Sensación de vivir, con o sin Coca-Cola

Paseando por Estambul con mi amigo Enric, 1977. Fotograma de película S-8 realizada por Jordi M.

Últimamente, a menudo tengo en mente una frase que pronuncia mi más que queridísimo amigo Enric, en los buenos momentos: “què bé s’està quan s’està bé”; me apena no oírla desde hace tiempo. Sí, es cierto, “qué bien se está cuando se está bien”, y esto solamente sucede ─que uno siente que está bien─ cuando tiene consciencia de ello, si vive la sensación de estarlo; si no es así, si no se vive la sensación, uno se pierde en el limbo de la mera existencia, que en sí misma no tiene valor de realidad. El solamente apreciar el estar bien cuando algo te impide estarlo es lo que hace que la añoranza convierta la vida en algo que no es real, mientras que cuando eres consciente de estarlo sabes que en eso consiste la felicidad, que hay que tomarla al vuelo porque pronto se disipa al mismo tiempo que nuestro pensamiento.

He llegado a la conclusión de que la realidad, tal como nos la explican o la percibimos, no  existe, es igual que la irrealidad. Lo que existe es la sensación. La sensación es lo que rige nuestras vidas y lo que configura nuestro mundo, nuestro universo, pero a menudo también nos engaña y nos hace vivir falsas realidades de los demás, y creemos que son las nuestras propias, y entonces lo que vivimos no es nuestra realidad sino la ajena. En eso consiste la manipulación, en hacer creer sentir a los demás lo que no se siente, intentando crear realidades ajenas, o sea irrealidades propias. Sin embargo, también nos podemos apropiar de sensaciones ajenas sin admitir manipulación si estamos abiertos a la información y al conocimiento, desde un pensamiento crítico. Una cosa es que nos impongan sensaciones y nos hagan creer en realidades que no son nuestras, y otra es que nosotros mismos seamos los que nos apropiemos de sensaciones ─realidades─ de otras consciencias dispuestas a compartirlas.

Lo que nos produce la impresión de que algo es real es la sensación, tal vez porque seguramente es lo único que se puede llegar a considerar real; todo lo demás puede existir, pero si no hay consciencia de que se siente es que no es real. La Luna solamente es real cuando riela en el mar o cuando ilumina el camino en la noche y su presencia nos hace estremecer; si no es así no existe. El que se haya descubierto agua en la Luna no la hace real, pero la sensación que tengo de que llueve hacia arriba sí. No estoy hablando de sentimiento ni de sensibilidad, sino de pura y escueta sensación. Tampoco estoy hablando de sensación sensorial; me explico:

En todos los diccionarios o enciclopedias que he consultado, tanto en papel como en Wikipedia, la palabra sensación siempre aparece ligada a los sentidos físicos de nuestro organismo, aunque con variaciones en la carga física de la connotación.

El extremo más físico se encuentra en la definición principal dada por Wikipedia, que define la sensación “… como procesamiento sensorial, es la recepción de estímulos mediante los órganos sensoriales”. Esto define lo que yo llamo sensación sensorial, que no es la auténtica hacedora de realidad; ésta se trata de una definición engañosa ya que pretende hacer creer que la realidad depende de este fluir meramente orgánico. La sensación sensorial lo que hace es conectarnos a nuestro entorno desde el punto de vista material, pero sin hacerlo real, pues la mayoría de las veces no nos proporciona consciencia de ello. Materia no es sinónimo de realidad, y mucho menos de vida. Un ejemplo insignificante pero muy gráfico: ¿cuántas veces hemos pisado mierda de perro, proporcionalmente a la cantidad que hay en las calles? Actualmente hay mucha menos que en otros tiempos, pues sus dueños ─de los perros─ se van civicando, pero aún no lo suficiente y por eso todavía se puede hacer servir de pastoso patín. Respondiendo a la pregunta que planteaba, creo que proporcionalmente a las posibilidades de pisar en falso llegamos a hacerlo muy pocas veces, y eso es debido a que nuestro sentido de la vista nos produce una sensación sensorial que nos advierte de la existencia de tan sutil obstáculo, haciendo que sorteemos con éxito el mismo. Creo que en la mayoría de casos no tenemos consciencia de haber sorteado tal obstáculo, simplemente la vista nos advierte y nuestros pasos obedecen al estímulo del cerebro. La verdadera sensación hacedora de realidad llega cuando la sensación sensorial no ha funcionado y acabamos sintiendo aquel pisar blando tan característico que tan bien proporciona el natural elemento. Las otras veces, dichas pastosidades no han sido reales para nosotros a pesar de haberlas advertido nuestros sentidos, pero la última, gracias a la sutil sensación de blandura, leve desliz y pegajosidad, ha convertido la mierda de perro en algo muy real para nosotros. La realidad se ha hecho gracias a la sensación.

Francisco de Pájaro. Art is Trash.

Un artista, al cual no sabría cómo definir pero que de ninguna manera se le puede etiquetar como grafitero, que desarrolla su principal actividad en las calles utilizando la basura y los trastos abandonados como soporte, y que suele expresar con espectacular sinceridad su forma de pensar, en ocasiones también convierte en realidad la caca de perro gracias a la sutil expresión de sus conceptos sobre política. Este artista, nacido en Zafra y residente en Barcelona, y que trabaja con el nombre de Francisco de Pájaro utilizando los lemas Art is Trash o El Arte es Basura cómo firma indeleble, a la caca de perro le hinca una banderita a modo de etiqueta con una sentencia que constituye su crítica política o social, como por ejemplo “Gobierno de España”; así de directo es. De este proceder también deriva una sensación que proporciona una gran dosis de realidad.

Piel roja, 2013. Acrílico / tela. 162×130 cm. Francisco de Pájaro. colección particular.

Francisco de Pájaro, artista que no hace falta clasificar ─resulta imposible─, hace un arte aparentemente humilde, probablemente producto de su rapidez en la ejecución y del concepto que él capta al vuelo, pero a la vez extraordinariamente denso, sobre todo por el mensaje que transmite. En las redes sociales se puede apreciar que es seguido por un numeroso público incondicional y fiel, entre los que yo me encuentro, pero también cuenta con numerosos detractores que lo critican, boicotean y hasta insultan ─es lo peor que se puede hacer porque no se queda mudo─, lo cual creo que a él le place todavía más, por su espíritu de transparente contradicción y por su permanente estado de crítica para con la sociedad en el sentido más amplio.

Sus obras, al contrario de lo que pueda dar a pensar el hecho de que utilice la basura y objetos abandonados, son limpias y respetuosas con el entorno, pues no ensucia paredes ni suelos, ni mobiliario urbano. Se puede decir también que su arte callejero es efímero, pues desaparece cuando los servicios de limpieza retiran la basura o trastos.

