbitrariedad y de mal gusto, que se me produjo al llegar a una ciudad de cuento, desconcertante, y hasta casi diría que de visión cegadora. A pesar del gris del cielo y de la luz tristona que inundaba las calles, un sarpullido de colores rompían, desentonando unos con otros, la armonía de grises y mediocres de la metrópoli.

¡Ostras! ¡Los automóviles son de colores!, exclamé horrorizado. ¡Qué aspecto tan grotesco aportaban a la ciudad! Incluso llegué a ver que los coches de la policía eran de color naranja. A pesar de ello, como este aspecto era bastante común en la mayoría de ciudades europeas (a excepción de Francia), llegué a acostumbrarme a tanta disonancia.

Pero luego ocurrió algo mucho peor. Después de un mes de caos visual, cruzamos los Pirineos ávidos de orden y sensatez, y bajo un cielo azul intenso en el que el sol brillaba como hacía tiempo que no veíamos, el país se nos presentó apagado, anodino, aburrido, sin sustancia, neutro y mediocre. Los automóviles seguían siendo blancos, negros o grises. Todo nos parecía desvaído, soso y sospechosamente uniforme. Notamos, sin saberlo, que el colorido de la libertad todavía estaba por llegar.

Creo que aquellos tiempos me traumatizaron para siempre, ya que a pesar de que hace tiempo que el color llegó a la península, ahora me doy cuenta de que todavía no he sido capaz de tener un automóvil que no sea blanco, negro, gris o plata metalizado; y de que a lo máximo que llegué, fue a tener, en los años 80, un “127” de color caca de oca ─que por otra parte tampoco es poco el atrevimiento─.

Desde luego, siguen habiendo muchos más colores pululando por las calles transpirenaicas que por las de nuestros lares, y no creo que sea por cuestiones de mal gusto bárbaro. Tal vez, al igual que yo, inconscientemente, todavía nos encontremos inmersos bajo los efectos de los éteres que difuminan los deseos transgresores que hacen superar, o al menos escampar en cierta medida, la espesa niebla de la  tradición unificadora, o sea represora, de antaño.

Pero hay quienes parece ser que piensan que la niebla debe ser todavía más espesa, para que todo aparezca mucho más ordenado, es decir, obtusamente igual, y desde sus puestos de mando intentan repartir elementos “loquesea-izantes”, para intentar que los colores desaparezcan definitivamente. Y contra eso no hay suficiente con encender los faros antiniebla; lo que hay que hacer es soplar enérgicamente para que las brumas se desvanezcan.

Pero cuando a uno le tapan la boca y se le impide soplar, lo que sucede es que tampoco puede respirar, y entonces, aquella falta de color se convierte en una cuestión vital que hace que uno se revuelva en busca del aire negado.

Me cuentan, que érase una vez no muy lejana, en que había un país tampoco muy lejano, en el cual parte de sus ciudadanos necesitaba aire para respirar porque se le intentaba tapar la boca para que no pudiera soplar. Y esas personas, durante un tiempo, se agitaron pacíficamente en busca de aire, lo cual preocupó enormemente al monarca del país, que mediante una misiva de intención conciliadora y evocadora de valores, según él históricos, y probablemente surgidos en la época de un imperio amébico (de ameba); decía al pueblo que no hay que perseguir quimeras, o sea utopías, pues al parecer, creía que las leyes de su reino venían escritas desde el  mismísimo Cielo, y que era imposible cambiarlas, no fuera que el buen Dios dejara de proveer de gracia unificadora  a su pueblo.

También me cuentan que esta historia todavía no ha acabado de ser escrita, y que por tanto no se conoce su final, y yo no voy a ser quien haga conjetura al respecto actuando de adivino, no sea que el oráculo no se pronuncie en pro del diálogo y de la solidaridad bidireccional; en definitiva, de la paz y del progreso.

Al respecto, creo que puede existir una pócima milagrosa cuyo componente es simple y único, pero a la vez difícil de encontrar: el pensamiento divergente, que es aquel mediante el cual a una misma cuestión se le busca y encuentra varias respuestas posibles.

Las orejeras del pensamiento único no deberían existir ni para los asnos ni para los toros.

Un último pensamiento. Hablando de quimeras y utopías, quisiera decir que estoy casi seguro de que en este mundo lo único que no se puede alcanzar, por mucho que te lo propongas, es el horizonte; pero a pesar de ello pienso que vale la pena perseguirlo.

