Dedicado a esas mujeres y hombres que, posando como modelos, prestan duros y estáticos retales de su vida, ofreciendo sus luces y sus sombras a los artistas, para que éstos sufran el deleite de la falsa creación.
Las caricias no tienen sombra, sólo un rastro de sensación que se fija en la memoria para fabricar un recuerdo. Los objetos, las plantas y los animales sujetan sus propias sombras y soportan el desliz de las ajenas, mientras que el ser humano se deja acariciar por ellas y se esfuerza en materializar el alma para que se pose suavemente en su semejante.
Cuando dibujo un objeto, observo fríamente sus sombras, que no su alma, e intento trasladarlas a su tocayo papel, con sentimiento matemático y frío. Cuando más allá del papel hay una mujer o un hombre, o ambos, inconscientemente percibo mayor vida; tal vez porque lo que se ve no son sombras sino esencias. Y necesito entablar conversación sobre ello con la blanca plana fabril, hablando con los dedos; con esos dedos de acariciar pieles y de captar esencias. Y entonces siento que dono caricia humana, pero no de hombre, con suavidad inocente, a cuerpos con alma; y a veces con más de una: con la propia y la interior engendrada.
Unas veces, las sombras y las luces aparecen de entre mis yemas mientras éstas ennegrecen, no de forma fácil y segura, sino con el titubeo dulce de la responsabilidad de reproducir esencias humanas. En otras ocasiones, intermediarios de la creación rayan o pincelan entrelazos de cuerpos, deseando que sombras ajenas muy próximas reposen en sus íntimas pieles.
Mujeres y hombres se acarician con sus sombras, a veces ocultas en el vientre, para que otras mujeres y otros hombres, como yo mismo, tengamos el privilegio de atrevernos a aprehender las almas contenidas en sus luces.
Gracias a todas ellas y ellos. Y a la oculta u oculto también.
Fede Fàbregas