En su arte, lo aparente, lo que se visualiza, suele formalizarse básicamente mediante la utilización de los colores primarios cian, magenta y amarillo (aunque no únicamente), y también con el omnipresente negro. Dicha combinación de colores, probablemente producto de la rapidez con la que debe actuar, convierte en muy visual su obra, pues se trata de una armonía de colores equidistantes en el círculo cromático, llamados también discordantes por “desentonar” la convivencia de dos de ellos, y que se equilibran una vez introducido el tercer color. Esta forma de proceder en la ejecución es lo que constituye la base de la sensación sensorial aludida, que es meramente orgánica, pero que en su caso, debido precisamente a su “discordancia” armónica, Francisco de Pájaro refuerza la verdadera sensación que convierte en vida real el mensaje que él se propone transmitir.

Tanto las actitudes y gestos contenidos en las formas representadas como el contenido del mensaje, proporcionan un resultado directo y contestatario, y también abrupto, irreverente, lascivo, y en muchos casos hasta sabiamente insultante, todo lo cual produce una auténtica sensación vívida de realidad, al contraponerse a la figuración empleada basada en el imaginario de la infancia de Pájaro, que en sí no está exento de cierta ternura. El choque que produce el artista fundiendo lo abrupto y lo tierno es lo que produce esa gran sensación de realidad.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Recientemente, y curiosamente mediante una figuración nada abrupta, incluso estando dotada de cierta ternura por la figura representada ─un caballo, en alusión a las fiestas de Menorca─, Francisco de Pájaro ha provocado un revuelo en Es Castell (Menorca), donde ha sido censurado y reprobado por algunas instituciones, tanto públicas como privadas, con el argumento de que la intervención en la fachada del antiguo hostal-restaurante Rocamar no contaba con la licencia pertinente. El hecho es que el gran caballo negro aparece acompañado de un gran texto rojo: “Art is Trash”, lema normalmente utilizado por el artista en alusión a sus acciones callejeras en las que utiliza la basura como soporte. En este sentido, el artista, sin ser seguramente su propósito, ha conseguido poner de manifiesto la ignorancia y los prejuicios de los ofendidos, demostrando que la cultura todavía es muy restrictiva y que el arte sigue siendo esclavo de la visión mercantilista de unos cuantos ignorantes con visión demasiado obtusa, ya que presumiblemente no han entendido el sentido del lema.

Actuación en Es Castell, 2021. Francisco de Pájaro.

Atiendo ahora al papel, que no es más real que la virtualidad electrónica por mucho que pese en gramos. Los libros solamente me aparecen reales cuando el pasar las páginas, su tacto y el olor de la tinta impresa se une a su contenido, a su relato, proporcionándome la sensación de que me informo, aprendo, me documento o evado, aún sin ser cierto lo que sea que lea. Solamente es la sensación la que hace real al libro. Su contenido será real o no según me produzca sensaciones o no, independientemente de que sea o no una invención. Cuando tomo un papel para dibujar, la plana en blanco me aparece totalmente irreal, hasta que noto la emotiva sensación de arañarlo con la plumilla, tiznarlo con el grafito o carbón, o de acariciarlo con el pincel, que lo hacen del todo real. Lo que yo haya dibujado o pintado también será totalmente irreal hasta que a alguien le produzca alguna sensación, sea de aceptación, sea de rechazo. Si lo que produce es indiferencia seguirá no siendo real y yo no habré producido nada.

En diferentes ediciones de enciclopedias y diccionarios de papel, la definición de sensación sigue siendo muy física y basada en el organismo, pero en algunas publicaciones con alguna inclusión que va más allá de los sentidos:

El Diccionario General de la lengua Española, de Larousse, edición de 2000, define sensación como “información recibida por el sistema nervioso central, cuando uno de los órganos de los sentidos reacciona ante un estímulo externo”. Una vez más, esta definición nos explica en qué consiste la sensación sensorial, la que no hace real nada.

Sin embargo, he encontrado definiciones que intentan evocar cierto acercamiento al concepto de sensación no orgánica, introduciendo términos nada materiales.

El Manual Sopena, editado en 1962, define sensación como “impresión que las cosas producen en el alma por medio de los sentidos” (luego continúa). Hasta aquí la definición se queda corta, pues se sigue ligando la sensación a los sentidos del organismo, pero ya reconoce una huella más honda, aunque sea de forma extrañamente metafísica y tal vez demasiado sobrenatural.

Sospechosamente, cuarenta y cinco años más tarde, el Diccionari de la Llengua Catalana, IEC, del año 2007, define sensación con lo que parece una traducción casi literal de la anterior publicación citada: “Impressió que les coses causen en l’esperit per mitjà dels sentits”, “impresión que las cosas causan  en el espíritu por medio de los sentidos” (no continúa). En dicho aserto aparece el espíritu en lugar del alma, lo cual resulta algo menos poético y más técnico-teológico, pero que da a entender la misma cosa.

De todas las definiciones que he leído, la que más me ha llamado la atención es la que seguía como secundaria a la citada del Manual Sopena de 1962: “Emoción producida en el ánimo”. Personalmente, yo con esta me quedo, y hasta me atrevería a continuarla con una filosofera añadidura: “… que convierte en realidad la vida”.

En cuanto a mi vívida vida, tengo que reconocer que he sido muy afortunado en cuanto a sensaciones se refiere, habiéndome aportado grandes dosis de realidad, y en algunas, bastantes, hasta demasiadas.

Recuerdo a mi madre que cuando yo padecía ciertas crisis existenciales, me decía que yo necesitaba problemas para vivir y que cuando todo me iba como una seda yo mismo me los creaba. Es verdad, los problemas siempre me han proporcionado un tipo de sensaciones ─diría yo anti-sensaciones─, que me hacían sentir vivo y me ayudaban a percibir mejor la realidad, la mía, aclarándome mucho las ideas. Paradójicamente, esto me sucedía gracias a falsas realidades, como por ejemplo la hipocondría. Yo he sido un gran hipocondríaco, un gran creador de irrealidades internas que me hacían sentir muy vivo a través del sufrimiento gratuito. Esta anti-sensación aparece sin querer, tal vez por necesidad de sentir la vida y apreciarla como real, y no como algo que solamente te obliga a existir. Mi padre, otro sabio en estos menesteres al igual que mi madre, también me proporcionaba sutiles dosis de realidad a través de su fino sentido del humor. Cuando alguna vez le decía “cuando hago así me duele aquí”, con una sonrisa me respondía “pues no hagas así”.

Otro buen chute de sensación de vida lo proporciona el arte, al menos a mí; aunque se ha de ir con cuidado para no ingerir una sobredosis porque  a veces tanta sensación y realidad te pueden sobrepasar.

