Era un día gris, de “grises”, y en una época gris carente de matices. En 1974, mientras en EEUU el anarquitecto Gordon Matta-Clark deconstruía haciendo arte, en Barcelona pude ver como un pupitre y el más variado mobiliario docente sobrevolaba mi cabeza, planeando ligeramente pero estrellándose sin remisión sobre el asfalto de la avenida del Generalísimo. Era la forma de deconstrucción que se practicaba en la escuela de arquitectura, pero no como acción artística sino como forma de protesta ante la inminente ejecución de Salvador Puig Antich.
Un imberbe servidor, recién salido del amparo de las negras sotanas de los hermanos de La Salle, era reclamado a grandes voces por jóvenes mayores que yo, a juzgar por sus ensortijadas y tupidas barbas, para defender una causa justa. Se trataba de impedir la ejecución de un anarquista. ¿Un anarquista?, ¿y eso qué era?, me preguntaba. Pero daba igual, la causa parecía legítima.
Se trataba de manifestarnos de forma contundente para que quedara del todo patente que estábamos en contra de la pena de muerte y de aquella ejecución. Los estudiantes de arquitectura construimos una barricada a base de muebles y tableros de dibujo que cortaba la avenida “del ejecutor”. Entre el estruendo de las bocinas de simcamiles, daufines y cientoventicuatros, y de los impactos del mobiliario caído del cielo, casi no reparé en la llegada de los jinetes del apocalipsis y de su infantería “porril”. Con la apreciación de que la cosa se ponía un poco cruda, y de que la “lluvia” no arreciaba, decidí convertirme en observador. Por unos momentos la visión del mobiliario descendente me cautivó. Era como una visión renderizada del actual 3D. Las mesas y pupitres volteaban dejando ver su apariencia desde sucesivos puntos de vista, hasta tener lugar su postrero descoyuntamiento total, cuyos despojos, dicho sea de paso, no servían ni pizca para la construcción de la baliza reivindicativa. Pero aquella visión tan perversamente estética fue superada con creces por la contemplación de un caballo saliendo de la biblioteca con andares de patinadora artística. Sus cascos resbalaban sin cesar sobre el pulido pavimento, mientras su no menos grácil jinete parecía hacer piruetas circenses con su gorra de plato de medio lado a consecuencia de golpearse con el dintel de la puerta. El acróbata llevaba espuelas para el equino y fuste para las personas.
Sin embargo, mi embelesamiento cesó cuando otra figura ecuestre apareció descendiendo por las escaleras, con el animal de debajo habilidoso con los escalones y con el de arriba habilidoso con el fuste. Este último me arreó generosamente en las costillas, supongo que para apartarme a fin de que no me pateara el caballo; porque otra causa no encontré. La cachiporra tenía un aspecto de rigidez total, sin embargo la sutil adaptación progresiva de aquella verga negra en el xilofón huesudo de mi espalda me demostró lo contrario. Era dura pero no rígida, era tiesa pero apuradamente flexible. Se trataba de un utensilio refinadamente castigador.
Desde entonces los atuendos de aquellos “cabezaplanas” han sido variados, pero a decir verdad siempre bastante cenizos. No tan variadas han sido sus herramientas, aunque sí han evolucionado a más aparatosas, según dicen para una mayor protección. Pero, ¿para protegerse de quién? ¿Del pueblo?
Actualmente no existen avenidas del Generalísimo, ni pena de muerte, ni ejecuciones, pero otras cosas siguen igual. Hace pocos días un escalofrío rancio me sacudió el cuerpo cuando leí el texto de una pancarta que portaban los estudiantes valencianos:
“Som el poble. No l’enemic”.
Esta contundente aclaración me pareció muy preocupante, precisamente por la imperante necesidad de que ésta sea totalmente innecesaria. ¿Es qué hay alguien qué no sea pueblo? El problema existe cuando hay alguien que no se siente pueblo, que no se siente gente, porque cuando esto ocurre es a causa de que uno siente que es más, que está por encima, y que por tanto tiene poder sobre los demás seres. Y el poder reclama su ejercicio para sentirlo, para disfrutarlo. Y sus mentes necesitadas de justificación declaran enemigos a sus agredidos, olvidándose de que son éstos quienes les pagan el sustento, y que ellos mismos son de su misma condición. Agentes del orden, políticos y demás mandatarios, a menudo, adolecen de este olvido, y tienden a aplicar sus armas sobre los demás; pero no solamente ellos. También los hay que se camuflan con capuchas y se llenan las manos de piedras expeditivas de sensación de poder, y también juegan a ser más, a no ser el pueblo, a ver enemigos.
La actualidad ya no es gris, existen otros tonos y más matices, pero de vez en cuando los colores se velan y torna el negro, apareciendo también los jinetes del apocalipsis; todo lo cual me indigna en sobremanera.
Fede Fàbregas