Sé que si doy un paso hacia él, éste retrocederá uno de la misma medida, si doy dos pasos se desplazará otros dos, y así hasta el infinito. Entonces, ¿para qué perseguir al horizonte?,… pues para alcanzar un día lo que en él se encuentra, ya que la gran horizontal se desplaza, pero no arrastra lo que en ella se encuentra; y como escuché de no recuerdo quién: perseguir al horizonte, o sea a la utopía, aunque no se alcance jamás, sirve para andar.

Fede Fàbregas

La patria de vidrio ( I )

A cornadas y coces (El coche no es mio)

A cornadas y coces (El coche no es mio)

Primera epístola a los españoles de las Españas españolas y de las no tan españolas.

Sí, creo que estos son los mejores días para escribir estas palabras.

Aunque no lo hago en previsión de nada, pues nada hay que prevenir, sí que lo hago desde la perplejidad que me ha producido el haber visto la película de mi vida patriótica, rebobinada con la ayuda de los acontecimientos habidos en los últimos tiempos, en nuestros países, que no son ni uno ni dos, sino bastantes más.

Igualmente, creo que va a extrañar a los que me conocen, tanto a los de aquí como a los de más allá, que me exprese en los términos que lo voy a hacer, ya que supongo que cada cual piensa que mi actitud con respecto a cuestiones patrióticas es la misma que la de ellos, por el simple automatismo de la afinidad en otros aspectos de la vida, y también porque supongo que no he hablado mucho sobre ello, quizás por no verme en la necesidad, y porque ya hablan ellos.

Y lo suelto a bocajarro: por primera vez en mi vida he tenido conciencia de que no soy patriota, y de que ni siquiera me gusta la palabra patria. Y de que las banderas, los símbolos y emblemas tampoco me han reclamado nunca la atención; ningunos y ninguna. Ni siquiera el logotipo de la empresa que cofundé hace más de quince años y en la cual hoy todavía trabajo, me produce otra sensación que no sea la de saber que solamente identifica a mi empresa. Me ha sorprendido darme cuenta de que ni siquiera encuentro estético el ondear de las enseñas, y que solamente me he fijado en ellas para observar la dirección del viento. Y por no gustarme, de las banderas, no me gusta ni el mástil, porque no soporto ningún palo en alto; ninguno. Tal vez esto me ocurra porque siempre he pensado que todo ello solamente constituye símbolos de identificación, para distinguirse de otros colectivos homónimos y nada más. Es más, pienso que estandartes, banderas, escudos, uniformes e himnos, tuvieron su origen en la necesidad de distinguirse del enemigo ─también de amedrentarle─, para no confundirse en la selección perversa de la víctima, cuando las personas se aporreaban, machacaban y mataban en luchas cuerpo a cuerpo. Con el tiempo, y gracias al “progreso”, las distancias de aporreo han ido aumentando, hasta el punto de que tal vez ya no exista la necesidad de distinguirse, pues es absurdo pensar que alguien, por equivocación, vaya a lanzar un misil al compañero que le ayuda a colocarlo en la lanzadera. ¿Y qué pasa con los civiles?; pues nada, sólo son daños colaterales y no les hace falta identificación. Y como el sentido funcional de todo ese aparato identificativo casi ha desaparecido, y ya empieza a resultar arcaico ─no para todos─ luchar en nombre de Dios, hay que encontrar en nombre de qué se hace. Y así se mantienen los actuales ídolos de la causa: ¡por la bandera!, ¡por los colores!,… ¡por la patria! Sólo una cosa sigue igual en cuanto a colores: la sangre de las víctimas todavía es del mismo rojo para todos; y seguimos sin verlo.

Yo soy de los anacrónicos a los cuales la patria le brindó la oportunidad de “hacerse hombre” a los veinticinco años, enfundado en burdas ropas caqui que picaban lo indecible, calzando botas de media caña, correteando debajo de gorras y boinas, y arrastrando un pesado cetme ─fusil ametrallador, con bocacha apagafuegos─. Tuve el “orgullo” de pertenecer a la compañía con más tradición y dureza, con respecto a las salvajes y estúpidas novatadas de toda la España castrense; sin embargo, salvo ese periodo de tres meses, el resto de la estancia “vacacional”, siendo sincero, fue relativamente plácida, dadas las circunstancias, pudiendo entablar amistad extramuros con lugareñas y lugareños. ¿Compensó?: rotundamente no.