Hay personas que en ciertas circunstancias, como es mi caso, el experimentar unos instantes de felicidad le confieren cierto estado de ansiedad que puede provocar cierto exceso en las sensaciones evocadoras de realidad. A mí me sucede con varios aspectos de la existencia, pero sólo voy a mencionar uno: el arte. Hay circunstancias en que las sensaciones me provocan un estado tan de vida y de realidad que se me hace irresistible para mi organismo, sintiendo que me falta aire para respirar y que mi consciencia va a dejar de funcionar. Inmediatamente he de desconectar y bajar por unos instantes al mundo irreal de la mera existencia, saliendo del lugar en que me encuentro. Esto me ha sucedido en diversas ocasiones en museos, centros de arte  y galerías.  Con esto añado una tara más para con mi retorcida mente; se le llama síndrome de Stendhal.

El arte, seguramente, es la actividad humana, tanto desde el punto de vista del productor como del receptor, que provoca las más intensas sensaciones hacedoras de vida. Se suele atribuir estos hechos a la contemplación de la belleza, pero nada más alejado. El arte no tiene que ver con la belleza, al menos no más que cualquier otro aspecto de la existencia; la belleza o la fealdad solamente son cualidades subjetivas de la percepción, que es distinta para cada persona. Un concepto que en sí mismo no es bonito ni feo ─depende del receptor─ puede conmover y producir sensación de vida tanto o más que una obra de arte retiniana, como la calificaría Duchamp. Una obra de Velázquez o de David Hockney me puede proporcionar tanta vida real como pueda hacerlo una de Fina Miralles o de Pere Noguera. Por cierto, a lo que Duchamp llamaba retiniano, David Hockney lo denomina globoculación.

Unos días después de escribir este último párrafo estuve leyendo Arte y técnica (1952) de Lewis Mumford, y me permito insertar unas líneas en las que el autor relaciona íntimamente la emoción y el sentimiento con la vida y el arte. Lo reproduzco literalmente:

“…, podemos comprender las limitaciones de la ciencia y la técnica, pues constituyen de manera deliberada la expresión de esa parte de la personalidad de la que se han extirpado la emoción, el sentimiento, el deseo y la simpatía, la materia de la que están hechos tanto la vida como el arte”.

Vida y arte están hechos de lo mismo, de sensaciones, de emoción producida en el ánimo.

Para quien le pueda interesar la lectura de este libro vale la pena mencionar la editorial, pues parece ser que solamente ésta ha publicado su traducción al castellano, hace relativamente poco, en 2014. Me cuesta creer que una publicación con tanto interés ─eso me parece a mí─ no haya sido traducida y publicada antes en España; será por algo parecido que en la contraportada del libro, al nombre de la editorial le sigue una coletilla muy aclaratoria a la vez que cómicamente pesimista:

“pepitas de calabaza ed. Una editorial con menos proyección que un cinexín”

Deseo a la valiente editorial una larga vida llena de emoción en el ánimo.

Por otra parte, dicha extensión me hace pensar en que el presente escrito tampoco tiene más proyección que un “cine-nic”, que todavía es más antiguo.

Hay sensaciones que te hacen notar la vida, pero que no la hacen más real de lo que lo es el tiempo, que nada más nacer muere, y por tanto, filosóficamente hablando, podría decirse que apenas existe, que no es real. Me refiero a un tipo de sensación de poco recorrido, de altos y bajos, de ilusión y decepción, que suele estar muy relacionada a la uniformidad de un colectivo afín a unas mismas apetencias o creencias. Estas sensaciones en sí no son perjudiciales, ni siquiera criticables, pero son proclives a proveer al individuo de anteojeras para privarle de visión periférica, y esto sí puede derivar en algún problema de falta de criterio propio que pueda convertir en estéril la sensación, perdiendo así la noción de realidad. 

Este tipo de sensaciones, que podríamos llamar de colectividad, puede convertirnos fácilmente en miembro de un redil, algunas veces de andares voluntarios pero otras muchas con cabecilla y perros pastores que intentan por todos los medios que se sienta su realidad y no la de uno mismo.

La sensación de victoria, absolutamente necesaria para el ser humano y seguramente como producto de ser la especie más prepotente del planeta ─hemos sido capaces de autodenominarnos Sapiens sapiens (sí, dos veces) ─, tiene dos modos: el individual y el colectivo.

Hay quien prefiere hacer real, por ejemplo, las montañas y picos escarpados o la fuerza de gravedad mediante la indómita sensación producida por su escalada o por la caída en el mal llamado vacío. Yo, miserable cobarde, prefiero hacer realidad este tipo de portentos naturales mediante un acto de fe, que dicen que también mueve montañas. ¿Qué más real que mover una gran mole de peñascos? En estos casos cambio la sensación de victoria por la de salvoelculito. Este tipo de sensación individual surge de la emoción personal que produce un acto de superación de sí mismo y de haber vencido el riesgo gracias a la buena gestión del miedo, que es en lo que consiste la valentía.

Al respecto, me viene a la memoria cómo el ejército hace uso y manifiesto de algunos conceptos como éste. Hace poco encontré mi arcaica cartilla militar y observé cómo en un afán de descripción de mis aptitudes bélicas, en el apartado “valor” aparecía la frase manuscrita “se le supone”. ¡Mal supuesto! pensé yo, aunque en aquel tiempo no se lo dije a nadie.

Todos los modos de obtener la gran y necesaria sensación de victoria comportan cierto riesgo, pero a mi entender, el que mayor peligro comporta es el de tipo colectivo, pues es de fácil adscripción,  y  la unión de un conjunto de similares sensaciones individuales puede consolidar una potente sensación que suele ser antagonista de otra, también colectiva, pudiendo producirse así, fácilmente, la violencia en la confrontación entre ellas. Un ejemplo muy extendido es el de los deportes de equipo, ya que su adscripción es muy fácil y la sensación que proporciona de muy alto voltaje. Este tipo de sensación se basa en la apropiación de la victoria de otros individuos. Por eso el fútbol es tan popular y tiene tantos seguidores, porque proporciona una buena dosis de sensación de victoria, y es gratis el adherirse al sentimiento colectivo, a pesar de que se alterne con la sensación opuesta de derrota, otra sensación que proporciona gran cantidad de realidad. No hay que ser muy avispado para saber porqué los equipos más ricos, y por tanto con mejores jugadores, son los que más seguidores tienen; son los que mayor probabilidad tienen de proporcionar sensación de victoria. Se puede ser simpatizante del Club Esportiu Europa, pero lo más probable es que también se sea del Fútbol Club Barcelona. Sin duda, primero se siente la pasión de la incertidumbre con la alternancia de puntuales pero intensos arrebatos de sensación de victoria y de frustración, y finalmente se desencadena la más electrizante, delirante y duradera sensación de victoria, cuando el equipo amigo resulta el ganador. Y seguidamente viene el conflicto de la confrontación, porque a la sensación de victoria de unos le corresponde la de derrota de otros, lo cual puede llevar a la violencia fácilmente y de la forma más absurda.

