Nunca había sido consciente de estar, a menudo, pegado a una mancha oscura que me persigue e imita de forma reiterada y casi irritante. Fue Walt Disney quien hizo que me percatara de la existencia de este chicle oscuro y pegajoso, gracias a la película Petter Pan. Pero en este cuento de James Matthew Barrie, la sombra se desprendía de quien la pisaba, incluso de forma impertinente y agresiva.
Desde entonces, siempre que se me aparecía la sombra, yo intentaba inútilmente desprenderme de ella, unas veces saltando, otras dando grandes pasos, y otras tirándole tierra intentando cubrirla. Pero siempre permanecía anclada a mis suelas. Más tarde supe que esa tiniebla que me perseguía era creación mía por el solo hecho de no ser transparente. Seguí con aquella inquietud, y creyendo que sería más fácil que dejar de ser opaco, pensé en trampas utópicas para hacer que se desvaneciera.
Un tiempo después, cuando al mediodía me dirigía a la escuela, el sol se alineaba con las calles que atravesaban la dirección de mi camino hacia las otras tinieblas (el cole), iluminando las intersecciones. Cuando yo caminaba sin sol, nadie me seguía, pero cuando asomaba la cabeza por la esquina pronto aparecía aquel “tío” con cartera, arrastrándose por el suelo. Su color siempre era similar; en unas ocasiones aparecía más claro y en otras más oscuro, pero siempre era de un color gris que dejaba transparentar su soporte, a la vez que se adaptaba como una pátina íntima a cualquiera que fuese la forma o volumen de este último.
Inútilmente, pero con toda la fe del mundo, cuando faltaban pocos pasos para llegar a la esquina, tomaba impulso y cruzaba la calle saltando y brincando. Pocas veces lo hice y ninguna fue efectiva, aunque sí hubo una vez, la última, en la que por un instante sí me sentí libre de mi sombra, notando como me estiraba de la cartera de cuero resistiéndose a dejarme. Pero pronto me di cuenta, por los gritos e improperios que oía, que mi oscura compañera había sido atropellada, y que mi cartera se había enganchado en el parachoques cromado de un automóvil. Incluso la maltratada pero intacta sombra me ayudó a recoger los Alpino que rodaban calle abajo, mientras yo recordaba aquella rutinaria y diaria letanía: “hijo, mira bien antes de cruzar la calle”.
Después de ese episodio me olvidé de toda sombra por una larga temporada.
Pasó el tiempo, y no fue hasta que mi hija comenzaba a dejar la niñez que recuperé aquella vieja y bella obsesión, cuando juntos viajamos a la República Dominicana. Allí advertí que, hacia el mediodía, las almas oscuras de cada persona eran cruelmente pisoteadas, casi desapareciendo ─ cosas del Ecuador ─. En aquel tiempo mi hija pasaba muchos ratos conmigo, sobre todo durante las vacaciones, riendo y acompañándome en mis tonterías. Y esta fue una de ellas: saltar lo más alto posible intentando desprenderse de su sombra. Allí casi parecía que se conseguía. Todavía oigo sus risas cuando le dije que me lanzaría desde lo alto de un muro contra mi sombra para estamparla en la arena para siempre jamás. Sin embargo, más reí yo cuando ella me contestó que lo más probable fuera que no acertara y que cayera fuera de mi propia sombra. Se equivocó: acerté de lleno, aunque no conseguí enterrarla.
Desde entonces no he dejado de sentir un especial interés por las sombras, aunque siempre con un “he de hacer” que no cesó hasta hace poco tiempo. Tan sólo han habido algunos apuntes sobre posibles actuaciones y proyectos artísticos dirigidos a relacionar las tres dimensiones arquitectónicas con las dos dimensiones del plano, sirviéndome de la sombra como elemento articulador , como si se tratara de algo parecido a un procesador que transforma la realidad en imagen, haciendo subjetiva la naturaleza de la primera y experimentando aquello que dice Michel Melot en su Breve historia de la imagen: “Toda imagen es un término medio entre un ideal y una realidad”.
La sombra, por su naturaleza camaleónica, es perfecta para este tipo de experiencia, ya que es a la vez tridimensional y bidimensional, precisamente por siempre ser pátina íntima de lo que cubre. Si su soporte es plano, ella se desliza plana; si es cilíndrico, ella se transforma en camisa muy ajustada; si constituye un diedro, tanto cóncavo como convexo, ella se dobla en dos planos; y siempre es muy glotona porque engulle todo lo que encuentra a su paso.
No hace mucho tiempo comencé a ordenar todos estos pensamientos para así poder experimentar con tinieblas, y para intentar dar un paso de cara a conseguir la independencia de la sombra, el intercambio de su “dueño”, o para poder construir una nueva realidad en dos dimensiones.
Un primer paso para experimentar con la ligazón que adhesiva la sombra a su dueño, ha sido a nivel de laboratorio, sirviéndome de una maqueta, de un recinto ajeno a mi persona, de diversos objetos que me acompañan en la vida, y de otros que me son ajenos, escogidos más o menos al azar.
La idea parte del intento de establecer un diálogo entre mi entorno próximo y el que poco tiene que ver conmigo, sirviéndome de diversos objetos cuya relación entre ellos es prácticamente nula, utilizando tanto sus sombras propias como las proyectadas en dos arquitecturas, una cóncava, la interior más íntima, y otra convexa, la exterior más compartida; e intercambiando los contextos de estos objetos consiguiendo un diálogo entrecruzado que tal vez conlleve el acercamiento entre la intimidad de lo interior y lo público de lo exterior.
Intentar intercambiar las sombras, variar la naturaleza de los objetos que las producen mediante ellas mismas, incluso convertir un objeto opaco en transparente, o dotar de vida propia a la sombra, emulando Petter Pan, es lo divertido (la vida es eso) que puedo ir encontrando mientras camino hacia la utopía.
En mi mundo continuaré intentando encontrar la sombra viva de Petter Pan, ir a la escuela otra vez, dando saltos hasta lograr librarme de mi eterno perseguidor, demostrar a mi hija que puedo lograr ser tonto y no hacer diana al saltar sobre mi propia sombra, y vete a saber qué más, recordando como ya he hecho en otras ocasiones, aquello de que la utopía es el horizonte hacia el cual se camina dos pasos a la vez que éste se aleja otros dos, y hacia al que nos dirigimos más lento o más rápido, pero al cual nunca se llega.
Y entonces, si no se alcanza, ¿para qué sirve la utopía?… Pues para caminar.
Fede Fàbregas