Casi al inicio de tan sagrada campaña, me obligaron a desfilar por delante de la bandera, haciéndomela besar mientras le juraba fidelidad y defenderla. ¿Vale un juramento obligado?

Siempre he pensado que muchas situaciones de la vida no constituyen otra cosa que montajes teatrales para sugestionar y provocar sentimientos. Y lo que suele suceder es que quien obliga es quien más se lo cree. Sólo un detalle de risa que alimenta mi recelo a las banderas: recuerdo que a la pompa y a los juramentos les sucedían los vítores patrióticos, y en los ensayos ─teatro y teatro─ nos aleccionaban de cómo había que responder al vítor de  ¡viva “lo que sea”!. Cuando, al unísono, a la aclamación se le respondía con un ¡viva!, había que pronunciar ¡PIPA!, porque si no, se escuchaba ¡ia!, y parecíamos arrieros… Más teatro.

Me pregunto que si en el caso de que una “real” quimera se hiciera realidad, habría la obligación de responder a la voz de ¡visca “lo que sea”!,… ¡PISPA!, que traducido al castellano ─o español; a mí me da igual─, sería… ¡ROBA!

He leído en diccionarios e Internet que la palabra “patria” sirve para “designar la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos afectivos, culturales o históricos, o también para designar el lugar en donde se nace”. Aquí se me plantea una primera cuestión: ¿a qué se considera tierra natal? Sí, a la que uno nace, pero al concepto tierra o lugar ¿le corresponde un límite mínimo o máximo de extensión? Y otra segunda: los vínculos afectivos ¿surgen de un  sentimiento interior de cada persona o vienen impuestos por su exterior?; y los vínculos culturales o históricos ¿corresponden a un ámbito muy próximo, próximo o remotamente próximo?

Según este planteamiento y suponiendo que deba ser patriótico, he de admitir que soy raquíticamente patriota, pues mis índices de extensión y proximidad son de tal cercanía a mí, que no caben fronteras; en términos matemáticos, diría que tienden a cero.

También he leído otras definiciones, como la que dice que “se llama patria a la tierra natal de los padres de una persona, a la cual se siente ligado afectivamente sin necesariamente haber nacido en ella”, completándose con que “el significado suele estar unido a connotaciones políticas o ideológicas, y que por ello es objeto de diversas interpretaciones así como de uso propagandístico”.

Esta definición, dejando aparte de que creo que corresponde más a una opinión Wikipedia que a otra cosa, puede tener cierta lógica en cuanto al origen de la palabra patria, que viene del latín patris y que significa tierra paterna, pero a ella también se le puede plantear las cuestiones antes citadas, sobre el concepto de extensión y proximidad, incluso haciéndolo extensivo al concepto de generación.

Según esto, y teniendo en cuenta el aspecto “infimotesimal” de mi sentir, ¿cuál debería ser mi patria?; porque mis padres son nacidos en Catalunya, pero mis abuelos ninguno: los dos maternos son de Jumilla (Murcia), mi abuela paterna es de Agreda (Soria), y mi abuelo de Madrid, a pesar de tener apellido catalán. Sin embargo, todos ellos, padres y abuelos, van a permanecer más tiempo en Catalunya que en otra parte, porque aquí se encuentran reposando. ¿El interminable descanso eterno cuenta para el patriotismo?

¿Y, los ascendentes y los ascendentes de los ascendentes? Sé que tengo antepasados catalanes, me suena que los hay franceses,… y tal vez también los haya árabes, o visigodos, o romanos, o cartagineses (muy probable), etc.

Según esto ¿cuál es el grado de proximidad generacional que ha de generar mi sentimiento patriótico? Sé la respuesta de muchos: da igual, la cuestión es global; está claro que mi sentimiento patriótico debe ser el correspondiente a la patria madre en la que se resume todas las demás patrias y sentires. Pero el caso es que mi sentir puede partir de una cuestión territorial, cuyos límites, como ya he dicho, son tan próximos a mí que no caben ni las fronteras.