Otro ejemplo similar, pero de todavía mayor potencia en cuanto a extensión y efectos se refiere, es el patriotismo. La sensación que proporciona es producto de una extraña mezcla de  sentimientos de orgullo y de anhelada victoria que si no existe se inventa o simplemente se imagina. El patriotismo no es más que una ensoñación que convierte en realidad la tierra, los paisanos, la cultura y la historia del mundo más próximo en que vivimos. El concepto de extensión de la tierra en que vivimos es distinto para cada colectivo de personas; la noción de país, entendido como terruño, mueve sus fronteras según sea la mentalidad de cada persona, en función de su capacidad inclusiva o exclusiva, de su historicismo mental o de su capacidad de movilidad o inmovilidad. La inconmensurable sensación de fervor que proporciona cualquier tipo de nacionalismo, no siempre pero sí fácilmente, puede derivar en sensaciones xenófobas de funestas consecuencias, cómo se ha podido constatar ininterrumpidamente durante toda la historia de la humanidad.

La sensación de patriotismo es hacedora de realidad, sobretodo en usos y costumbres, cultura, tradiciones e historia, pero me pregunto para qué sirve todo ello y si no será por la necesidad de asentar el propio yo para sentir, es decir, para hacer reales las raíces que nos inmovilizan. Los patriotas, esas personas que claman en voz alta las excelencias del que sienten su país, a menudo lo hacen en pro de la unidad o de la libertad, dos términos que siempre aparecen en los manifiestos patrióticos y que sin embargo sólo son compatibles en la ensoñación, pues la unidad configura el grupo y la libertad verdadera es siempre individual.

También me pregunto por qué se siente orgullo patriótico si no se ha hecho nada concreto por el país. No sirve responder que se ha contribuido a levantar el país con el esfuerzo del trabajo y por haber pagado los impuestos, ya que éste sería un pensamiento de lo más hipócrita, pues quien pudiera vivir sin trabajar lo haría y si se puede evitar pagar impuestos no se pagan.

El sentir patriótico, en sí mismo, no corresponde a una realidad y por tanto, por sí solo, no constituye sensación de vida, pues parte, en un principio, de un sentimiento irracional que no responde a nada en concreto, es el compartir colectivo de ese mismo sentimiento que convierte el patriotismo en una sensación de vida, y al cual también resulta muy fácil y gratuito el adherirse.

El ya citado Manual Sopena de 1962, el diccionario enciclopédico que he encontrado que más afina en sus definiciones, y difiriendo mucho de los demás, define patria como “Nación propia nuestra, con la suma del pasado, presente y futuro, ya material o inmaterial, que atrae o ejerce irresistible influencia en el ánimo de todos los patriotas, cautivando su amorosa adhesión”; y en segundo término la define como “Lugar, población o país en que se ha nacido”.

Sin embargo, a pesar de complacerme la manera de expresarse de esta publicación, yo tomo una vez más como primera, la segunda definición expuesta, por ser más neutra en sentimiento y por expresar de forma implícita que la configuración de la patria y su extensión es subjetiva y variable para cada individuo respetando la libertad de su sentir. La primera definición creo que contribuye más bien a permitir entender lo que es ser “patriota”, ya que el no poder evitar incluir esta palabra a mí me hace pensar que es el patriota quien hace a la patria y no al contrario, por tanto, una vez más, es la sensación lo que convierte en real algo que por sí solo no es más que geografía cartografiada.

La orografía del mundo en que vivimos cambia muy lentamente, teniendo que hablar en términos de milenios o de bastantes siglos, sin embargo, los mapas políticos son dibujados y cambian con relativa e inevitable rapidez. Pocos años son necesarios, pocas décadas, a lo sumo pocos siglos, que no son nada, para desplazar fronteras o redibujar países. Y entonces ¿qué pasa con las patrias y los patriotas?

Las patrias cambian más rápido que los patriotas y eso es un problema inherente a la historia, producido por el sentir que hace real el arraigo y que no deja asimilar el redibujado de los mapas. Las raíces son de sentimiento individual y aunque coincidan en un colectivo, no pueden entenderse como si de una misma plantada se tratara. Cada paisano se nutre de los elementos que siente entre los que le ofrece su tierra y nadie puede imponer a otro de qué alimentarse; unos se aferran a la historia y las tradiciones, otros a hechos y elementos culturales distintivos, otros a la tierra propiamente dicha, muy variable en extensión, y otros a cosas tan simples y pueriles como puedan ser la tortilla de patata o el pan con tomate. El patriota se nutre de todo ello y también muestra su orgullo nacionalista, a un solo paso de la gula.

Hace tiempo, que para no aporrear a los de su mismo sentir, se inventaron elementos distintivos que permitían no errar el golpe represor o de muerte. Actualmente, dichos elementos distintivos, como pueden ser la bandera, el escudo, los estandartes, los uniformes o el himno, son utilizados por los patriotas que piensan, desean o intentan imponer su sensación de arraigo a quienes tienen otros sentires; quieren que la realidad sea para todos la misma, la suya. Estos patrioteros, que no son más que patriotas de sentimiento exagerado y brabucón, la realidad que consiguen mediante su sensación patriótica está llena de relojes blandos y elefantes de largas y afiladas patas, creando así un mundo surrealista, que tal vez se viva pero sin que exista, como sucede en un sueño. Los elementos simbólicos, que en un principio constituían signos para distinguir, ahora se convierten en signos de “distinción”; las banderas se tornan capas supermaneras, los escudos y colores broches y otras alhajas, y los himnos componen coplas vindicativas. A pesar de todo ello, la sensación que proporciona el patriotismo puede hacer real los relojes blandos y los paquidermos de finas patas, pero es una realidad personal, porque para mí pueden no ser más que pegajosas gominolas y elefantes con zancos, y eso quiere decir que la perpetuación de la patria pende de tantas sensaciones personales que resulta absurdo pretenderla.

Recientemente, un telenoticias, excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas ─manipulación─, me ha proporcionado un singular ejemplo de sensación de victoria colectiva, sublime hacedora de realidad de rebaño, mediante una curiosa pero exquisita combinación de sentir deportivo y patriótico, el súmmum del espejismo convertido en realidad.

En la sección de deportes, se nos ilustraba sobre la liga americana de la NBA y se mencionaba todos los enfrentamientos en los que participaba algún jugador español. Resulta que solamente ha ganado uno de los equipos en los que ha participado un jugador español, en este caso Los Angeles Lakers con Marc Gasol. El presentador de la importante noticia se ha referido a ella cómo “la única victoria española”. Sublime.

Sentimiento deportivo y patriótico a menudo van de la mano en una curiosa simbiosis, la cual creo que alela las mentes tortuosas ávidas de sensación de victoria. Es como si se quisiera una ración doble de vida: imposible frenesí.

También recientemente, el periodismo cutre de banderita-muñequera me obsequió con otro flamante ejemplo de fusión esperpéntica en el paradigma de la Eurocopa 2020. En una rueda de prensa, el iluminado “repórter Tribulete que en todas partes se mete” atendía a una importante cuestión deportiva con una pregunta altamente impertinente según mi parco gusto: “¿Tú te sientes plenamente español…?

Tal chinchorrería iba dirigida a Aymeric Jean Louis Gerard Alphonse Laporte, francés de nacimiento, jugador del Manchester City, de nacionalidad española y con nombre que, por su extensión, casi podría ser también portugués. Con todo esto va el “Tribu” y busca su minutito de vida ─que no de gloria─ a costa del deportista. Pues resultó que su patriotismo deportivo de pacotilla se dio de bruces con la respuesta del futbolista, con la que calificando la pregunta de “fuerte” le dejó claro que no debía padecer porque haría todo lo posible para que el equipo ganara. Y de lo del sentimiento ni mu.

No soy de los que necesita este tipo de sensación para que la vida se me torne real, pero gracias a este “Pelayo” preguntón sí me gustaría que la victoria final dependiera de una intervención de este futbolista español nacido en Francia, que juega en un equipo inglés y que se llama casi como si fuese portugués. ¿Importa lo que sienta?

Las recientes Olimpiadas de Tokio también han aportado sus redondos y colgantes sentimientos patrióticos, ofreciendo un sinfín de oportunidades para apropiarse de la sensación de victoria de los participantes, que, por otra parte, no ha sido tan espléndida como la aportada por otros países con un medallero ─fea palabra─ mucho más triunfal.

Este gran y a la vez devaluado evento deportivo también ha dado la oportunidad a los patriotas más patrioteros de la patria para que pudieran mostrar su marca de ganado grabada al rojo y gualdo, al especular con el sentir patriótico de dos auténticos ganadores, solamente por el color de su piel, como si la nacionalidad de las personas hubiera que buscarla en una carta de colores.

El mismo día en que escribo estas líneas, en el país de la anhelada estrella blanca con fondo azul, el dios del fútbol Leo Messi deja el Barça. Ante tal desgracia nacional, Pilar Rahola nos ha obsequiado con la siguiente perla: Leo Messi és una icona catalana de nivell mundial. Segurament el símbol més gran de catalanitat…” ─“Leo Messi es un icono catalán de nivel mundial. Seguramente el símbolo mayor de catalanidad…”─. Soy de los que piensa que Leo Messi es el mejor futbolista de la historia y que tal vez sea en cierto modo un icono catalán (aunque dudo de dicha literalidad), pero decir que puede ser el mayor símbolo de catalanidad es proponerse de forma muy ingenua saciar el hambre de patriotismo más cutre. Todo sea por sentir la vida como real sin importar que sea de mentirijillas.  

Otra similar fuente inagotable de sensaciones grupales es la religión, que paradójicamente utiliza la muerte como principal sensación de vivir. Las religiones tienen mucho en común con el patriotismo y, junto a él, es uno de los mayores impositores de anteojeras, y sin esconderlo, pues en alguna de ellas hasta se habla de ovejas, rebaños y pastores. En general no hago mención de ello como una crítica, porque quien entiende la metáfora acepta libremente sin anteojeras formar parte del rebaño.

Cruz de la contradicción, 2021. Plumilla y tinta / papel de verso. Fede Fábregas.

Solamente conozco afondo una confesión, la que heredé de mis padres, aunque creo que si bien existen muchas, en realidad, el hecho de creer es único y universal. El ateísmo también es una forma de creencia basada en el no creer, es una confesión negacionista. En realidad, las únicas personas que son verdaderamente aconfesionales son aquellas a las que les importa nada cualquier forma de creencia, basada o no en la existencia de una deidad; son las personas que no se hacen ningún planteamiento al respecto ni atienden a ningún razonamiento sobre la cuestión. Y solamente lo son por eso, porque no consideran ni la existencia ni la no existencia de nada relacionado con este asunto.

Las sensaciones que hacen real la vida producidas por cualquier religión, pueden llegar a ser fuente de tanta fuerza y agresividad como las proporcionadas por el patriotismo, e incluso resultando más complicado y retorcido, ya que en ella la sensación de vivir es producto del pensar en una vida que no es la que pretendemos sentir, sino en otra venidera tras el trámite de la muerte.

La creencia en el nacer para una presente existencia, en la muerte, la resurrección y la vida eterna, es lo que proporciona la sensación que convierte en real la vida que palpitamos, en la mayoría de las religiones, si bien existen diferentes variantes para dichos términos, como por ejemplo la reencarnación.

Existe una pararreligión con cierto ruido de cadenas, relativamente reciente, que se autodefine como no religión pero sí como doctrina filosófica, el Espiritismo, que tiene su origen en Francia a mediados del siglo XIX y cuya fundación se atribuye a Allan Kardec (seudónimo de Hippolyte León Denizard Rivail). Su libro sagrado es El Libro de los espíritus, escrito por él pero dictado por los mismísimos espíritus; aunque existen cuatro más también escritos por él, que junto a éste forman el Pentateuco kardequista.

Los adeptos al espiritismo, o los espíritas, tal como se hacen llamar, cambian los nombres de los eternales eventos de la interminable existencia, por términos muy sofisticados: el personal no nace, se encarna; no vive, transita su encarnación; no muere, se desencarna; y para acabar de aclararlo, se reencarna una y otra vez hasta haber purificado su espíritu, para así dejar de reciclarse para siempre, entrando en… (eso no lo tengo claro)… para la eternidad.

El Espiritismo no es una religión, pero los espíritus les han dicho que la moral correcta y verdadera es la cristiana, aunque también les han aclarado que Jesucristo no es Dios, sino un hombre con un espíritu muy evolucionado y de alto nivel.

Ellos no creen, ellos saben, tienen la absoluta certeza de que lo que dicen es cierto porque su fe es razonada, y que se apoya en hechos incontestables y lógicos, porque todo se lo han contado los espíritus mediante vía directa.

Para los espíritas el espíritu es material, muy sutil pero con cierta masa, y su cuerpo es el periespíritu. Definen el alma como el espíritu encarnado y por esto hay personas de un nivel espiritual muy elevado que tienen la facultad de ver los espíritus ajenos.