En términos patrios hay que distinguir entre lo que se es y lo que se siente que se es. Porque lo que se es tiene un carácter circunstancial, y normalmente viene dado de forma ajena a la persona, pero lo que se siente nace del interior del individuo. Lo que se es lo pone la madre sin preguntar y los mapas geopolíticos. Lo primero es inamovible, pero con respecto a lo segundo, pensar que también resulta perpetuo es de una necedad muy obtusa; sólo basta con repasar la historia y sus mapas. Un dato al respecto: la historia universal (forma pedante de referirnos a la de nuestro mundo), nos muestra que las configuraciones aproximadas de los países no duran más de quinientos años. Según esta estadística, España ya está por cumplir, y no encuentro razón para pensar que ésta (o Ésta para los muy patrios), por mucha “ñ” que contenga, esté por encima de la evolución geopolítica e histórica de la humanidad. O sea, que lo que soy hoy, tal vez mañana no lo sea, una vez más, tal vez, sin tampoco haberlo escogido yo,… o sí.

En cuanto a lo que uno se pueda sentir no cabe conjetura. Los límites y fronteras se las pone, si acaso, uno mismo; y para ello no hacen falta conquistas ni reconquistas, y por supuesto, tampoco es necesario que coincida con lo que se es. Y pensar que se puede imponer lo que otro deba sentir también es de un obtuso supino. Lo-que-sea-izar, simplemente, no es posible en la conducta humana, e intentarlo es mostrar abiertamente que se posee un ángulo cerebral de mucho más de noventa grados, y de lo cual resulta un efecto contrario, por el que el sentir interior se reafirma y crece.

Y, ¿qué es lo que hace que uno se sienta una cosa u otra?: ¿el nacer en un lugar determinado?, ¿tendrá que ver con lo que te han dado o lo que te han negado en un lugar u otro? Yo soy nacido en Barcelona, en la calle Aragón, pero mi sentir se reparte, concretamente, entre Gracia (barrio de Barcelona), en donde he vivido la mayor parte de mi vida, y Premià de Dalt (pueblo del Maresme), que es donde se han dado los mejores episodios y aventuras de mi vida. Para mí, mayores espacios de sentimiento existen, pero van perdiendo intensidad hasta diluirse con la distancia. Es como cuando observando un paisaje se disfruta de lo que se ve hasta donde alcanza la vista, pero existiendo, a partir de cierta distancia, demasiada atmósfera interpuesta para poder distinguir las montañas del cielo.

Creo, como he dicho, que los límites del sentir surgen de uno mismo, sin embargo, también es verdad que brumas y nieblas externas pueden modificar la extensión abarcada del sentimiento, aunque por desgracia, normalmente restringiéndolo. El maltrato, la falta de equidad, la injusticia, el menosprecio, el insulto, la mentira, el egoísmo del pensar que la solidaridad solamente tiene una dirección, el apalanque ante dicha solidaridad, los intentos de hegemonía cultural que siempre conlleva la muerte de la cultura, y otros muchos vahos, mal calificados de patrióticos, empañan la visibilidad del individuo reduciendo el área de su sentimiento patriótico, llegando al extremo de que nada es lo que parece. Hay personas con voluntad de excluirse de su actual contexto nacional, pero hay muchas otras que, aunque aparenten no desearlo, excluyen de él a los demás, y estas últimas son las que hincan a mayor profundidad las estacas de las fronteras.

Repitiendo unas palabras que leí hace unos días en la prensa, y lamentando no recordar quien las escribió, quiero decir que a mí no me da miedo ni la cohesión política sin hegemonía que respete la individualidad, ni tampoco me da miedo la independencia. Sin embargo, y siendo éstas palabras mías, lo que sí me da miedo es el escuchar ciertas frases en los medios de comunicación, como por ejemplo la que dice que “Cataluña es de España”, cuando se quiere decir que Catalunya es España. Estas formas resultan delatadoras de un sentir patriótico muy preocupante para un país que se autodenomina democrático, poniendo en evidencia lo que se entiende, por parte de muchos, cuando se dice que España es “una”.

Pero lo que definitivamente me da verdadero pánico ─y también risa─, es que un ex presidente, y político aparentemente en la sombra, explique en sus memorias, que después de salir milagrosamente con vida de un atentado, Dios le dijera en sueños que le había dejado vivir porque le tenía encomendado el liderazgo de la humanidad.

Después de estos dos disparatados sinsentidos no me parece excesivo despedirme, en esta primera epístola, con sendos

“¡PIPA España!” y/i “¡PISPA Catalunya!»

Fede Fàbregas