El Espiritismo también constituye una potente fuente de sensación de vida; qué mejor realidad que la que te constatan los mismísimos espíritus. Y doy fe de ello, ya que ahora hace poco más de un año, movido por mi insaciable afán de aventura e intrigante conocimiento, arrastré mi espíritu hasta Ciudad Real, para asistir a un congreso espiritista. Fueron cuatro días de ilusión por escuchar el ruido de cadenas por los pasillos del hotel, pero por lo visto la moqueta ensordeció el tintineo; y de ver periespíritus sobrevolando los espacios, pero tampoco fue posible. Lo que sí escuché es una voz pareciendo provenir de ultratumba, con embelesadora cantinela brasileira, salida de boca de un tal Divaldo Franco, líder mundial ─aunque niegan jerarquías─ del Espiritismo. El hombre ─supongo─, de noventa y tres años y con seiscientos hijos, haciendo gala de una notable oratoria, y a modo de homilía cardenalicia gótica, excitaba a los reencarnados allí concentrados, que le aplaudían y vitoreaban fervorosamente, cual ángeles posesos. Sería por eso que los periéspiritus desaparecían abrumados por tanta credulidad. Nada más comenzar su sermón ─en el programa ponía “conferencia”─, dio la bienvenida a todos los reencarnados asistentes, y también a los espíritus que habían acudido, a los que decía ver y que contaba como mucho más numerosos. Reconozco, que así, nada más empezar, entre su esofágica voz y tales palabras, un escalofrío recorrió mi cifoescoliótica columna, lo cual advertí como una inequívoca sensación de vida que convertía en real cualquier tipo de espíritu asistente.

Sin embargo, lo mejor que escuché y que me proporcionó mayor sensación de vida, no fue en las largas homilías, sino en tiempo de alimentar la carne adherida a nuestro espíritu o en otras circunstancias más mundanas.

Un día, mientras alimentaba mis escuálidas carnes, escuché como uno de los comensales explicaba a otra alma en pena que transitaba la mesa como yo, unos hechos que me llamaron poderosamente la atención. El hombre en cuestión, maestro espiritista y director de un centro espírita, decía con contundente convencimiento que el sexo practicado con amor era el único que se desarrollaba en plena intimidad, mientras que el sexo por el sexo, sin amor, sin nosotros apreciarlo, se constituye en una orgía en que la intimidad no existe, pues los espíritus de la más baja estopa acuden a participar del festín. También reconozco que me impresionó tal aseveración, pensando que, para mí, el sexo ya no sería nunca más lo mismo; no sé si peor o mejor.

Tal impresión sobrevenida, no exenta de gran sensación de vida que paradójicamente convierte en realidad el sexo, me estimuló a dirigirme a la sala que habían habilitado en el hotel para vender cientos de publicaciones sobre el tema espírita. Mientras ojeaba un libro sobre sexo espírita, se me acercó una mujer, que decía ser médium, y me obsequió con la frase más imaginativa que jamás haya escuchado: “El sexo es el santuario de la reencarnación”.

No pude evitar comprar el libro que tenía en las manos; se me hizo de lo más real. Aunque he de reconocer que no lo he leído; sexo y espíritus, mala combinación.

Anteriormente decía que los telenoticias son una excelente y eficaz fábrica de sensaciones impuestas, como también lo es la prensa de cualquier tipo. Algunos medios se autocalifican de independientes e imparciales, y dicen solamente trabajar en pro de la verdad, pero es imposible desprenderse de las afinidades personales, que algunos, engañándose, intentan colar como criterio neutral, aún sabiendo que eso no existe.

Todos ellos dicen que informan de forma veraz, pero lo que hacen es formar opinión partiendo de hechos o de palabras pronunciadas por terceros, extrayéndolos del contexto en que se han dado, lo cual facilita enormemente la orientación de la opinión a conveniencia de los dictados editoriales. Esta manera de proceder constituye una estrategia quintacolumnista para reafirmar a los adeptos y adscribirlos al gran grupo afín a su opinión. El aparato, aparentemente destinado a informar, lo que hace es fabricar sensaciones colectivas para convertir en realidad ajena lo que piensan ellos mismos. La manipulación de las mentes ávidas de sensaciones que den sentido a sus vidas, de forma consciente o inconsciente, se pone en marcha en beneficio e interés de los poderes políticos y sobretodo económicos. Para confirmar dicha intención basta con fijarse en los medios que se integran en un mismo grupo empresarial, mal llamado de la información: cadenas de televisión y radio, y prensa escrita, con opinión contraria, conviven en el mismo grupo; lo importante es manipular a la mayor cantidad de personas. Ellos dicen que con eso demuestran su imparcialidad y transversalidad, cuando lo que en realidad pretenden es retroalimentarse creando confrontación y así crear una mayor cantidad de realidades ajenas falsas. Entonces, ¿todos los medios manipulan?; la respuesta es que depende de la capacidad de criterio propio que posea quien recibe la información y de su disposición o no a dejarse colocar las anteojeras. La mejor forma de no perder la visión periférica es informarse mediante medios de distinta opinión, y cribar utilizando el cedazo de nuestro sentido crítico, pero esto lo hacen muy pocas personas, porque a la mayoría nos gusta regocijarnos en las opiniones afines a las nuestras, nos molesta contrastar, porque lo que nos parece que nos proporciona la mejor sensación de vida es lo que nos gusta ver, escuchar o leer, olvidando que lo que probablemente vivamos sean realidades ajenas impuestas.

Envase de Coca-Cola, de vidrio y con marca en relieve.

Pero por fin la Coca-Cola, aquella doble con envase de vidrio de vuelta y muy fría, y con la marca en relive. ¡Esa sí que era la verdadera “sensación de vivir”!, la que en la canícula estival te espumeaba la nariz y te hacía sentir la realidad más dulce y vívida. En mi adolescencia veraniega, había que conseguir dos duros para que después de un sudoroso pedaleo pudiera deglutir aquel negro y mágico líquido, que convertía en la más deliciosa realidad mis vacaciones. Sentado en el murete, delante de Ca’n Corbalán, alzaba la fría botella y cerraba los ojos para concentrarme en la más placentera sensación, entrando en el sublime trance que tornaba real el paro del tiempo.

El márquetin es un poderoso invento para fabricar sensaciones que creen realidades falsas, pero el de algunas marcas casi consigue cambiar el signo de dicha realidad. Creo que Coca-Cola es la compañía que mejor ha conseguido esto, al menos en el tiempo que yo he vivido.

Los eslóganes de Coca-Cola casi siempre han hecho referencia a la vida y a la sensación de sentirla, con la consciencia clara de que su producto despertaba unas sensaciones físicas poco comparables; este hecho han sabido explotarlo siempre.

El filón de oro negro burbujeante, lo descubrieron en 1886, y en esa época se limitaron a dar una orden: “Toma Coca-Cola”. Pronto, hace 130 años, ya nos invitaban  a disfrutar, pero aún se trataba de deleitarse del producto en sí: “Disfrute Coca-Cola”. Curiosamente, hace muy poco, en 2019, se nos invita una vez más a ello, permitiéndose tutearnos al ya ser viejos amigos, con un “Disfruta Coca-Cola”.

A partir de entonces, el sentido de los eslóganes, salvo contadas excepciones, ha ido incidiendo en la vida y en la sensación de que Coca-Cola nos la hace real. Ya en 1969, era “La chispa de la vida”, y en 1976 ya se atrevía a más, con su “Coca-Cola da más vida”.

A principios de los años 80 hubo un pequeño lapsus en el que simplemente “Coca-Cola es así”, pero ya en 1987 se nos volvía a decir “Vive la sensación”, en 1990 “Es sentir de verdad”, y en 1992 nos la definían como “Sensación de vivir”.

En el año 2000 un sencillo “Vívela”, dejándonos con la duda de si se refiere a la Coca-Cola o a la vida, aunque enseguida, en 2001, nos lo aclaran con dos eslóganes: “La vida tiene sabor” y “La vida sabe bien”.

A partir de entonces, no sé si porque el aluminio produce menor sensación que el vidrio, los eslóganes dejan de aludir a la vida y a la sensación de sentirla, y se concentra en el propio producto o se adapta a una cruda realidad que no hace falta que nadie nos ayude a sentir: en 2016 “Siente el sabor”, en 2019 “Disfruta Coca-Cola” y en el 2020 la escalofriante advertencia de que “Mantenernos separados es la mejor forma de estar unidos”; aunque en 2021 ya se retractan: “Juntos para algo mejor” y “Destapa ese ahhhh…”

Lejos ha quedado aquella vida real proporcionada por la sensación que te producía apoyar en los labios aquel  borde redondeado de frío vidrio, dejando fluir el carbónico líquido que te colmaba el paladar y que cosquilleaba la nariz, mientras abrazabas aquella escarchada forma, cuenta la leyenda que de mujer, sintiendo el sutil tacto del relieve en redondilla de la marca. Actualmente se dice que la forma de la botella responde al intento de que sea reconocible al tocarla en la oscuridad o al romperse, y que se asocia a la forma del grano de cacao. No sé si esto es así o si se pretende el olvido de la leyenda por motivos de tipo machista/feminista.

Con la lata de aluminio esta sensación se evaporó, por mucho que nos indicara el eslogan, y entiendo que ya sea difícil aludir a la vida y a su sensación de realidad. Ya no he vuelto a beberla, pues dejó de ser la pócima mágica que hacía real mi vida.

Para los gustosos de sensaciones patrióticas, la Coca-Cola también puede ser de su deleite por otro motivo: según el diario alemán Der Spiegel, el oscuro mejunje se inventó en España, concretamente en un pueblo de la provincia de Valencia llamado Aielo de Malferit, y que se comercializó con el nombre de “Nuez de Kola-Coca”. ¿Les suena a algo el nombre? El señor Bautista Aparici fue el responsable de tamaña heroicidad en 1.886. Parece ser que el incomprendido señor creó un brebaje para botica que en el país no tuvo demasiado éxito, visto lo cual, decidió viajar a Estados Unidos a buscar paladares más atrevidos. Para conseguir dar a conocer el producto repartió centenares de muestras, de las cuales una cayó en manos de un espabilado también interesado en brebajes de druidas. Y resulta que este último señor, introduciendo una pequeña variación en su composición, registró el producto con el nombre de Coca-Cola, cuya marca se diseñó de forma rápida, manuscrita e improvisada a plumilla en una simple cuartilla de papel. La marca, invariable en el tiempo, sigue siendo la reproducción de esa palabra compuesta, escrita en redondilla, derivada de la de don Bautista.

En 1.954, la compañía americana, cuando se propuso introducir la Coca-Cola en España, se encontró con que el organismo de patentes y marcas prohibió su comercialización, argumentando que el producto y su marca entraban en colisión con los correspondientes al del mencionado producto, todavía existente en aquel tiempo, “Nuez de Kola-Coca”, pudiéndose prestar a confusión. Fue entonces cuando la compañía americana no tuvo más remedio que comprar la marca y los derechos del producto español, por la irrisoria cantidad de lo que actualmente, por su poder adquisitivo, equivaldría a unos 10.000 €. Los descendientes de Bautista Aparici deben estar estirándose de los pelos, a menos que se conformen con la sensación vívida de que Coca-Cola es mérito de sus ancestros.

Sirva éste de ejemplo para otros productos del país. Me viene a la memoria el cuturrús, licor a modo de aguardiente de orujo, con hierbas aromáticas y digestivas, y con diversos frutos secos, de potente ingesta que aporta una dosis sensitiva vital digna de experimentar. El licor ancestral que se produce en diversos lugares astures y leoneses, especialmente en El Bierzo, según me contaba un lugareño de Las Médulas también ha sufrido un “cocacolazo” a nivel local, pero esta vez con ni un euro de compensación. Desde hace siglos, este contundente pero exquisito brebaje ha sido elaborado por diversas familias para su consumo propio y para compartir con el viajante o peregrino que está de paso, pero una familia realizó el mencionado “cocacolazo”, registrando el cuturrús con la marca Las Médulas, con el consiguiente enfado de sus paisanos, que se sienten traicionados al haberles sido usurpados sus ancestrales derechos  adquiridos por tradición familiar; y para mayor escarnio, con el nombre de la población como marca. No me imagino a alguien registrando la paella, y con la marca “Valencia”.    

El márquetin es poderoso, pero no son sus eslóganes los que producen la sensación vital; sólo hacen que lo creamos, pues la misma sensación me producía, en la adolescencia, otro líquido, esta vez transparente, aunque también contenido en casco de vidrio pesado y frio, con serigrafía incluida. Hasta su apertura producía el mismo efecto efervescente que el de la Coca-Cola, sólo que sustituyendo la chapa por algo un poco más sofisticado pero no más novedoso: un tapón de porcelana con junta de goma y sujeción de alambre. La Coca-Cola empezaba con un ssshhh y la gaseosa con pshclic.

Envase de gaseosa Pompilio Pujol, Premià de Mar.

Era la sensación de efervescencia del propio líquido lo que producía en ambos casos el mayor deleite de la vida, eso sí, siempre alzando la botella y cerrando los ojos, y en ocasiones con un rojizo regusto a óxido de chapa o alambre.

Esta burbujeante forma de sentir la vida me la evocó también, en mi cincuenta aniversario, mi también más que estimadísimo amigo poeta Jordi Mullor (Premi Jacint Verdaguer 2019 de poesia), dedicándome un sentido poema titulado A la recerca inacabada de l’home, en el cual, haciendo alusión al compartir de la más real de nuestras jóvenes vidas, escribía sus versos iniciales diciendo:

“És qualsevol migdia d’estiu a la teva pèrgola,

perfumada amb pètals de dames de nit,

a tocar d’una ampolla de gasosa,

de la qual recordo el seu vidre gruixut,

com recordo bicicletes eternament desinflades

i genolls amb cràters pintats de mercromina…“

El poema empieza con gaseosa y acaba también con gaseosa:

“… Ara ja ho hem aconseguit, Fede.

Ens ho revelen els cossos en gest sincer.

Ja som grans!

I encara que la barba creix amb blanquinosa discreció,

tinc la impressió, al sentir-te,

que no estem tant lluny d’aquella pèrgola,

ni de l’ampolla de gasosa Pompilio,

ni tampoc de la complicitat i màgia d’aquells capvespres d’estiu.”

Y para dejar constancia de que la sensación de efervescencia convertía en realidad nuestras incipientes vidas, mi amigo firmaba el poema escribiendo:

“Jordi Mullor, 6 de maig de 2.005;

per a tu Fede, celebrant de tot cor (i amb gasosa…) el teu 50é aniversari”

Desde que la Coca-Cola dejó de ser negra y de frío vidrio, y la gaseosa dejó de hacer pshclic y de llamarse Pompilio o Pujol (eran la misma), ya no he vuelto a beberlas. Los blandos aluminio y PET ya no dejan lugar a la vívida vida.

Pero ahora, más viejo pero no menos vivo, me dejo seducir por aquellas mismas sensaciones de vida, pero con diferente líquido y también muy frío; el de ahora también cosquillea, pero es dorado y espirituoso. Por lo que yo aprecio, los hay de gruesa y de fina burbuja. Para mí los segundos; sus esferas ascienden con más lentitud buscando su liberación, siendo su estallido en el paladar más sutil pero no menos vigoroso, proporcionando una sensación vital más suave y apaciguada, acorde con la actual etapa de mi vida. Todas las bebidas mejoran en según qué compañía, especialmente las etílicas; el tintineo del chocar de copas ya te empieza a introducir en la vida real, aún sin haber comenzado a ingerir el líquido dorado. Durante el brindis, miras a los ojos de tu chocante en busca de su alma, como si su retrato dibujaras, y luego, cuando apoyas los labios en el afilado borde de frío cristal, cierras tu mirada juntando su ánima con la tuya dispuesto a compartir una misma realidad de vida. Dicen que para que la dicha vital sea completa hay que beber el espumeante oro en copa fina y alargada; a mí me gusta alternar la sensación de realidad de dos vidas: la contenida en dicha copa y también la menos espumosa pero más reposada, vertida en ancho y aplanado cáliz de vidrio tallado. La primera es vigorosa, la segunda sosegada.

El cava, al igual que la Coca-Cola y la Pompilio, ha de beberse muy frío, y por mí, a poder ser ha de ser Sumarroca, que aunque no es imprescindible sí es el que mejor realidad de vida me proporciona. Que cada cual haga con su vida lo que mejor le plazca.

“… ¿Qué es la vida?, un frenesí;

¿qué es la vida?, una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.”

Con estos versos concluía un diálogo el cautivo Segismundo, pensando que “el vivir sólo es soñar” y  que “todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende”.

Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño ─me gustan los nombres completos fáciles─, creó con La vida es sueño una realidad paralela, cómo lo es una obra de teatro de versos cantarines, que invita a reflexionar sobre lo confuso y difuso de la existencia vital.

Realidad, virtualidad, sueño, ensueño, verdad, mentira; todo ello aparece confuso en la vida y nada y todo la conforma. Lo único que me parece sin lugar a dudas cierto es que es la sensación la que tiene el poder de conferir el carácter de realidad a la vida, la vívida y la soñada.

¿Un sueño es verdad o mentira?, lo acaecido en él ¿sucede o no sucede?

El recuerdo, incluso en su aletargo, ¿en qué difiere en sensación de vida de lo que llamamos vivencia real?

En el transcurrir del tiempo los recuerdos pueden sufrir modificaciones, pero ¿la sensación en su evocación es menos real?

¿Qué es verdad?, ¿qué es mentira?

¿Es verdad todo lo que es?, ¿es verdad solamente lo que corresponde con la realidad?, o ¿también puede ser verdad lo que simplemente parece?

Por el contrario, ¿lo que no se ajusta a la supuesta realidad es siempre mentira?, ¿es también mentira todo lo que solamente parece?, o ¿también puede ser mentira algo que a la vez es presuntamente real?

Un sueño, ¿es verdad o mentira?; lo que sucede en él no es real, pero ¿es mentira? ¿No es cierto que los sueños se viven?; y la vida ¿qué es?, ¿verdad o mentira?

Un recuerdo, ¿verdad o mentira?; es posible que lo que permanezca en la mente haya sido considerablemente distorsionado por el transcurrir del tiempo, pero ese recuerdo ¿deja de ser verdadero?; sin embargo no es real.

Si la verdad no puede ser mentira y a la vez tampoco la mentira puede ser verdad, ¿en qué consiste la fe?

Lo que para unos es verdad para otros es mentira y viceversa. Entonces, ¿dónde se encuentra el gazapo?, ¿qué diferencia existe entre la verdad y la mentira?

Verdad y mentira es lo mismo, y ni una ni otra es importante.

Lo que realmente tiene valor es el pensamiento, la esencia de la realidad, la estela del recuerdo, las sensaciones asimiladas, los sentimientos forjados.

Si existiera una fábrica de recuerdos y me inyectaran uno, ¿es que no sería verdad lo que recordara?; pues lo mismo con los sueños: ¿son verdad o mentira?

Y ¿por qué no puede ser verdad lo que solamente parece?, lo que no es real, lo que no es.

Lo imaginado, ¿es verdad o mentira? Para quien lo siente es verdad, para el que no lo siente es mentira. El yerro está en que no todo lo que es verdad es real, es el sentir lo que convierte la verdad en vida, y lo mismo sucede con la mentira, que si se siente también se convierte en vida.

Realidad, virtualidad, imaginación, sueño, ensueño, recuerdo, verdad y mentira, todo puede ser o no vida, depende de la sensación, de la emoción producida en el ánimo.

Y como planteó Calderón de la Barca, tal vez la propia vida no sea más que un sueño, y entonces, la vida ¿qué es?: ¿verdad o mentira?

Soñemos y así viviremos, vivamos y así soñaremos, imaginemos i sintamos, que en ello se encuentra la verdadera vida.

Feliz vida, felices ssshhh y pshclic… y poomssshhh.